Llueve.
No estoy en mi cama.
No estás tú.
Qué desperdicio.
Llueve.
No estoy en mi cama.
No estás tú.
Qué desperdicio.
Estoy consciente que mi tiempo con el adolescente es limitado y va en disminución. Me encanta eso y me duele como tener roto el dedo pequeño del pie. O el corazón. Lo que duela más. Por eso agradezco cada momento que lo tengo para mí. Llevarlo a sus partidos, por ejemplo. El tráfico de la ciudad nos ayuda a que el recorrido sea largo.
Hay una magia especial en los espacios vacíos de tiempo que uno tiene que llenar platicando. Por eso es bueno instituir momentos sin celular. Es para obligarse a hablar porque los silencios son incómodos.
Hay un tráfico espantoso, pero qué bueno. Porque lo tengo para mí sola por lo menos una hora. Me quedan pocos.
Uno realmente no puede vivir su vida en función de otra gente. No haría nada, porque no hay manera de quedar bien con todo el mundo. Pero sí tiene que saber que más de una persona se fija en lo que uno hace. Y es a las personas más cercanas a las que más les afectan nuestros actos.
Uno hereda actitudes de personas que no llega ni a conocer. Se llama epigenética y se hace de forma irreflexiva. Así, hasta creo que los gustos de comida se pasan de generación en generación. Tanto cuidado que hay que tener. Pero sólo si uno quiere. Porque, al final del día, hasta los hijos llegan al momento en que son responsables de su salud emocional.
Yo trato de vivir mi vida para mí. Eso implica cuidar de los míos, porque son parte de la misma. Todo lo demás, se arregla solo. O que le hagan ganas.
Ya tengo años que hago planes y pido que me los cancelen. No porque me caiga mal la persona, es simplemente porque le encuentro más felicidad quedarme en mi casa. Hasta que hablo con otro amigo y quedo de vernos, porque también me gusta ver gente.
Hay una etapa particular de la vida (en la que uno tiene ya más años, obvio) cuando estar en fachas en la casa tiene más atractivo que salir a ver qué hay. Uno ya sabe qué hay. Ya lo vio, ya comió… Pero eso es mentira, porque siempre hay cosas nuevas. Lo que se acaba es la curiosidad de verlas. Y allí es donde uno se envejece. En la pérdida de la curiosidad.
Me sigue pareciendo que, una tarde lluviosa como la de hoy, estar en mi casa le gana a casi cualquier cosa. Luego recuerdo que es alegre hablar con adultos y hago el esfuerzo por salir. Más de algo tiene el mundo nuevo y bonito que valga la pena explorarlo. Y a mí todavía no me ha alcanzado del todo la vejez.
Anoche cenamos con una sobrina que no tuvo relación con mi papá, su abuelo. Difícil juntar historias cuando no hay una en común. Y, montar la historias de una persona en particular es aún más complicado porque cada uno tiene una versión distinta.
Somos lo que hacemos. De nada importa lo que uno lleva adentro, si lo que saca es deficiente. La forma en que nos comportamos importa más que nuestras intenciones y la huella que dejamos es más valiosa que los buenos sentimientos. Es cierto que uno no vive para que los demás tengan una buena opinión de uno, pero son ellos los que van a contar nuestra historia cuando ya no estemos.
Me llama la atención escuchar lo que los demás saben de mi papá. Lo uno al rompecabezas que jamás voy a poder terminar. Es bonito ver cómo la imagen, más que clara, resulta más compleja, con más aristas. Así debe ser.
La luna está parcelada
los celajes son de tiempo compartido
todas las palabras ya están dichas
y otras personas han sentido lo mismo (yo también)
pero contigo
todo vuelve a ser nuevo.
Tengo a los dos niños enfermos en casa. No fueron al colegio. Obvio no me gusta que estén enfermos, pero me encanta que estén conmigo. Hay algo allí de posesión, tal vez (son míos, yo los hice), con la ansiedad que da que salgan al mundo, con que me gusta tenerlos cerca. Todo se combina para que yo haya pasado un día tranquilo. Porque no están enfermos graves, es un pinche catarro.
Desde que los seres humanos nos reproducimos, sacamos a nuestros hijos a que vivan sus vidas. Probablemente en nuestras comunidades preagricultoras, los núcleos familiares eran más cohesivos y pasábamos más tiempo juntos, aún de adultos. No había tal cosa como irse a estudiar fuera a los 18. Pero tampoco habían adultos viviendo con sus padres sin colaborar en casa. El bendito balance…
Yo quiero que mis hijos tengan vida propia. Para eso me estoy esforzando. Pero sí sé que, cuando se vayan, va a ser duro. Por eso me gozo los momentos juntos, aún cuando están enfermos.
Las vidas ejemplares sirven precisamente de eso: para darnos un ejemplo de cómo otro ser humano navegó por la existencia. Nos rodeamos de personas a las cuáles queremos imitar o evitar y hacemos leyendas de las que nos quedan lejos.
Últimamente hay una tendencia para poner todas las narrativas en grises y quitarle lo extraordinario a la gente especial. Concedo que hay luces y sombras dentro de todos, pero no funcionan como una ecuación diferencial en donde los valores de cada lado se anulan entre sí. Lo bueno y lo malo coexisten, sin quitarse el peso uno al otro.
Lo bueno de las historias es que uno escoge qué contar y qué aprender. Lo bueno de conocer la vida de otros es saber que hay formas de superar los problemas que nosotros tenemos, porque alguien más ya pudo. Todo lo demás es parte del paisaje.
Me gustan las cosas nuevas. Música, comida, gente, lugares. Pero hay pocas cosas como regresar a lo que a uno le gusta. Por eso agradezco tanto poder ver series viejas.
Cuando crecemos, nuestro cerebro va haciendo conexiones y los recuerdos de infancia son más fuertes, sobre todo porque los afianzamos con emociones también. Regresar a esos lugares nos devuelve lo que sentimos. Pasa especialmente con la comida.
Me gusta celebrar los momentos importantes de mis hijos con comida especial. Les hago una conexión a la que pueden regresar fácilmente cuando sean grandes y quieran volverse a sentir queridos. Y yo… miro series chileras de cuando era joven.
Me tocó revisar quinimil documentos en la compu y se llegó el momento más temido en mi vida: tuve que dar mi brazo a torcer y usar anteojos. Era demasiado cansado. Es la señal más inequívoca en mi vida de que los años ya me están pasando encima. Desgracia. Tal vez no me había visto las arrugas por falta de anteojos, ni voy a hacer la prueba de verme al espejo con ellos puestos.
Este proceso de crecer e ir en declive es interesante, por ponerle una palabra menos fea que «terrible». Porque todo se deteriora, por mucho que la acumulación de experiencia sea una ventaja. Pero no hay quite, es lo que nos tiene que pasar a todos.
No voy a negar que sentí un alivio con estas cochinadas. Y tampoco voy a aceptar usarlos todo el tiempo, puedo seguir leyendo lo normal sin anteojos y lo voy a alargar hasta donde de verdad ya no pueda. Es una de mis pocas necedades (mentira, tengo muchas) y pretendo continuar con ella. Para mientras, se quedarán guardados donde no me recuerden que los necesito.