El tiempo en el carro

Estoy consciente que mi tiempo con el adolescente es limitado y va en disminución. Me encanta eso y me duele como tener roto el dedo pequeño del pie. O el corazón. Lo que duela más. Por eso agradezco cada momento que lo tengo para mí. Llevarlo a sus partidos, por ejemplo. El tráfico de la ciudad nos ayuda a que el recorrido sea largo.

Hay una magia especial en los espacios vacíos de tiempo que uno tiene que llenar platicando. Por eso es bueno instituir momentos sin celular. Es para obligarse a hablar porque los silencios son incómodos.

Hay un tráfico espantoso, pero qué bueno. Porque lo tengo para mí sola por lo menos una hora. Me quedan pocos.

Entre estar y fijarse

Uno realmente no puede vivir su vida en función de otra gente. No haría nada, porque no hay manera de quedar bien con todo el mundo. Pero sí tiene que saber que más de una persona se fija en lo que uno hace. Y es a las personas más cercanas a las que más les afectan nuestros actos.

Uno hereda actitudes de personas que no llega ni a conocer. Se llama epigenética y se hace de forma irreflexiva. Así, hasta creo que los gustos de comida se pasan de generación en generación. Tanto cuidado que hay que tener. Pero sólo si uno quiere. Porque, al final del día, hasta los hijos llegan al momento en que son responsables de su salud emocional.

Yo trato de vivir mi vida para mí. Eso implica cuidar de los míos, porque son parte de la misma. Todo lo demás, se arregla solo. O que le hagan ganas.

Planes

Ya tengo años que hago planes y pido que me los cancelen. No porque me caiga mal la persona, es simplemente porque le encuentro más felicidad quedarme en mi casa. Hasta que hablo con otro amigo y quedo de vernos, porque también me gusta ver gente.

Hay una etapa particular de la vida (en la que uno tiene ya más años, obvio) cuando estar en fachas en la casa tiene más atractivo que salir a ver qué hay. Uno ya sabe qué hay. Ya lo vio, ya comió… Pero eso es mentira, porque siempre hay cosas nuevas. Lo que se acaba es la curiosidad de verlas. Y allí es donde uno se envejece. En la pérdida de la curiosidad.

Me sigue pareciendo que, una tarde lluviosa como la de hoy, estar en mi casa le gana a casi cualquier cosa. Luego recuerdo que es alegre hablar con adultos y hago el esfuerzo por salir. Más de algo tiene el mundo nuevo y bonito que valga la pena explorarlo. Y a mí todavía no me ha alcanzado del todo la vejez.