El día más bonito

Es un miércoles cualquiera y yo estoy sin parar desde las 4am. Hasta tiempo de asolearme me dio, entre todo el corre-corre, con almuerzo y lavar ropa incluidos. Cada minuto cuenta, quiero que la vida no me diga que dejé de usar el tiempo que era mío. Todos los días me paso en cosas y he aprendido a que no hacer nada también es algo. Tal vez mis ocupaciones no sean trascendentales, ni esté preparándome para dejar huella permanente de mi existencia. Pero sí quiero que cada día termine como parece hacerlo hoy: lleno.

Hay días objetivamente más lindos que un miércoles cualquiera. Pero el reto es que los mejores sean los normales. Que la línea normal sea alta. Y que la satisfacción sea constante. Con lo que hay. Porque es lo que hay.

Mañana, que es jueves, habrá otra montaña de cosas qué hacer. Y eso también debe ser bonito.

Nada es suficiente

Yo no quiero más. Lo quiero todo. Y lo tengo, pero no todo el tiempo. Porque es como comer la hamburguesa y las papas con cerveza. No cabe todo junto en la boca al mismo tiempo y, aunque así fuera, no sé si me gustaría.

Por otro lado, siempre quiero algo que no tengo, así voy de antojo en antojo y, menos mal, no me doy todos. Se salta de experiencia en experiencia, aunque sean repetidas. Lo que hay que aceptar es que no todos los bocados son agradables y la vida lo obliga a uno a comerse lo que le sirve y no retira el plato hasta que uno se lo acaba. O se lo vuelve a poner a uno enfrente. Una y otra vez.

Siempre voy a quererlo todo. Y espero aprender a que me sea suficiente lo que tengo enfrente.

Aprender de nuevo

Mi mamá hacía la mejor magdalena del mundo mundial. Pero no me gustaba. Sólo esperaba que la hiciera para poder quedarme con las paletas llenas de masa. Claro que ella me dejaba suficiente en el trasto, hasta más que eso. Creo que he hecho esa receta una vez. Y no le di masa a mi hija.

Es más difícil aprender algo que uno ya sabe a comenzar de cero. Tener mente de principiante permite abrirse a recibir todo. Por primera vez. Y construir un edificio con los pedazos de conocimiento que uno va adquiriendo. Pasa el tiempo y uno ya puede decir que uno “sabe” algo. Si ya hay tanto hecho de cierta forma. Como la maternidad. Uno tiene contra qué comparar la propia, si ya tuvo mamá. Allí está el plano de cómo hacer lo bueno y cómo tratar de evitar lo malo. Lo jodido es este impase en el que estoy porque no me había dado cuenta que me duele no poder compartir con mi hija las cosas bonitas que hice con mi mamá. Y esa falta de base me ha desconcertado los últimos dos años. Tengo que aprender de nuevo a hacer algo que según yo ya sabía hacer y pobre la niña porque es con ella con quien ensayo.

Al menos ya dejé de tenerle cariñito a una idea que no está funcionando. Ahora es cuestión de encontrar lo que sí lo haga.

Nada es personal

El mal humor de los demás, sobre todo cuando es de gente cercana, afecta. Es difícil no preguntarse uno en dónde es que uno estuvo mal. Y buscando se encuentra. Siempre hay algo qué mejorar.

He vivido con gente malhumorada que siempre encuentra cómo justificar sus desplantes. Es culpa del otro. Me incluyo, porque yo también quiero que haya razones externas para mis pucheros. Cuando, en realidad, todo lo que sucede de piel afuera bien puede no afectarme. No digo que uno sea una babosa sin espina dorsal. Pero es muy distinto no aceptar algo dañino a enojarse sin control sólo porque no hay el helado que uno quiere. Joder, para eso puede uno irse a comprar uno. De vainilla.

Lo cierto es que muy pocas veces lo que hacen los demás tiene qué ver directamente con uno. Primero es con ellos mismos. Y, por eso, nada es esencialmente personal. Salvo que uno quiera.

La noche

Nada bueno pasa

después de la hora de dormir

se acumula el sueño

detrás de párpados abiertos

se derraman suspiros en la almohada

y navegan las ganas por el suelo.

Si no se duerme de noche

los días brillan demasiado

entre una niebla iluminada.

Recuerdo querer no dormir nunca

pasar las noches fuera de mi cama,

que era mi mundo nocturno

exiliada de lo permitido.

Pero sólo puedo escapar de verdad

cuando dejo de ser yo

y mi vida se desvanece,

de noche, en un sueño.

Con el formato equivocado

Llenar un formulario, a veces, requiere de cierto arte psíquico. Porque algunas preguntas están hechas más como enigmas y hay que entender la intención detrás. Cuestión de espacio. Y de conocimiento previo no compartido: todo eso que uno sabe y que no explica porque cree que no hay necesidad.

Esa presunción de partir desde un sitio común es muchas veces la fuente de muchas confusiones. Los que escribimos padecemos de esto en aún mayor medida o, al menos, se nos nota más. Porque contamos una historia que ya conocemos y omitimos detalles que nos parecen obvios.

Por otro lado, tampoco hay que remachar en hechos que todos saben, porque el agua moja en todas partes. Pero creo que prefiero repetirlo a no dejar claro lo que quiero decir. Y, definitivamente, he aprendido a preguntar exactamente qué es lo que quieren saber. Porque pocas cosas son tan inútiles como llenar un formato contestando cosas que no están preguntando.

Las cosas siguen igual

Cuando todo está peor es porque las cosas siguen igual. Uno rasca el mismo lugar, una y otra vez, hasta que el piquete es un cráter. La basura no se saca, los platos siguen sucios, la cama sin hacer. Todo se acumula, porque se repite. Hasta que las cosas se derrumban y queda el recuerdo de algo que funcionaba.

Igual pasa con lo que no se dice. Las palabras se enquistan dentro del alma si uno no las saca a tiempo. Sólo porque no se afrontan los problemas, éstos no desaparecen. Al contrario.

La manera más aburrida de morir es no hacer nada. No es que haya forma de evitar la muerte. Pero sí de hacerla al menos más variada.

Una de las claves de mantener activo el cerebro es darle novedad. Tal vez no nos cure de todo. Pero yo no quiero morir aplastada por las cosas que ni siquiera intenté cambiar.

Necesito vacaciones

Supongo que yo, y todos. Porque lo que realmente necesito es un momento de descanso de mi vida, como me la estoy imaginando ahora. Nunca pensé que tuviera que hacerle homeschooling a mis hijos y, verdaderamente no soy nada buena para ello. Tampoco ellos. Tampoco el sistema de homeschooling. O sea, nada. Y vamos tratando de sobrellevar lo inevitable del paso del tiempo, con todo lo que eso se les viene encima a los niños, porque se supone que no vamos a dejar que se queden ignorantes como animalito del campo. (Aunque, con lo felices que se miran algunos animalito, a veces me lo cuestiono seriamente.)

Quiero vacaciones de un momento. Escapar de lo que hago, pero llevarme a los míos. Porque no es de mi vida de lo que necesito irme, es de las circunstancias actuales que nos han llevado hasta aquí. No estamos hechos para este convivir sin descanso, sobre todo los engendros.

Pero… como no hay alternativa a la vista, lo que tengo que hacer es hacerle. Tal vez las vacaciones vengan después.

Desarrollar el no

El niño antes comía hasta caracoles. El gusto amplio y sin cuestionamientos. Lo que le pusiera enfrente, se iba. Pero… de hace un tiempo para acá, todo le sabe “raro”.

Gran parte de lo divertido de crecer es conocerse uno a través de los gustos. Y nada define mejor eso que lo que a uno no le gusta. Porque los límites nos definen. Así aprendemos a vestirnos, a encontrar música, a ver películas. A llenarnos de todos esos adornos de personalidad que nos hacen interesantes. Y, mientras mejor entendemos cómo llevarnos bien con nosotros mismos, más disfrutamos. Pero… hay un peligro en quedarse sólo dentro de la frontera que pusimos alguna vez. Porque estamos cambiando todo el tiempo y, si no nos atrevemos a volver a probar las cosas, nos corremos el riesgo de perdernos de algo que pueda gustarnos.

Al niño le hago probar todo. Siempre. Aunque no le guste. A veces tengo suerte.

El doblez

Enséñame la línea

que marca dónde te doblas

el lugar donde te agachas

hacia dónde se tuerce tu boca

la dirección de tu mirada

las señales que se quedan en el cuerpo.

Tal vez, entre tantas,

encuentre los besos que te he dado.