Mi mamá quería que yo aprendiera a tocar un instrumento, a pintar en acuarela, a montar a caballo y a jugar tenis. Pregúntenme cuáles de esas cosas sigo haciendo. He escuchado muchas veces el «yo siempre quise hacer x o y cosa y por eso me he sacrificado para que tú lo puedas hacer.» Aprendí a comer según un horario, porque mi mamá comía a deshoras. Crecí con pavor a engordarme, porque mi mamá tuvo problemas de sobrepeso toda su vida. El lema «todos los hombres son coches» lo escuché desde muy pequeña.
Claro que es imposible no moldear a los niños que uno tiene. Al final del día, para eso es un padre, para formar personas de bien, según los propios criterios. También, la transmisión de la experiencia previa propia es una de las mejores herencias. Los que tenemos la fortuna de convivir con nuestros hijos y encarrilarlos por donde creemos que deben ir, no podemos dejar de imprimir en ellos nuestro sello, así como tienen nuestras facciones, o imitan nuestros gestos.
Se vuelve complicado cuando resultamos queriendo vivir vidas ajenas a las nuestras. Mi hijo es una persona aparte de mí, con preferencias distintas y sueños en los que vamos a variar. No es una extensión mía y me lo tengo que recordar cada día. Peor con la niña. Hay un esfuerzo necesario en conocer a los hijos como seres humanos en sí mismos y no dar por sentado que van a hacer todo lo que les digamos.
Liberar de esa carga no sólo es para ellos, es para mí también. No necesito depender de uno de mis hijos para obtener lo que siempre quise. Yo lo puedo hacer por mí misma. Y ellos están libres de vivir sus propias vidas.