Puedes nadar, pero no escapar

Estaba nadando en el lago el sábado. El agua está muy lejos de ser transparente y estoy segura que me tragué un par de renacuajos. ¿Será que tomar toda esa cosa verde cuenta como un shot de clorofila? Imposible estar calmada en una situación así, por mucho que mi elemento de ejercicio favorito sea el agua. En una piscina, la ingravidez me sirve para salirme de mí misma. En un lugar con algo de oleaje, tengo que estar completamente presente, por mucho que no exista (espero) un monstruo que me quiera llevar al fondo para tenerme de mascota.

Nos vamos a otras partes para meditar acerca de lo que hacemos todos los días. Las famosas vacaciones que sirven para regresar a la vida real. Pero lo cierto es que la vida real es la que nos debería de dar la paz para ser nosotros, ser el refugio de lo malo. En el peor momento se nos olvida que necesitamos un descanso de nosotros mismos y que eso es sólo posible con esfuerzo, no con un escape. Porque nos sustraemos de lo que siempre hacemos, pero no de lo que llevamos con nosotros y que es eso lo que nos agrede. 

El enemigo, el que nos quita la felicidad, es el sádico que escondemos en la mente, el que tiene la voz que nos hace de menos, el que nos encuentra los defectos al espejo, el que nos recuerda todas las carencias con las que crecimos y por qué nadie nos quiere ni nos va a querer jamás. A ése hay que destruir. Y no huyendo de nuestro ambiente. Enfrentándolo y cambiándolo. 

No me llevó ningún monstruo, aunque sí me enredé en la alguita esa que da asco y pánico cuando lo roza a uno. Nada tan malo como las ahogadas que me doy solita en mi propia mente. 

Actos presenciales

Hay momentos que suceden

aunque no haya nadie para verlos

el universo estallando

un pez al fondo del mar

el pájaro que saluda la mañana

la muerte de un animal.

La vida no necesita de testigos

para transcurrir

pasa aunque no la veamos

es a nosotros a quienes presenciarla nos transforma.

Buen viaje Mina.

Muchos puntos juntos

Los cuadros impresionistas no se pueden ver de cerca. Mejor dicho, no sirve verlos de cerca. Están como pixelados, la imagen es borrosa, las personas no tienen facciones definidas. Pero basta con alejarse unos pasos y todo el conjunto cobra sentido. De puntos salen parasoles, de pincelazos salen personas, de brochazos salen b… (me quedé sin palabra para lo que sale, pero algo sale).

Es igual que tener la capacidad para unir varios puntos en principio inconexos. Es uno de los rasgos de la genialidad el poder traer de un campo de acción, soluciones a otro, el poder ver cómo cosas que no se tocan, se influencian y poder encontrar el camino que todo eso le da a lo que tiene enfrente. Hay una rama del periodismo que se dedica a encontrar esos puntos. En un estudio reciente leí cómo vinculaban el microondas a los matrimonios entre personas del mismo sexo.

Y para uno mismo. El darse la oportunidad de retroceder, alejarse y ver la imagen de forma más amplia, muchas veces nos deja unir todos esos puntos de nuestras vidas que aparentemente no se tocan, pero que forman parte del cuadro que nosotros estamos pintando mientras vivimos. Todo nos afecta. En todas partes. No podemos descuidar una parte para atender exclusivamente a otra. El chiste es que el cuadro entero quede bonito.

Lo que se sabe es porque se pregunta

Tuve la dicha de ir a ver a Juan Gabriel en concierto. Fabuloso, en casi todas las acepciones de esa palabra. Su famoso «lo que se ve, no se pregunta» es un lema de protección a la privacidad contra la curiosidad mal intencionada de personas a las que uno no debe darles ni la menor explicación. Un poco como lo que dan ganas de responder cuando extraños preguntan insistentemente por el significado de los tatuajes que uno lleva. Mis puntos en el brazo son frecuentemente objeto de interrogaciones que yo tengo pocas ganas de seguir.

Pero… hay cosas que no se saben si no se preguntan. Dentro de un círculo que uno hace grande o pequeño, el interés es parte de los ingredientes con los que se cocina la intimidad. Estar en una relación, de la índole que sea, implica estar consciente de que las personas cambian, los sentimientos fluctúan, los humores giran y que uno no puede decidir que, sólo porque está cercano a la otra persona, uno ya tiene poderes psíquicos y le lee los pensamientos.

Preguntar, acerca de cambios de expectativas, de estado de satisfacción, de gustos, ayuda a saber por dónde va el barquito y si no hay que ajustar el timón. Hasta hacerlo con uno es necesario. Tal vez lo que uno mira no se pregunta, como si el otro está enojado cuando el humo que le sale de las orejas podría servir de señal. Pero sí preocuparse del porqué.

Incorporar cosas nuevas

Hoy, el niño se queda a fut y viene más tarde. Es una actividad nueva que apenas hace unos meses metimos a la rutina. Implica que yo tengo que cambiar la información del bus para que me avise si ya viene cerca. Y no lo hago, porque se me olvida. Porque es una cosa más qué hacer entre el caminito de cosas que ya hago como en automático: sirvo el agua, la pongo a calentar, muelo el café, hago los huevos, preparo loncheras… Y así, les puedo describir mi día con la rutina.

Las cosas que repetimos nos sirven un poco de colchón de seguridad contra los cambios que sabemos que están sucediendo, aún en contra de nuestra mejor voluntad. Nos echamos cremas contra las arrugas que igual aparecen, como me dijeron amablemente mis hijos hace unos días. Mantener una rutina es pedalear hacia el destino más lejano que ya dispusimos alguna vez que queríamos. Pero hay un problema enorme en no darnos cuenta si los cambios nos cambian de dirección cuando no los incorporamos: podemos perder el rumbo.

Es bueno ser lo suficientemente enfocado en el final como para permitir la flexibilidad de los movimientos. Es parte de ser fuerte, eso de poder doblarse sin romperse. De adaptarse sin perderse. De cambiar sin desaparecer.

Hoy me olvidé, otra vez de hacer el cambio del bus. Pero no me olvido de salir a traerlo.

Cuando las cosas no sirven para lo que sirven

Hablar en redes sociales, con espacio limitado, con poco lugar para intercambio serio de ideas, con posicionamientos radicales, porque lo que escribimos es una pura condensación casi caricaturesca de lo que pensamos, es un ejercicio entre soltar pensamientos al aire, hablar con uno mismo y discutir con el mar. Yo creo que el intentar convencer a cualquiera que no piensa como uno en una red social como Tuiter, por ejemplo es inútil. Allí el lenguaje no sirve para comunicarse, sirve para sentirse como que uno ganó.

El lenguaje tiene como función primordial la comunicación y ésta sólo es posible cuando hay un entendimiento entre las partes que discuten. En el momento en que se cierran las mentes, se arruina el diálogo y podría simplemente hablar cada uno un idioma distinto que no entienden. Usar las palabras para otra cosa, como humillar, como insultar, como perderse en derroteros sin salida, sólo es uno de esos deportes masoquistas. ¿De qué me sirve hacer sentirse mal al otro si nunca logro que mire mi punto de vista?

Qué complicado para uno que cree que tiene la razón. Siempre. Lo vivo con mis hijos, a los que yo creo que les llevo una ventaja de vida inmensa y que, de todas formas, tengo que respetar en los momentos en que tienen opiniones distintas de la mía. O cuando estoy en una reunión con personas que piensan diferente y me tengo que aguantar las ganas de llevarles la contraria, por mucho que yo tenga la razón. Pues, por mucho que yo crea que tengo la razón.

Antes de empezar

Nuestras sombras bailaban

antes que nuestros cuerpos

como amantes que se esconden

y usan la luz sólo para poderse tocar.

Nosotros queríamos hacer lo mismo

pero quemábamos nuestra historia

aún no escrita

tirando papeles en blanco al fuego.

 

El recuerdo es mentira

El transcurso del tiempo en nuestras vidas es una cosa tan relativa como que tenemos que confiar que un minuto se viene detrás del siguiente y que lo que hemos vivido en realidad sucedió. Creo que uno de los descubrimientos que más me ha impactado últimamente es el que demuestra que cada vez que sacamos un recuerdo del lugar en donde lo guardamos, lo cambiamos, sutilmente. Así es como todo de lo que estamos hechos, las experiencias que nos han formado, no son como las recordamos. Seguro ni siquiera lo fueron en un principio, porque nunca tenemos una idea completamente certera de lo que sucede, carecemos de toda la totalidad absoluta (así, con redundancia) de la realidad.

Ver a una persona y pretender que sea la misma que guardamos en la memoria, todos los días, es querer vivir con una fotografía que no cambia. Imposible. Todos dejamos de ser los mismos. Siempre. El truco está en conocer todos los días a esa persona, aunque creamos que ya les sabemos hasta lo que ellos olvidaron. Hay magia en no dar por sentado a nadie. Existe la posibilidad de descubrimientos diarios, a veces tan sorprendentes como cuando comenzamos a encontrarnos. El cambio y la adaptación son los límites de nuestra supervivencia, como especie y como personas sociales.

Nada es como lo recordamos, porque todo cambia, hasta nuestros recuerdos.

Nada qué hacer

Tengo a la niña enferma. Dos días sin ir al colegio, que es lo que menos importa, pero ayuda a dar una medida de lo mal que se siente. Es un virus, pero sí nos preocupó porque le duele el estómago. Lo genial es que sigue con hambre. Pero me preocupé. Mucho. Porque no sé qué tiene y porque no sé qué hacerle. No se le puede hacer nada, más que estar con ella.

A veces las personas que queremos no están bien y no hay nada qué hacer para ellos. Sólo estar con ellas. Porque la gente, como los virus, tienen formas de remendarse solas y sólo necesitan compañía. Que uno los escuche. Que les haga un té de manzanilla y se siente con ellas a ver una película. El estar está subvalorado, pero es casi mágico.

Para el que acompaña, es un acto de presencia, pero sin hundirse. La gente que necesita consuelo puede hundirnos, la enfermedad se contagia, la tristeza se multiplica. Estar es sólo eso. No impregnarse. Así como me toca cuando tengo bichos enfermos. Les basta con que me quede un rato. Aunque sí hago las cosas que necesito. Es muy fácil caer en la trampa de perderse en las personas que nos necesitan. Allí no le servimos a nadie, menos a nosotros mismos.

Espero que mañana esté mejor la niña. Realmente es horrible verla mal.

Las carretas en el súper

Manejar un carro un poco más grande que el promedio ya de por sí es problemático en Guate. Sólo es rico porque las camionetas lo piensan un poco más antes de embestirlo a uno, pero los parqueos y los espacios y lo duro no es tan bonito. Me bajo del tanque en el que ando estos días y entro aliviada al súper… sólo para toparme con que está llenísimo y que salí de una atorazón a otra.

Dejar las carretas a medio pasillo, que no importe si hay alguien atrás mío, yo me paro donde quiero, cruzar sin revisar si viene alguien más… De verdad no entiendo en qué momento dejamos de estar conscientes que hay más gente a nuestro alrededor y sólo actuamos conforme a lo que nosotros queremos justo en ese momento. Si se supone que los humanos somos seres sociales, que estamos acostumbrados a sobrevivir en manada. Pareciera que hubiéramos evolucionado de animales solitarios, gigantes y todo poderosos que no necesitaban de nadie más.

Lo verdaderamente absurdo es que cada vez estamos más interconectados. La tecnología nos acerca virtualmente a cualquier persona en el mundo. Bien podemos ver cómo vive alguien en la China. Pero no terminamos de acoplarnos a navegar entre las necesidades de los demás, a la vez que satisfacemos las nuestras. Simplemente se nos olvida. Como la carreta atravesada de tal manera que no pasa nadie más.

Tendríamos que poder caber todos. Y yo no vuelvo a hacer súper tarde.