Los Círculos

Son posiblemente la figura geométrica más perfecta, completa, dinámica. Significan eternidad y movimiento y protección. Ponlos a girar y te llevan a donde quieras. Dales vueltas sobre su eje y son una esfera, que es un mundo, o un sol, o un universo. Los que estamos casados los llevamos como signo y a los que les gusta quitárselos, los delata la marca.
Pero dejemos un círculo abierto y nos queda algo más parecido a una «c», como de «cagadales». Cuando no unimos los extremos de nuestras vidas, terminamos recorriendo una espiral que inevitablemente nos lleva al mismo punto, sólo que un poco más abajo. O se quedan recordándonos que dejamos algo sin concluir, como tener la espinita de no haber podido madurar mi relación con mi papá.
Poder cerrar una etapa, darle una conclusión a una historia, libera para lo que pueda venir. Una conversación en un restaurante perdido me ayudó a recuperar el recuerdo de mi mejor amigo y abrir la puerta para una llamada que, años después me traería al hogar que tengo hoy. No siempre es fácil tomar esas decisiones. Me costó siete años sentarme a la orilla de una cama y decir «hasta aquí». Mis pesadillas recurrentes son escenarios en los que no dí ese paso.
Muchas veces necesitamos perdonar a otras personas para salir adelante. Otras, tal vez las más complicadas, debemos perdonarnos a nosotros mismos y darle fin a un vicio. Las más tristes son cuando no queda nada qué hacer.
En estos momentos las historias de mi vida aún están en movimiento y tengo pocos círculos cercanos a cerrarse. Espero que, cuando llegue el momento, tenga la oportunidad de unir todos los extremos. No me gustaría dejar gente con cosas pendientes.

Me Ofende Que Te Ofendas

Porque si yo digo un insulto pesado, cortante, no es para que te pongas así. No es personal. Estoy sólo expresando mi opinión. Es mi derecho. Es problema del que se molesta, del que se lo toma a mal. Feo tu modo de contestarme una patanada. Ya nada puede decir uno.
O, nos vamos al otro extremo, utilizando un lenguaje tan blando que parece mosh sin sal.
La belleza del lenguaje es que sirve para comunicar más allá de cosas básicas. Tenemos como humanos la singular habilidad de conectar sentimientos a palabras, cada uno haciendo una mezcla propia entre las experiencias vividas alrededor de lo que representa el concepto y lo que comúnmente significa.
Por eso es cierto que no somos del todo responsables del sentimiento que podamos provocar con lo que decimos, pero tampoco nos podemos hacer las momias de lo que queremos decir según el lenguaje común. Decirle «imbécil» al vecino significa lo mismo para todos, además de las atribuciones propias que le pueda dar el fulano (quién sabe si así le decían de cariño en su casa, de todo hay en la viña del Señor).
Sólo podemos asegurarnos de estar comunicando exactamente lo que queremos decir, en los términos más claros y comunes para todos y hacernos responsables del resultado de esa comunicación. O sea que si yo te quiero ofender, me voy a tomar la molestia de hacértelo saber. Si lo hago por equivocación, me gustaría saber por qué y tal vez llegar a un entendimiento. Pero ni puedo hacerme la inocente de haber quebrado el vidrio con la pedrara tirada, ni responsable de la carita que se me atravesó voluntariamente en el trayectorio del proyectil.
Y si no me creen que hay personas que les gusta ofenderse, paséense por Tuiter.

El Soundtrack De Mi Vida

Tengo una excelente memoria para olvidarme de todo. Hay muchas cosas que recuerdo sólo de ver las fotografías. Partes enteras de mi vida que están bloqueadas, o que me salto en el recuento de mis años. La caña que pesca los momentos que quiero sacar a la luz, para mí, es la música.
La Navidad de mi infancia suena a los villancicos del himnario de mi abuela, que ahora es un documento venerable que sólo se saca cuatro domingos al año. Mi adolescencia angustiosa se mueve al ritmo de los gunners y alguna que otra de Bryan Adams. Les puedo dar el playlist entero del camino a la Antigua cuando volvimos a salir de novios. Under Pressure me sirvió para molestar a un muchachito en Nueva York. Frank Sinatra acompañó mis embarazos cuando «I´ve Got You Under My Skin» tomó un significado completamente diferente al original. Bailaba por toda la casa escuchando «Me Pongo Triste y Sentimental» con un canche que apenas puedo cargar ahora y bañaba a una pulguita amarilla y arrugada con «Just The Way You Are» (creo que es la única de Mars que me gusta).
Otras canciones entran furtivamente y me atacan. «Eres Tú» es un gancho al hígado que casi rompe el dique detrás del cuál guardo a mi mamá, porque todavía no sé si puedo navegar su recuerdo, o quedar ahogada de tristeza.
Creo que una vida llena de música tiene una dimensión adicional. Que mis hijos me pidan que les cante «sus» canciones de Alux crea un puente entre mi yo adolescente y su ellos niños y tal vez es más fácil que se entiendan.
Y tal vez, como encantador de serpientes que las saca de la canasta con una flauta, yo desenrosque mis recuerdos, una canción a la vez.

Tener y Demostrar

Una cosa es tener un busto de museo y otra estarlo enseñando. O peor, no tenerlo, finjirlo y querer aparentarlo. Las demostraciones públicas de afecto demasiado efusivas me dan un tipo especial de alergia: o son genuinas y entonces mejor se van al Primavera Suites (o al OVNI, no he tenido el gusto de visitar ese venerable establecimiento, entonces no tengo punto de comparación), o no lo son, entonces para qué están manoseándose en público.
Entiendo que es cuestión de gustos personales y que no me debería importar, pero como aquí desahogo el enredo de mis pensamientos, ténganme paciencia. Tampoco me entra en la cabeza tener carros que no pueden pagar ni el repuesto, o salir a la calle a comer y sólo tener frijoles en la despensa. Ya viví así. De apariencias. Bien feliz, obvio.
La persona que encuentra una fuente de satisfacción interior, pocas veces va a proclamar a los cuatro vientos las cosas que posee. Le es indiferente si se nota o no. Quiere compartirlo, no demostrarlo.
Como vivimos ahora, es difícil llegar a tener este «zen», porque las cosas externas brillan muy bonito y dan ganas. Pero así como se puede uno reeducar a encontrar satisfacción en una manzana y no querer una dona, también así debería uno poder no desear el último grito de la moda, el carro más lujoso que el del vecino, la mejor foto de familia para subir al FB.
No sé ni siquiera si eso sea realmente lo que quiero hacer. Sobre todo porque pienso en términos de «sacrificio», «abandono», «renuncia», todo negativo. Habría que cambiar el lenguaje y decirse cosas como «libertad», «transformación», «trascendencia». Ush. Me da vértigo sólo de pensar subirme a esa montaña.
Quedémonos con no andar sacando por allí el escote.

Lo Anormal de lo Común

Todas las cosas tienen un propósito ostensible, que determina la normalidad de su utilización. O sea, un desatornillador sirve para lo que dice su nombre, no para limpiarse los dientes, por ejemplo. Lo normal es que el tráfico se detenga cuando el semáforo da luz roja y avance cuando da verde. Lamentablemente, lo normal no siempre conjuga con lo común y por eso uno se queda esperando un par de segundos después que tiene la lucesota verde para ver si no viene un energúmeno que se le ocurrió que el rojo, o no le aplicaba, o que todavía pasaba «raspadito». Lo normal es que si uno tiene hijos y sale a caminar con el carruaje, sea la nana la que lo empuje y no que comunmente se lleve a una empleada al lado, empujando el cochecito del neneco. Lo normal es que a uno le guste estar con la persona con la que se casó y no llamarla «la bruja de mi mujer» de forma habitual.
Ahora, cuando entramos en las preguntas filosóficas de un niño de 7 años, la cosa se complica un poco. «Mama, ¿por qué las mujeres se pintan y los hombres no?» Allí no se puede hablar de normalidad per se, pues esas reglas sociales las dicta eso, la sociedad en la que vivimos. Y nada es tan mal visto en la sociedad como salirse de la normalidad artificial que «debemos» tener.
Ese arte entre navegar entre el fluido del ámbito en que nos movemos y salirnos de la corriente para encontrarnos a nosotros mismos es algo que pocos logran. Los que se salen de lo común y viven una normalidad propia, no son necesariamente las personas más felices de la historia, pero sí son las que más la han impactado.
Las mejores decisiones de mi vida las he tomado fuera del contexto de lo que es «común» hacer, pero que me han parecido normales. Creo que es normal sentarse con el fulano con el que uno sale y preguntarle a dónde quiere llegar. Me parece normal que un niño tenga un horario, de lunes a domingo. Estoy segura que es normal estar profundamente enamorada de mi esposo.
Igual, seguiré esperando un momento para avanzar en mi carro, no sea que me pase llevando un común.

Cumplir de Más

«Yo no cocino, ni limpio y tengo mal carácter.» Frase célebre que utilizaba frecuentemente cuando tenía 18 años a modo de promoción/advertencia a los candidatos. Obvio, no eran muchos. También tenía la filosofía de no maquillarme seguido, para no espantar al que fuera a despertarse al lado mío. Conozco a una señora guapísima que se pone la cara antes de dormir, se levanta de madrugada para bañarse y pintarse, de forma que el marido jamás la ha visto sin repello. Eh… Mejor no.
Cuando llegamos a algún lugar que nos han recomendado hasta por los cielos y que se promociona como la octava maravilla, tenemos expectativas altas y éstas a veces son difíciles de cumplir. Pero si en vez de recibir promesas extravagantes, simplemente obtenemos resultados eficientes, nos sentimos más satisfechos que encontrar un billete en la bolsa del pantalón.
¿En cuántas ocasiones nos han ofrecido bajarnos la luna y las estrellas? ¿O ser un Cassanova y luego ni siquiera pueden quitarnos el bra con una mano? ¿O cómo hemos quedado nosotros mismos cortos de lo que hemos prometido?
No se trata de ir por la vida sin entusiasmo, pero es mejor guardarse un poco para el «delivery».
Sigo sin maquillarme todos los días, pero me tatué el delineado de los ojos. Ya cocino rico y me encanta mantener mi espacio limpio… mi marido se siente dichoso con dos de tres.

20 de 1,700

Este año, al igual que el anterior, me tomé fotos para regalarlas al marido del día del cariño. Con fotógrafo profesional y maquillista, porque no soy la preferida de la cámara. La vez pasada pudimos escoger sólo 10 del montón que quedaron en el olvido. Ahora por lo menos salieron 20. Son momentos perfectos robados de la realidad en los que veo una mujer que a veces soy. Lindo poder dejar ese recuerdo, como la colección de fotos de cuando tenía veinte años, las de bebé redonda, la niña abrazando a su papá.
Ahora con la facilidad de tomar y ver inmediatamente en un teléfono lo que se quiere captar, tenemos una orgía de imágenes a nuestra disposición y no nos dan la sorpresa en la caseta Kodak. Así, puedo enseñarles sus berrinches a mis hijos, que tienen sucia la cara y la parte de atrás de la camisa (aún no sé cómo), el pelo de loca, todas las realidades comunes, que no son precisamente enmarcables.
Recientemente circuló una foto de Cindy Crawford, quien a sus casi 49 años, dos matrimonios y dos hijos después, está como tiene que estar. Es tan sorprendente ver a una modelo sin retoques, que se nos olvida que no es el espejo el que nos da una imagen inexistente, sino la publicidad.
La vida no es como las fotos, escogida y perfecta. Para eso está el Facebook. Está bien que atesoremos los mejores momentos, pero prefiero pensar que a mi esposo le gusto en un día normal, en mi usual facha y no sólo en esas 20 imágenes. Salieron preciosas, eso sí. Y no, no se las voy a enseñar.

La Belleza es Objetiva

Por lo menos eso dice mi marido. Y tiene un razonamiento bastante interesante: si siempre existe alguien a quien le puede parecer bonito algo, entonces resulta que todo siempre es bonito y que sólo depende de la percepción. En realidad, el mundo es neutro. Una mezcla de ondas de luz, sonido, partículas, que nuestro cerebro convierte en sensaciones. La física cuántica argumenta que estamos compuestos de cosas que no están allí.
Es como la moda. No siendo la persona más arreglada sobre la tierra, pocas veces me disparo una crítica contra las fachas de alguien más. Pero hay algunas personas que tienen un sentido carnavalezco de la ropa y que salen a la calle con valentía. Y se sienten bien. De nuevo, es su percepción.
¿Y por qué no? La deformación que tiene nuestro cerebro hacia lo negativo viene de la época en la que teníamos que encontrar al tigre entre las sombras. Mejor ser pesimista y equivocarse, a salir despreocupados y servir de garnacha. Tal vez ya es hora de fijarnos en las cosas buenas y esperar lo mejor (salvo en el tráfico, por favor no lleven el vidrio abajo). Todas nuestras neuronas se pueden reconfigurar hacia la felicidad. ¿Y quién no preferiría ser más feliz?
Objetivamente, el mundo está lleno de cosas agradables. Hasta los disfraces, digo, la ropa que portan algunos con orgullo, tienen su encanto. Sólo hay que cambiar la percepción.

Lo Que No Se Espera

El declive de mi mamá fue un proceso largo. Sufrió un derrame cerebral y pasó en mayor o menor grado de invalidez durante año y medio. En ese tiempo vi a una mujer desconocida ocupar el lugar de mi mamá. El daño fue tan cruel que no afectó ni su memoria, ni su capacidad de raciocinio. Simplemente la convirtió en una adolescente berrinchuda, sin filtros y difícil de cuidar. Después de haber sido la más considerada, la más dulce, esperaba el momento justo para morderme cuando le lavaba los dientes. El doctor me lo dijo muy bien: «no se lo tome personal. Ya no es su mamá.» Murió inesperadamente, pues nunca estuvo enferma. Pero no me tomó desprevenida. Aún así, no hay forma para estar listo.
El viejo dicho de «No es lo mismo verla venir que bailar con ella,» es tan cierto, que no sirve para nada. Se pueden leer todos los libros acerca de la maternidad que hay en el mundo y olvidarse de lavarle el ombligo al bebé (no voy a decir a quién me pasó). Hay muchas más cosas en la vida para las que es imposible prepararse, pues pocas cosas son seguras.
Prefiero mantener la ilusión de adelantarme a los hechos. De tener una noción del futuro. Entiendo que es una simple ilusión. He visto que las personas parecen más felices cuando se dejan llevar un poco por el presente, sin planificar mucho su futuro.
Con esto, como en mucho, no sé. Tal vez lo mejor sea una combinación de planificación detallada, con espacio para la espontaneidad.

Tu Burbuja y la Mía

Grande, pequeña, opaca, transparente, incluyente, frágil, de cualquier forma que sea, pero todos vivimos dentro de una burbuja. La que nos construyeron nuestros padres, profesores, profesiones, preferencias, religiones, relaciones, experiencias. La que percibimos, o que de todos modos nos envuelve y negamos. No importa. Siempre está allí.
Cuando crecemos y tomamos conciencia de su existencia, si queremos experimentar el mundo de forma más amplia, decidimos expander la burbuja. Cuando fijamos nuestros valores y lo que más nos importa, reforzamos sus fronteras.
La frase «Así hacemos las cosas en esta casa» es la primera frontera de la burbuja. Cada familia tiene su propia base. Los niños en mi casa están dormidos antes de las 7pm, de lunes a domingo. Escogimos un colegio en donde tuvieran tres idiomas, para darles amplitud del mundo. Tenemos la esperanza que, con su propio esfuerzo, se puedan ir a estudiar fuera. Bien, o mal, ésa es la burbuja dentro de la que metemos a las personas que tenemos a nuestro cargo. Somos bien extraños.
Ayer mi hijo me preguntaba si había alguien en mi vida que me molestara. Pude contestarle que no, porque verdaderamente sólo me relaciono dentro de mi burbuja con gente que me aporta más cosas positivas que chingaderas. Así podo mi tl, doy blocks y ufs sin remordimiento, dejo de contestar llamadas y evito inmiscuirme en situaciones desagradables.
Lamentablemente para mis hijos, el mundo a su edad está lleno de gente que no respeta las burbujas que cada uno tiene. Ya aprenderán a defenderse.
Por el momento, se me está terminando el tiempo de pintarles sus burbujas de colores y debo aprovecharlo.