El último recurso

Nuestros hijos están siendo criados como cavernícolas. No tienen juegos de video, ni tablets (salvo el reader del niño), ni celulares y la tele tiene una ventana de media hora al día. Y no es que esté mejor que en otras casa que sí lo tienen. Es simplemente que así es en la casa donde les tocó crecer.

Yo crecí entre libros y «pen-pals» y teléfonos fijos y cenas en familia y una televisión en la casa. Entiendo perfectamente bien que la nostalgia es engañosa, pero tengo pocos parámetros de crianza de otra manera y, pues, creo que yo no salí tan mal.

Sin embargo, hay momentos para todo. Por ejemplo, ahora mismo que tenemos mucho tiempo para esperar, mi iPad es el último recurso de entretenimiento para mi pequeña de cinco años que aún no lee.

No pretendo dar ninguna lección de cómo educar niños. Apenas puedo con los míos. Sólo estoy terminando de pasar varios días  con un par de pulgos que les gusta estar con sus viejos, que se entretuvieron de lo lindo solos y que no lloraron de aburrimiento por no tener sus jueguitos.

Lo cual no quiere decir que presiento que tendré que arrancarles de las manos las tablets a ambos cuando termine el tiempo de espera.

Engordar a propósito

Vivimos una vida bastante ordenada, con comidas a horarios y vino sólo los fines de semana. Mantenemos cierta talla, porque no es nomás de comprar ropa nueva a cada rato. Dormimos lo que las carreras nos permiten.

Y, de repente, como una de las tormentas tropicales que he visto últimamente, llegan unos días en que es normal tomar una margarita a las 9:30am. En que el bikini enseña más lonja que la que había hace una semana. En que se duerme siesta antes y después del almuerzo.

Resetear cualquier máquina requiere, primero, apagarla. Así me siento cuando llego de vacaciones en donde no tengo que planificar nada: apagada. Pero no como muerta, sino como suspendida en una dimensión paralela en donde se vale tomar cerveza y andar casi desnuda y sonreírle al espejo.

Se duerme, se engorda, se cuentan cuentos al oído de una pulguita para que deje dormir. Y todo está bien.

Porque la máquina ya va a funcionar mejor. Y todo lo comido se puede quemar. Para eso está la rutina.

Suavizarse

Dos días de no hacer nada más que comer y tomar margaritas y ya hasta siento que me suavizo. El meollo del asunto es que no sé si, primero, lo puedo sostener (no soy aspirante a AA), ni si lo quiero sostener.

Tengo una vida regulada, con horarios, metas diarias, pequeños triunfos que logro con mis hijos, que no sé cómo lograr sin disciplina. Y eso no conozco de otra manera de lograrlo que con un una constante rigidez. Yo sé. Soy dura.

En momentos como el de hoy, que sentí mi risa fácil, mi falta de ponerle importancia a no tener el cuerpo perfecto para el bikini, de ver a mis hijos comiendo lo que quieran, me cuestiono mi vida cotidiana.

Luego me recuerdo que hay un mañana después de las vacaciones y se me pasa.

Una sorpresa

En casa tenemos pocos espejos. En parte porque no he comprado. Y no he comprado para alimentar más la vanidad que aqueja a ambas ramas de nuestra familia.

La relación entre una persona y su propia imagen está fraguada de altibajos. Es algo como encontrarse con uno mismo en alguna parte y a veces caerse bien y a veces no.

Si, además, tiene uno metido un estándar de cómo se debe ver, ya van entrándole los años, la vida y las libras, el espejo sólo sirve de foco para iluminar defectos, arrugas y lonjas. Algo así como pasa con las luces que lo alumbran a uno desde arriba en los cambiadores de las tiendas de ropa. (Ya, en serio. ¿Cómo demonios pretenden que uno se compre ni un trapo si se mira fatal en esos espejos aumenta-talla?)

Y luego están esos momentos en los que uno se agarra desprevenido. Un reflejo súbito en una vitrina. Un marco puesto en un ángulo diferente. Un cuarto con espejos en el techo (sí, de «esos cuartos», no se me hagan).

Se recuerda la psique que hay una sonrisa torcida que todavía saca buen servicio en un restaurante. Que el pelo aún es abundante. Que, si bien el estómago no está del todo plano, hay un poco de nalga que lo compense.

A veces uno se da una buena sorpresa a uno mismo. Luego se pone uno el bikini y se le pasa.

Soltar el mundo

Estoy recibiendo acupuntura una vez a la semana. La consulta inicial fue más detallada que una entrevista para ser parte de una organización ultra secreta. Entre todo lo todo que me preguntaron estaba la típica de : ¿Tiene estrés?

El «estrés» que viene de la palabra en inglés que significa tensión, nos mantiene con los resortes listos. Vivimls en el modo ese de «pelea o fuga» en el que seguro se movían nuestros antepasados ante el peligro de ser cazados por un buen diente de sable. Y, aunque parezca raro, nuestro cerebro no distingue entre estar en peligro mortal y tener lista la tarea a cierta hora. Ambas nos generan una misma respuesta química y ambas nos terminan partiendo.

Existen filosofías enteras dedicadas para sacarnos de ese estado de tensión perpetuo. La gente consume cantidades navegables de fármacos que les escondan su realidad por un momento. Hacemos ejercicio para liberar al mounstro.

Pero yo no puedo negar que, si no tuviera un poco de presión constante, ya me hubiera echado a la completa desidia. No hay que perder la salud, pero tampoco la aviada y ésa sólo se logra con un buen empujón.

Entonces, sí, me mantengo estresada. Y eso me lleva a hacer karate, nadar, comer bien, dormir bien y hasta hacerme la famosa acupuntura.

Un torrente

Tengo un par de días sin niños. Sin gritos. Sin regaños. Sin ruido. Me paso sola con mis libros y mis podcasts y mis proyectos. No puedo decir que me la pase mal. Es más, me ha servido para escarbar mi centro de donde estaba engavetado debajo de los juguetes. Me gusta estar sola. Me gusta estar en silencio.

Hasta que viene mi marido y me salen todas las palabras que no he dicho en el día como agua de una presa rota. Nada trascendental, lo realmente importante ya probablemente lo dije por Telegramm. Es todo ese nudo de ideas y emociones que se juntan en un día normal.

Cuando uno tiene costumbre de estar acompañado, se vuelve de todos los días eso de exprimirse la cuota de palabras que se supone que tiene uno al día. Es lo que nos hace crecer con las personas con las que vivimos. El punto de compartir un espacio físico con alguien es que lo conozcamos a diario. No sirve la cosa si me tengo que sentar con uno de mis peques y averiguar qué ha estado pasando en su cabeza y en su corazón los últimos seis meses. O que lo sepa por dónde está el camino emocional de mi marido. Tampoco funciona no expresar cómo me siento.

El chiste de vivir es que cambiamos. La función de tener pareja y familia es conocer ese cambio y adaptarnos todos.

Y el resultado de pasar sola todo el día es marear al pobre hombre cuando viene a la casa.

Hasta que duele

Tengo un nuevo tatuaje. En el antebrazo derecho. Es el más visible que me he hecho. Y el más personal.

Las marcas en la vida nos las hacemos, ya sea en el cuerpo de forma deliberada, como la tinta, en el corazón con las emociones que nos dejamos que se queden y en la mente con las ideas que fertilizamos. Al final terminamos siendo una amalgama de todo eso que no dejamos ir, bueno y malo, consciente o no.

Muchas veces pareciera que la vida se nos queda atorada en un torbellino: vamos a muchísima velocidad, pero sólo damos vueltas sobre el mismo eje, aunque avancemos. Es en el momento en el que nos abrimos, destapamos el nudo que tenemos guardado y agarramos lo que más nos gusta, que podemos tomar una dirección y crecer, aunque sea más lento.

En mi vida hay etapas que todavía resuenan como una campana y que marcan hitos de mi personalidad: pedazos de la infancia, la adolescencia con sus dolores, los errores de los primeros ejercicios de una mal llevada libertad, el enganche con una pareja que se vuelve parte mío, la venida de los niños. Todo esto ha dejado huellas en mí que no puedo ni quiero borrar. Pero que sólo me definen en la medida en la que yo quiero.

No es posible quitarse lo malo que ha sucedido. Tampoco sería recomendable. Pero sí podemos elegir cómo vamos a reaccionar ante todo eso que nos ha esculpido. Al final del día, los que tenemos en la mano el cincel de nuestras vidas, somos nosotros mismos. Y, algunos, también le metemos colores con agujas al asunto.

Regresar a la normalidad

Las vacaciones de mis hijos empezaron ayer. Llevan ya dos semanas sin colegio, pero los he tenido bajo mi (zapato) supervisión todo el día. Pasaron una noche donde mis primos que son como mis papás y estuvieron gloriosos. Tele, helados, tele, desvelos, juguetes, tina, cereal, leche… No sé. Entiendo que es rico salirse de la rutina.

Cuando yo era pequeña, me iba una semana en vacaciones a la casa de una amiga sin horarios… Y regresaba a casa ansiando tener rutina. Para bien o para mal, uno tiene una zona de confort. Es necesario salirse de ella para lograr cosas fuera de lo común, pero, creo yo, también es bueno tenerla para partir de un punto de referencia.

Así con todo. Ya lo he dicho otras veces, Picasso decía que hay que saberse bien las reglas para poder romperlas. Pregúntenle a un buen chef, les dirá que hay que aprenderse las salsas bases, esas que se llaman las «madres» para poder innovar.

Saltar desde un punto desconocido nos deja sin rumbo. Apoyarse en algo que está afianzado, nos da la dirección de donde queremos ir. La rutina sirve como ese muelle.

Hoy los niños duermen en la casa y mañana comienzan una semana entera donde sus abuelos. Veremos cómo nos va.

Aprendo

Diez años después y sigo aprendiendo de ti

que recto no es lo mismo que rígido

que vulnerable no es lo mismo que débil

que tener fe no es lo mismo que exponerse.

Amar no es sufrir, compartirse no es perder, ser feliz no es ser iluso.

Se puede tener esperanza en la humanidad y no dejarse engañar por el ser humano. Se puede ser firme de convicciones, sin ser una piedra que atropelle. Se puede ser un chico bueno con malas mañas.