¿Te das cuenta?

¿Viste, Corazón, hasta dónde hemos llegado?

Tu persistencia y mi ignorancia

nos han traído a lugares

que nunca encontramos en un mapa.

Estamos al fondo de un océano, Corazón

y tú sigues insistiendo

en palpitar, qué necio, necio,

y yo casi ni respiro.

¿Te diste cuenta?

Ahora sólo podemos continuar.

El barco es igual, pero no es el mismo

Recuerdo hasta en qué mesa estábamos sentados cuando usamos la parte de atrás de un mantel de papel y diseñamos nuestro futuro. Tres hijos, carreras brillantes, viajes, padres bien cuidados, iluminación para esquivar todos los obstáculos. Nos imaginamos un futuro como una piscina con el agua limpia y sin movimiento. Iríamos de una parte a la otra, sin fallar y sin cansarnos. Todavía me río.

Quince años más tarde, dos hijos, no tres, carreras complicadas, mi falta de padres y una serie de complicaciones que fueron imposibles de ver antes de tenerlas enfrente, necesito sentarme a reconocer todo el camino que hemos recorrido. La vida nos ha regalado tormentas, monstruos, sol, nubes, viento, calma. Hemos encallado. Perdido más de un mástil. Pensado abandonar la nave luego de quemarla. Te he visto ahogarte al lado del barco, sin ver la mano que te tendía. He sentido que me hundo por completo sin esperanza de salir a la superficie.

Y seguimos, porque hemos cambiado todas las partes de la embarcación que lo han necesitado. Ya no es la misma en la que nos subimos al principio. Pero es igual. Porque, con certeza, de lo que dibujamos en ese papelito, está el faro hacia el que nos hemos dirigido, aún cuando hemos tomado otra dirección creyendo que enderezamos el curso.

Gracias por no dejarme irme. Gracias por regresar. Gracias por mis hijos, nuestros cafés de la mañana, las series de los viernes temprano y los vinos por la noche. Gracias por la constancia. Gracias, porque, aún hoy, te puedo dar las gracias.

¡Feliz Aniversario!

La verdadera libertad

Entre las cosas extrañas que me pongo a escuchar están los podcasts de neurociencia. Es fascinante que se pueda tratar de descifrar la mente con imágenes. Sobre todo entendiendo cómo se conecta el cerebro y hay comunicación en un órgano que, básicamente, vive dentro de una cámara oscura. El mundo como lo percibimos es un simple constructor de nuestra mente que interpreta los impulsos de sus sentidos. No hay más. Ni siquiera sabemos si es cierto todo lo que llegamos a «entender».

Dentro de todo eso, lo más aterrador/liberador, está el hecho de admitir que no existe tal cosa como la verdadera objetividad, porque siempre sólo podremos tener un punto de vista: el nuestro. Pero allí está la gracia del entendimiento: que tenemos la libertad de cambiar, simplemente con el cambio de nuestra forma de pensar acerca de las cosas. Un mismo acontecimiento se puede ver desde varios puntos de vista y no todos nos ayudan. Encontrar la forma de liberarnos del peso del pasado, para poder acceder a mejores experiencias en el futuro, es el verdadero ejercicio positivo de la voluntad.

Hay mucho qué hacer y no es automático. Ojalá así fuera. Y hay muchos elementos químicos que también interfieren con la simple conducta. Pero se pueden identificar y hasta arreglar. Qué alivio saber que la verdadera libertad está en nuestra cabeza y que allí, sólo tenemos llave nosotros.

Siempre nos podemos equivocar

Hay una línea que separa la confianza en uno mismo y el autoengaño. Cruzarla es peligroso, para ejemplo, los motoristas en Guatemala. Seguro se creen invencibles. También es cierto que, gracias a eso, hemos logrado escalar montañas imposibles como especie. Habría qué preguntarse la utilidad de esas hazañas, pero eso es otro tema.

Lo cierto es que uno tiene que tenerse confianza, aventarse, lograr cosas. Y saber que muchas veces se va a quedar corto de la meta. Por mucho. El empeño no debe depender del resultado, porque nos equivocamos tanto, que si esperáramos tenerlo todo bien, no haríamos nada.

Siempre nos podemos equivocar. Hasta que ya no lo hagamos. Todo lo que sucede en medio es lo que pasa cuando se vive.

Recoger los pedazos

La vida se puede pasar protegida, con el corazón intacto, la piel sin arrugas y todo bien abotonado. Bonito cadáver. No sirve de mucho.

O se puede sentir. Tomar decisiones radicales, subirse a la ola del sentimiento, conocer a qué sabe. Voy por más de la mitad de mi vida y sé que me he roto muchas veces, que no estoy completa, que me hacen falta piezas. He dejado el corazón regado y probablemente me quede con poco al final.

Ha valido la pena. No todos los trozos están bien cuidados y eso ya no es culpa mía. No voy a regresar por ellos. Puedo funcionar incompleta. Seguro tengo más arrugas de las que debería. Pero he usado todas las emociones a mi alcance. Y está bien así.

Doblé una garza

Doblé una garza, la misma

tantas veces, idénticas las esquinas

distintas todas, nada nunca es igual.

Doblé una garza, mil veces

mis dedos conocen la forma

del papel transformado

en veintiséis movimientos.

Doblé una garza, era un cuadrado

ahora son muchas aves

y aun deshaciendo el doblez

no podría quitar las marcas.

Doblé una garza, vuelan mil colgadas

a mí también me doblo

he hecho tantas marcas

y en todas puedo volar.

Balances precarios

De pequeña me encantaban los sube-y-baja. Hay algo más que divertido en ese ir y venir de abajo a arriba. Un ritmo que parece mezcla entre saltar y volar.

Hay un instante en que se está a la misma altura que el otro. Tan pequeño que se esfuma. Ese balance precario que buscamos en nuestras vidas y que logramos fijar en nuestra consciencia a la vez que lo perdemos. Es una cosa de estar en constante movimiento y ajuste. Claro que lograríamos menos inestabilidad si nos situamos en el centro, no en los extremos. Pero no hay nada de diversión allí. Para eso, mejor no jugar.

Habrá siempre cosas qué mejorar y nunca lograremos la total estabilidad. Pero también es bello sentir el viento con cada subida y bajada y poder tomar impulso del suelo para volver a elevarnos. Si, total, no vamos a poder jugar para siempre.

El sueño que no se logra

He pasado varias noches sin dormir. La condición de la niña propicia desvelos, ya sea por mal funcionamiento de algún componente de la máquina o por descuido de no revisar cómo está antes de dormir. Y los ruidos externos. Y el calor. Y que me ha costado relajarme.

Pareciera que ser adulto es estar cansado. No recuerdo haber sentido cansancio nunca de niña. Siempre quise quedarme despierta toda la noche y ahora que nadie me manda a acostarme, quisiera hacerlo todo un día. Esa dicotomía entre querer y poder y no hacer las cosas cuando ambas coinciden, muchas veces impulsa nuestra vida. Y qué tontera.

Aunque no soy partidaria de una filosofía de vida que aliente a hacer cualquier cosa porque sólo se vive una vez, sí estoy convencida que las cosas que se hacen con intención hay que hacerlas como si fuera la última vez que se hacen. La actitud que desmerece como indiferente cualquier momento de la vida es tan dañina como la que se preocupa por cada detalle. Hay que estar. En todo. Cuesta en estos momentos de distracciones, pero es más importante que nunca.

Trato de hacerlo, porque me doy cuenta de lo que me pierdo. Es una lucha constante. Y sigo cansada. Espero hoy poder dormir.

En tus tiempos

Hay tantas cosas que se pueden mejorar de cómo nos conducimos. Lo malo es que muchas veces no lo hacemos porque queremos regresar a un estado idílico anterior. Como ir al paraíso perdido. Cuando, probablemente, en ese lugar del recuerdo había mosquitos, no se conseguía tocino y abundaban las alimañas.

Todo tiempo pasado sólo parece haber sido mejor. Porque cada vez que sacamos el recuerdo, lo cambiamos a lo que queremos. Eso es sumamente valioso para nuestra integración de personalidad, podemos convertir un pasado traumático en algo positivo. Pero si sólo nos pasamos queriendo regresar a algo que seguro no existió, nunca podremos hacer lo que viene. Y lo que viene. Y lo que viene.

Tal vez el próximo tatuaje que pida diga: hay que hacer lo que se puede, con lo que se tiene. Una forma más elegante de decir: es lo que hay. Y no estar buscando regresar al pasado, porque no quiero que me muerda una serpiente.

Nadar para no ahogarme

Nado sin prisas, el agua está tibia. Olvido todo menos el ritmo de brazadas que me obliga a respirar con propósito. Nunca le ponemos atención al aire que inhalamos, hasta que nos tiene que sostener. Alguna vez he buceado y el arte de respirar debajo del agua sorprende. Parece truco de magia.

A cada vuelta que me impulsa al otro lado, vuelvo a sentir que floto. Hay algo de volar en ese movimiento y, mientras estoy allí, sumergida, no peso. Todo se queda en la orilla y sólo quedamos el aire y yo.

Poder abstraerse un momento del constante murmullo de nuestras cabezas nos centra. Ubicamos lo inmediato, que es lo único que verdaderamente existe. No tenemos que imaginar el futuro ni recordar el pasado. Estamos. Y eso basta. Como respirar. Vale la pena estar nadando para recordarlo.