La organización en contra del desorden

Ver la mesa del costurero de mi mamá era llevarse una idea de cómo podía lucir una tienda de telas e hilos por la que hubiera pasado un huracán. Sin embargo, ella sabía exactamente en dónde estaba todo. Al contrario de mi papá que lo tenía todo clasificado y nunca encontraba ni un rollo de tape. Salía a comprar, regresaba con doce y, al guardarlos, encontraba las doce docenas anteriores.

El ser ordenado no necesariamente es lo mismo que ser metódico. Para los que somos desordenados por naturaleza, la organización y los horarios son completamente necesarios. De lo contrario, pasaríamos viendo el techo todo el día. Yo necesito ponerme las cosas de la mañana en la misma secuencia, porque si no lo hago, salgo a la calle sin desodorante. Seguro. Como me ha pasado que si no meto mis cosas en el maletín siempre la noche anterior, en el vestidor me doy cuenta que no llevo cosas esenciales. Como ropa interior. No es simpático.

La metodología nos da estructura. La estructura nos da seguridad. La seguridad nos deja avanzar. Claro que se puede ser muy rígido y entrar en un poco (o un mucho) de pánico cuando se introducen cosas nuevas en esa rutina. Me pasa. Eso de que me cambien algo en lo que hago me toma tiempo asimilarlo. Pero he aprendido a hacer planes y disfrutar si no se cumplen. Planifico para no morirme si no sale lo planificado.

Mi escritorio no tiene mayor cosa encima y las gavetas están vacías. Prefiero no probar mi capacidad para meter la mano en un volcán de desorden y encontrar el lápiz azul que estaba buscando. No soy mi mamá.

Esto es lo que opino de lo que dice Faulkner

Leí un libro del Maestro Stephen King acerca de escribir. De hecho, se llama On Writing. Tiene anécdotas, consejos, un ejercicio y una lista (dos) de libros recomendados. Me lo devoré. Por supuesto que también quedé un poco asustada de todo lo que no hago bien al escribir. Entre eso está el ya muy conocido consejo de Faulkner: «In writing, kill your darlings».

¿Esa persona que nos gusta y que nos hace mal, pero que de todos modos tenemos cerca porque la forma en la que nos duele nos gusta? ¿El pedazo de comida que nos despierta del reflujo en la noche, que de todas formas nos comemos porque nos lo merecemos? ¿El enojito constante que nos hace sentirnos poderosos porque nos ahorramos tener que explicarnos y tal vez admitir que cometimos un error? Esos pequeños defectos y heridas a los que les tenemos cariño.

Hay que matarlos. Nos dañan. Nos hacen peores personas. Nos alejan de lo que podemos hacer. Pareciera que la vida es una constante matanza de darlings que se nos reproducen como ratas. Sacas uno y salen mil más.

Hasta que llega un momento en el que, siendo humanos, nos quedamos con un par. Porque los queremos mucho nos gustan y, de alguna forma, son nuestro estilo.

Como al escribir. Esos defectos, formas, figuras que nos gusta utilizar, pueden ser parte de un estilo. Bueno o malo, eso ya depende de qué tantos queriditos hayamos sacrificado antes. Sí, William, los mato. Pero no a todos.

Por un plato de lentejas

Hace poco, haciendo como que recuerdo ser abogada, le explicaba a un cliente por qué se pueden hacer contratos de promesas sobre bienes que no son propios. Resulta que, si uno tiene una legítima expectativa de ser dueño de algo, lo puede negociar. Algo así como prometer el novillo que no ha sido parido aún. La vaca ya está preñada, es cuestión de que tenga a la cría. Por supuesto que pueden pasar muchas cosas y no tener nunca al animalito, pero la expectativa razonable existe.

Luego está el cuento de la lechera haciendo cuentas de todo lo que va a conseguir con su jarra de leche. Un tropezón y todo se le vino abajo.

Tal vez por eso hay tantos dichos que van por la misma línea de «más vale pájaro en mano que ciento volando». Nos gusta la certeza, lo que podemos ver y tocar hoy y ahora. Pero vivimos haciendo castillos en el aire de las cosas que no tenemos ni un poco de seguridad que vamos a obtener. Cuestión de balance. Nos comemos la comida que tenemos en el plato, pero no tiramos las posibilidades de tener algo mejor mañana.

Hasta la lección de Esaú, que dejó su herencia por un plato de lentejas, sirve para demostrar la necesidad de vivir en ese precario punto medio entre dos cosas buenas.

 

La afinación y la cuadratura

Cuando uno canta, se puede escuchar mal por dos razones: porque desafina y porque descuadra. La primera es muy fácil: no canta uno en el tono que debe. La segunda tiene más qué ver con el momento en el que uno canta. Una vez escuchamos a una señora tocando el piano que fallaba con éxito en ambos rubros. Cosa difícil descuadrar de la música que uno mismo está tocando. La señora tenía su mérito.

Cuando uno tiene la nota incorrecta en cualquier aspecto de la vida, el error es evidente. Como gritar en una biblioteca o insultar a un maestro. Está mal. Suena mal. Pero cuadrar… Eso ya es otro tipo de error que no siempre se entiende hasta que es demasiado tarde. Cuestión de ritmo, tal vez. Como si uno quisiera bailar con los pasos correctos fuera del tiempo adecuado. Se mira mal.

Aprender a tomarse las pausas que pide la música, a caminar a un paso que podemos sostener y a cabalgar las olas de tempestad que a veces hay en las relaciones, requiere momentos de calma, de observación y de práctica. Mucha práctica. Porque todos llevamos la música de nuestra propia vida, aunque a veces sintamos que alguien más va aporreando un tambor a nuestro lado.

Y, si no nos sale la canción a la primera, pues será cuestión de seguir haciendo los ejercicios hasta que sonemos bien.

Despacio para ir rápido

Las mañanas son una carrera contra el tiempo. Desde que despierto, tengo cierto margen para terminar desayunos, loncheras, sacar niños, antes que llegue el bus. Hoy estaba pelando unos huevos duros, tratando de hacerlo rápido, pero se me deshacían y tuve que respirar, bajar la velocidad y hacerlo despacio. Pero bien. Lo hice más fácil.

Lo apresurado no siempre es más rápido. A veces nos saltamos pasos con tal de sacar las cosas y luego no sirven. O comenzamos relaciones atropelladas que sólo nos hacen perder el tiempo. Por algo la lectura rápida es menos efectiva para cuando uno lee por placer, por lo menos en mi caso. ¿De qué me sirve terminar un libro en un día si no lo gocé ni entendí?

Aunque la choya no es una virtud, tampoco parecerse al Conejo Blanco de Alicia es una buena forma de vivir. Pareciera que todo tiene, no sólo una forma, si no también un tiempo para hacerse. Una velocidad adecuada. El famosísimo y dificilísimo «timing». Como cuando uno encuentra a esa persona que parece perfecta, dos años muy tarde.

Parar. Ver la situación. Hacerlo bien. Termina uno las cosas mejor y más rápido. Aunque el tiempo apremie. Tal vez mejor la próxima dejo pelados los huevos desde la noche anterior.

No es magia

Lo que me gusta de la idea de la magia es que se obtiene un resultado complicado por medio de una simple incantación de palabras. «Bibidi Babidi Bu» creo que era mi favorita. La del hada madrina de la Cenicienta. Fantástico el vestido y el carruaje y las zapatillas. Todo inmediato.

Pero en la vida nada funciona así. Podríamos decir que, en vez de magia, hay química. La pura elaboración cuidadosa y fatigosa de pociones que requieren procedimientos exactos, ingredientes específicos y cuidados especiales.  Esa que alimentamos con esfuerzos y concesiones y sudor. A la que le ponemos atención porque no queremos que se enfríe la pócima o se queme. Bastante trabajo lleva a veces conseguir el ojo de dragón que le metemos a la mezcla como para dejarla que se eche a perder.

Las relaciones que parecen mágicas, esas que funcionan por años de años y que uno mira a los viejitos agarrados de la mano, ésas no tienen nada de magia. No existe una fórmula de palabras que cubra con un hechizo y haga que todo funcione. Pareciera más bien que son producto de dos personas que se quedan vigilando una mezcla a la que siempre hay que meterle cosas nuevas para que se quede igual.

No siempre se puede. A veces se pierde un poco del encanto. Los ingredientes son más difíciles de conseguir. Pero, cuando todo se amalgama como debe, allí sí parece que hubiera algo más.

No pasa nada

La diferencia esencial entre un relato y un cuento es que en el primero no pasa nada. No hay nudo, no hay acción. Se puede relatar tomar un café, ver el cielo, sentir amor. Y no pasa nada. En un cuento, alguien pasa de un estado al otro, hay un desenlace, existe una historia.

En la vida es difícil identificar cuándo se está pasando por un relato y cuándo por un cuento. Las cosas rara vez tienen un desenlace explícito y directo. Alguna vez me dijeron que siempre hay historias, pero nunca tienen fin. Podríamos salir a la calle y ser atropellados, dejando abiertos tantos hilos narrativos como conversaciones hallamos sostenido por última vez. Pero eso sólo es parte de la realidad.

Lo cierto es que uno vive las dos cosas. El cuento, que comienza con el nacimiento y termina con la muerte. Se puede contar perfectamente de forma lineal y que sea tan aburrido o interesante como uno haya sido. O como uno lo pueda narrar.

El relato es todo lo de adentro. Esas voces con las que tenemos conversaciones interminables en nuestras cabezas. Todos los escenarios que nos planteamos con los «y si pasara xx o yy». Todas las ilusiones, los sentimientos, las emociones que nos revuelven los órganos. Todo eso en lo que no pasa nada.

Pero vivimos más adentro que afuera. Por mucho que sólo estemos nosotros y no le pongamos fin.

Comimos lasaña

El niño, el primero, cumple 10 este lunes 19 de febrero. Pasa a dos cifras. Y yo paso a ser mamá de un niño de 10. Empurrado, sensible, dulce, alegón.

Es un encanto, a pesar de mí podría decir. Cada día se me parece menos y lo celebro. Me cuesta escribir acerca de ellos (la niña es otra que me asombra) sin que se me llenen los ojos de agua. Y está bien. No creo que haya algo que esté haciendo peor, con más dedicación, que el ser mamá. Las cosas no son como uno se las espera, desde bañar al niño por primera vez y olvidarme de limpiarle el ombligo, por ejemplo, hasta sacarlo con 7 de sus cuates al cine y regresarlos a todos intactos.

No sé. En eso se puede resumir mi maternidad. No sé. Aunque me informe. Lo cierto, lo que él sabe y a mí no me cabe la menor duda, es que lo amo.

Espero que con eso baste.

Para mientras, lo llevamos a comer lasaña y él comió más que yo.

Ahora está comiendo helado.

El regreso

Salir de uno mismo

para ver hasta dónde se llega

tratar de perderse

y no regresar jamás.

Como si el cuerpo que nos lleva

no fuera el mismo recipiente

que queremos vaciar

sin lograrlo del todo.

Porque, a donde sea que vayamos

nos llevamos.