De adolescente, recuerdo que me esforzaba mucho por caerles bien a todo el mundo. No recuerdo haber tenido mucho éxito. Las personas que quieren mucho quedar bien, terminan siendo desesperantes y probablemente así podían describirme. Para ser una persona que le sea agradable a todo el mundo, es necesario no tener aristas, no crear controversias, no antagonizar. Eso sólo se logra sin personalidad propia, siendo plano, sin sabor. En pocas palabras, una papa sin sal.
Una reacción es volverse tan lleno de opiniones propias que no nos gane un cactus de lo espinoso. Pero así tampoco conseguí muchos amigos. El vestirse con un manto de cinismo nos puede proteger del mundo exterior, pero no dejamos que nadie se nos acerque.
Seguir cumpliendo años y no desarrollar una personalidad propia, no puede ser considerado crecer.
El problema, como siempre, es encontrar un intermedio entre los dos extremos. Ni tan complacientes que nos borremos a nosotros mismos, ni tan espinosos que nadie se nos acerque.
Ahora que ya no soy adolescente desde hace algunas décadas, me encuentro con varias aristas y peculiaridades que jamás me hubiera atrevido a demostrar antes por temor a «caer mal». Y resulta que ahora sí tengo amigos que me aprecian, con todo y mis rarezas.