Querer Quedar Bien

De adolescente, recuerdo que me esforzaba mucho por caerles bien a todo el mundo. No recuerdo haber tenido mucho éxito. Las personas que quieren mucho quedar bien, terminan siendo desesperantes y probablemente así podían describirme. Para ser una persona que le sea agradable a todo el mundo, es necesario no tener aristas, no crear controversias, no antagonizar. Eso sólo se logra sin personalidad propia, siendo plano, sin sabor. En pocas palabras, una papa sin sal.

Una reacción es volverse tan lleno de opiniones propias que no nos gane un cactus de lo espinoso. Pero así tampoco conseguí muchos amigos. El vestirse con un manto de cinismo nos puede proteger del mundo exterior, pero no dejamos que nadie se nos acerque.

Seguir cumpliendo años y no desarrollar una personalidad propia, no puede ser considerado crecer.

El problema, como siempre, es encontrar un intermedio entre los dos extremos. Ni tan complacientes que nos borremos a nosotros mismos, ni tan espinosos que nadie se nos acerque.

Ahora que ya no soy adolescente desde hace algunas décadas, me encuentro con varias aristas y peculiaridades que jamás me hubiera atrevido a demostrar antes por temor a «caer mal». Y resulta que ahora sí tengo amigos que me aprecian, con todo y mis rarezas.

El Marco de la Realidad

Verse a través de los ojos de un extraño resultaría extremadamente útil cuando me estoy probando jeans. Los espejos mienten (o, por lo menos, eso me gusta creer en las tiendas), las amigas son muy amables, las parejas tienen otras intenciones y yo no tengo ojos en la espalda. Sería tan interesante conocerse a uno mismo desde afuera.

No tenemos una percepción objetiva del mundo a nuestro alrededor, menos de nosotros mismos. Somos nuestra medida y nuestro medidor. Ni siquiera nos escuchamos la voz como suena y nos sorprende cuando nos pasan una grabación nuestra. No es de extrañarse que haya tanta gente que cree que puede cantar.

Muchas veces dejamos que nuestros sentimientos nos digan quiénes somos y éstos no son precisamente el paragón de la estabilidad. ¿Cómo podemos saber que ya no nos vemos «jóvenes», que ese corte de pelo ya no nos va, que no, tal vez shorts tan cortos son poco atractivos? Tener una noción más o menos acertada de cómo nos proyectamos hacia afuera, ayuda en mucho a establecer una relación sana con nuestro entorno y con el papel que jugamos.

He escuchado decir que la felicidad se encuentra viviendo dentro del marco de nuestra realidad. Esto me parece sumamente interesante. Porque en ningún momento estamos diciendo que el marco no se puede modificar. Pero, si ni siquiera queremos admitir que existe, es más fácil caer en actitudes y hábitos perjudiciales, como gastar más de lo que se gana, comer más de lo que se debe, hasta vestirse con ropa que definitivamente no nos va.

Conocer, hasta donde se puede, los límites que nos rodean, no es agobiante para quien mira esas líneas no como paredes, sino como metas que sobrepasar. Es bueno rodearse de gente que lo quiera a uno lo suficiente como para enseñarle la realidad, pero que también se apunte a ayudar a cambiarla. Y que no lo deje a uno comprarse ropa que quede fatal.

 

Cuando se Desconoce lo Desconocido

Entre las cosas que sé y las que sé, ganan por KO las que ignoro. No tengo ni idea de cómo armar un reactor nuclear, sólo he oído de astrofísica y probablemente tendría que pedir ayuda para cambiar una llanta. Pero sí sé que no sé.

Ante el adagio de «la ignorancia es atrevida», nos encontramos con que la mayor parte de nuestras metidas de pata vienen de no saber que desconocemos algo: nos rompimos el tobillo en un agujero que no vimos, nos perdimos porque no pedimos direcciones, nos fue como en feria por no conocer bien al traido en cuestión… Y es que hay una diferencia de vida o muerte entre estar conscientes de no tener toda la información y creer que ya lo sabemos todo. El punto es muy claro cuando lo vemos con adolescentes: tienen el suficiente desarrollo mental como para conocer muchas cosas. Tienen la confianza que viene con la edad y las hormonas. Y no tienen ni la más panda idea de cómo funciona verdaderamente el mundo.

Nunca se puede conocer todo. La información es dispersa y jamás la logramos encontrar toda. Tenemos que tomar decisiones con lo que tenemos a nuestro alcance y no dejarnos paralizar por el sobre-análisis. Pero tampoco podemos manejarnos por la vida con actitud de «a ver qué pasa» y aventarnos así nomás. Si no admitimos que existen lagunas en nuestro conocimiento, difícilmente vamos a permitir que alguien nos ayude. El hecho de reconocer nuestra propia limitación nos deja rodearnos de gente con mayor experiencia que nosotros en algún ámbito. Yo no sé armar un motor, por eso llevo mi carro al taller. No soy médico (aunque me creo pediatra de mis hijos y consulto con el que sí tiene el título) y por eso voy a una clínica.

El problema está cuando creo que sé y no sé nada.

De Noche

Horas llenas de cansansio que llenamos de sueño.

Los niños ya no son parte de la rutina.

Tu peso en mi cama me recuerda que eres real y que estoy viviendo mi fantasía.

Hay gatos por todas partes.

La tele ya no nos entretiene.

Oraciones y buenas noches.

Pants y t-shirts, por aquello de los temblores.

Han sido tantas ya, que ya no recuerdo dormir sola.

La cama grande para que quepas.

La venta abierta, cerrada, abierta, cerrada, no puedo dormir con el ruido, no puedo dormir por el calor, la ventana a medias.

La rutina.

La rutina que nunca es suficiente para esconder que allí estás tú.

El cansansio que no borra las ganas.

Los gatos que salen y se cierra la puerta.

Los pants y t-shirt que igual se quitan, los temblores los hacemos nosotros.

Las horas que ahora están llenas de posibilidades y posiciones.

Y el sueño que nos termina de acompañar.

El Miedo a Cumplir los Sueños

Siempre he querido un gato negro peludo. Ha de ser la vocación de vieja bruja que dicen que llevamos todas las mujeres dentro. O que, simplemente, son hermosos. Hace unos meses rescatamos a un gato de un tragante que tiene de negro y peludo lo que yo tengo de colocha y morena. O sea, nada. Es lindo, pero es corrientemente lindo. Y justo cuatro meses después, una amiga postea una foto de una gatita negra y peluda que necesita dar en adopción, porque la mamá llegó a parir a su garage junto con otra gata y ya parecen refugio de mascotas.

Y allí me tienen, con la posibilidad de cumplir un deseo, justo al alcance de mi mano. Con más dudas que noviecita en su primera noche.

Cada vez que estamos cerca de cumplir un sueño, por pequeño que sea, dudamos. Es como que si nos diera miedo que la realidad no cumpliera las expectativas que nos hemos construido en la imaginación. Y está bien. El mundo exterior pocas veces corresponde con lo que pasa entre nuestras orejas. Pero todo es cuestión del enfoque. En lo personal, me detienen muchas veces mis propias barreras y pocas veces hago algo impulsivo. No me como un helado, porque sé que después voy a estarlo sudando. O un jeans porque después voy a querer gastarme ese dinero en otra cosa.

Pero también he aprendido a separar mis experiencias en dos etapas: la planificación y la realización. Ambas tienen sus encantos. Para preparar viajes, toda la parte de hacer itinerarios, comprar entradas, hacer reservaciones de comidas, estudiar mapas, aprenderme horarios de transportes públicos, etc., es lo que me prolonga la experiencia, antes de la experiencia. Luego, cuando estoy allí, el ver que mi esfuerzo tiene como fruto que no estemos estresados, que le saquemos el mayor beneficio a estar en un lugar extraño, sin cansarnos porque no sabemos qué hacer, me da una satisfacción agregada. Allí es una de las pocas ocasiones en las que he aprendido a disfrutar de hacer realidad mis sueños.

Al final del día, lo que nos detiene muchas veces es el miedo a decepcionarnos. Lo cuál es sumamente triste, porque de todas formas ya estamos en negativo cuando no tenemos lo deseado. Adivinen quién durmió hoy con una gatita negra peluda.

Vivir Dormido

Rara vez me despierta la alarma. O es por el gato, o un pajarito en la ventana, o las ganas de ir al baño, le gano usualmente la carrera al timbre desgraciado. Las veces que eso es lo primero que me lleva a la consciencia, es porque estoy muy cansada y el resto de mi día va a pasar como entre neblina. Mi cerebro trabaja a un tercio de velocidad cuando tengo sueño, hasta el desayuno es un reto del Juego de la Oca y tengo suerte si salgo con zapatos iguales a la calle.

Pasar semi-vivos por allí es una buena definición de ser zombie: caminas, comes, emites sonidos, pero no estás realmente del todo allí. No dormir, comer chatarra, no moverse más que para ir a traer otra bolsita de papalinas, ni hablar de estar alcoholizado u otras hierbas. Si ya de por sí la vida es difícil de apreciar con todos los sentidos alerta. Estudios demuestran que percibimos un ínfimo porcentaje de lo que sucede a nuestro alrededor. Nuestro cerebro deshecha todo lo que no es esencial y hasta llena espacios con información que ya posee. La cara de las personas con las que tenemos más familiaridad, ya está almacenada, entonces no es eficiente que nos la aprendamos cada vez que les hablamos. Por eso es que las parejas de muchos años se perciben como eran de jóvenes, pues sus cerebros tienen ese rostro asignado a esa persona. (Lo cual no me molesta del todo, si les he de ser sincera.)

Parar un momento a vivir, multiplica nuestra experiencia y nos saca de la neblina de la que nos rodeamos. Pueda que nos moleste la luz al principio, pero es por mucho mejor que no darnos cuénta qué hay. Excepto cuando tengo sueño. Allí sólo me arregla una siesta.

Constructos

Dicen que si mueres en un sueño, mueres en la vida real. Pero, ¿cuál es la verdadera vida? ¿La que llevamos dentro? ¿La que percibimos con nuestros limitados sentidos? Con cada sensación, recuerdo, pensamiento, emoción, ampliamos nuestra mansión mental. Por algo hay personas que prefieren vivir adentro. También, si lo que construimos es una casa de espantos, es de esperarse que jamás querramos disfrutar de nuestra interioridad.

Yo he sostenido conversaciones más satisfactorias conmigo misma, que con muchas personas que he tenido que toparme. También contengo dentro de mi imaginación el mundo que esté viviendo en el libro de turno. Soy más bonita, más inteligente, más encantadora y habilidosa en mi cerebro. Estar conmigo misma no es problema. Pero, también me gusta conocer otras realidades. No soy tan ermitaña.

Encontrar gente con arquitecturas mentales interesantes es uno de los mejores descubrimientos de la vida. Porque podemos compartir universos, explorar imposibilidades y arreglar el mundo. Todo empieza con una idea y considerarla entre más de una persona, mientras sea adecuada, la expande. El truco está en no dejarse apantallar por un buen repello exterior. Antes de unificar edificios, hay que cersiorarse que haya algo más que una fachada llamativa.

No hay ingeniero que pueda reparar los escombros de una vida deshecha, sin el consentimiento del dueño.

Yo sigo añadiendo cuartos a mi construcción y buscando vecinos de quiénes rodearme. Sólo espero no morirme soñando.

El Mejor Cumpleaños

En algún lado perdí mis ganas de tener celebraciones para mis cumpleaños. No es que no me guste «estar más vieja», eso es inevitable. Simplemente ya no hay piñata, ni velitas, ni saltarín, ni ganas de tenerlos.

Es un día «que se trata de mí». Y lo acabo de tener. Cayó en domingo. Desayunamos, fuimos a Misa, al cine, comimos un helado y regresamos a la hora usual de la cena y cama de los niños. Un domingo normal en mi familia: o sea, el cumpleaños más especial.

Porque una de las metas de la vida es ser feliz y hay que encontrar la felicidad en las cosas cotidianas y normales. Ésas con las que uno se topa siempre: un desayuno acompañado, la sonrisa torcida de uno de los peques, un cuerpo querido en la cama. Pretender ocasiones exageradas, fuera de la rutina, como la única forma de sentirse bien, es como casarse por la fiesta y no por vivir juntos.

Claro que los viajes, las fiestas, los regalos, los escándalos, bombos, platillos, mariachis, todo eso es alegre. Pero no hace la felicidad. La felicidad se la hace uno tomándose una taza de café. O una copa de vino. Como me toca ahorita, para terminar la parte pg de mi día.

Empanadas de Ciruela

Desde que yo misma me tengo que celebrar mis cumpleaños, éstos me hacen menos ilusión. Es apenas en los últimos años que me los he gozado un poco más, porque tengo un grupo de amigos fantástico a quiénes invitar. Salvo este año. Se avecina un evento algo portentoso en esta familia y mis recursos econónimos, de tiempo y anímicos están volcados hacia otro camino. Sin embargo, no voy a desaprovechar la ocasión para celebrármelo de una forma muy particular: me voy a comer todas las empanadas de ciruela que pueda. Y es que no son cualquier empanada de ciruela. Son las empanadas de la receta de mi mamá. Era tal el estatus exaltado que gozaban estas míticas piezas de masa en mi casa, que mi papá las contaba cuando mi mamá invitaba a sus amigas y le ponía número tope de cuántas se podían compartir, a riesgo de armar la de San Quintín.

Mi cumpleaños siempre fue sinónimo de planear menú. Pero yo no estaba involucrada en el asunto. Por ejemplo, yo siempre quise pastel de chocolate con «frostin» de caja. Negativo. Se hacía magdalena y turrón de claras batidas. Porque eso les gustaba a mis tías. Más adelante, como mi venida al mundo coincide con la temporada de melocotones, siempre había pie de esa fruta. No me gustaba. Se ponía aguado abajo y se desperdiciaban los melocotones que prefería comerme crudos y en cantidades navegables. Si quería que me hicieran baklavá Y spanacópita, tampoco se podía, porque muy feo poner dos cosas de comer con la misma masa… En fin, ya podrán haberse dado cuenta de la melodía de la canción.

Muerta mi madre, me hicieron falta todas esas cosas, sobre todo porque no tenía quién me las hiciera. Ni siquiera tenía las recetas, porque no encontraba sus recetarios. Hace poco me devolvieron uno y encontré otras páginas sueltas. Están escritas en su letra, sobre papeles llenos de harina y mantequilla.

Mi casa ha tenido un par de Navidades con sabor a las galletas de guinda y pecanas que me volvían loca, al eggnog del Dr. Sweeney, un sueco doctor en acústica que trajo mi papá para que diseñara la parte correspondiente del Teatro Nacional, al Stolen que hay que emborrachar.

Y ahora, a unos días de mi cumpleaños, tengo dos bandejas llenas de empanadas de ciruela esperándome en el congelador. Lo siento, las tengo contadas.

Montañas Rusas

Logré pasar 27 años de mi vida sin subirme a una montaña rusa. Recuerdo haber ido a Bush Gardens en uno de esos tours de RonalTours con mi mamá (ella se perdió a medio Disney, pero ésa es otra historia) y ver los dragones pasar como proyectiles casi rozándose, mientras pensaba: «Hay que estar demente para subirse a una vaina de ésas.» Un par de décadas después, allí me tenían, entrando a Six Flags en el DF, sintiéndome como el condenado que llevan al potro. Sudaba frío, tenía el intestino en la garganta, la lengua seca y la cara más pálida que de costumbre. Hice fila, me subí al artefacto, sujeté el seguro, reuní toda la valentía que encontré y puse en cola todas las malas palabras que pudieran salirme de la boca. Todavía siento en la columna los golpes de la cadena que engancha el carrito del Hades y lo eleva. El momento en suspenso entre regresar y desplomarse me ilustró mejor que cualquier clase de física lo relativo del tiempo. Nos inclinamos y alcancé la velocidad de la luz (bueno, así sentí yo). Terminé esa cita con el destino, increíblemente en una pieza. E inmediatamente regresé a ponerme en fila para ir otra vez.

Las aventuras extremas bajo ambientes controlados son el sustituto artificial de una humaninad que pasó cientos de miles de años huyendo de tigres dientes de sable y cazando mamuts, osos, jabalíes, otras tribus. Así como tenemos que forzar nuestros cuerpos a moverse, porque no estamos hechos para vidas sedentarias, una dosis de adrenalina pareciera mantener nuestras ganas de vivir. En nuestra modernidad, podemos darnos el lujo de, como dije, controlar esas emociones fuertes, inclusive en deportes extremos. Tal vez pensaría de forma diferente si fuera uno de mis engendros el que se tire de un edificio y arriesgue el pellejo que me costó 9 meses cocinar, pero serían él y sus pulgas los que estarían exponiéndose. El problema viene cuando, para sentirse vivos, se involucra a más gente con comportamientos de alto riesgo. Pasarse semáforos en rojo no es precisamente una actitud inteligente, como tampoco manejar ebrio, ni quemar rancho. Lo que haga uno con uno mismo, o con alguien más y su completo consentimiento, es válido. Si las consecuencias de los actos trascienden a terceros no involucrados, allí ya no vale el jueguito.

Sigo sufriendo sólo de pensar encaramarme a una charada que dé vueltas. Me estresa hasta el choconoy del IRTRA. Pero me subo cuantas veces puedo.