La percepción de lo ajeno

Dejé de seguir cuentas de fotos de mujeres hace mucho. Antes lo hacía porque pensaba que sería bonito sacarme alguna igual. Luego me di cuenta que no soy igual y mejor allí lo dejé.

Todos tenemos percepciones del entorno. Curiosamente, creemos que lo que tienen los demás puede ser mejor que lo nuestro. Pregúntenle a cualquier mujer que se mira al espejo y encuentra el defecto, aunque sólo tenga uno. O a cualquier hombre que mide sus éxitos contra los del de al lado.

Jodido. Jodido eso de buscar nuestra satisfacción, la nuestra propia, en cosas fuera. Terminamos pensando que no somos suficientes.

Me pasa. Todo. El. Puto. Tiempo. Hoy, sobre todo, que tuve un diciembre de excesos de comida, ando con estorbos en el cuerpo que tenía varios meses de no sentir. Y, yo sé que es es ridículo, pero ya no quiero ni salir.

Se me olvida que la razón por la que estaba flaca a principios del 2017 era porque la angustia no me dejaba comer. Y que, en balance, tal vez sea más importante no querer morirme a caber en una talla 2.

Tonteras. Nos llenamos de tonteras.

Espero poder perderlas junto con las libras extra que sí me molestan.

 

Regresar, siempre

Iba a poner de título «La que es, vuelve», porque así me siento. Hace unos años, decidí, por cuestiones prácticas y de presupuesto, pasarme a libros digitales. Son una maravilla. Por supuesto. Regalé las ediciones menos afortunadas de mis libros favoritos (adiós Dumas en versión de a 5 pesos totalmente desvencijada) y comencé a buscar versiones hasta en pdf de los clásicos y no tan clásicos. Admito que así leí todo Harry Potter.

Pero… la que es, vuelve. Hace poco perdí el quicio en una feria de libros latinoamericana y regresé con una maleta reventada de papel. No es que sea purista y diga que sólo en papel se puede/debe leer. Es que hay una abstracción que se logra cuando se separa el mundo entre las páginas. El teléfono o la tablet tienen un componente de conexión con el mundo exterior que se cierra al abrir un libro de «verdad». Y qué bueno, sinceramente.

Seguiré comprando las novelistas tontas de a tres horas que entretienen en un rato de total ocio en la playa. Pero a mis amores de siempre, Dumas, Michener, Christie, Asimov y los nuevos favoritos, definitivamente los tengo que tener en mis libreras.

Porque, también tengo libreras nuevas y se miran muy tristes todas vacías.

Los días perdidos

Explicádole a mi hijo por qué está dividido el calendario en doce meses, siempre sobran 4 o 5 días que se quedaban como “perdidos”. Esos días entre cambios de año que parecían ser asiagos, de malos presagios, de apertura de puertas.

Estoy escribiendo esto con una cerveza al alcance, descalza y recién asoleada. Día perdido. Porque tengo a los niños a las vísperas de entrar al colegio, no he empezado mi rutina de ejercicios y tengo pendiente quitarme el alcohol un mes. (Un mes.)

Necesitamos un momento de ponernos de nuevo en cero. En todo sentido. Como si aguantáramos la rutina sólo un período extendido de tiempo y luego, un descanso. Sirve para darse cuenta qué nos gusta y qué no. Un momento en el camino. De alguna forma esa arbitrariedad en la división del tiempo nos ayuda.

Aún no he evaluado este año. No quiero. Pero sí estoy disfrutando de esta suspensión de pensar y preocuparse y evaluar. Estoy segura que aprendí muchísimo qué no hacer. Además de haber ganado lo único que nadie quiere: peso.

Todo eso ya lo arreglaré. O no. Lo cierto es que mi cerveza sabe rico y hay una brisa que me está obligando a ponerme un suéter.

Y está bien.

Improvisar

La improvisación no es mi modo favorito de andar por la vida. Prefiero tener un panorama más o menos claro de lo que necesito en el futuro y planificar hasta donde se puede. Un viaje, conmigo, es una oportunidad para demostrar que se puede hasta saber el horario y número del bus que hay que tomar en la parada que corresponde.

Supongo que como humanos, buscamos alguna certeza, por muy escasa y escurridiza que sea. La vida es tan incierta. Nos gustan las historias con finales, los cabos atados, los planes cumplidos.

Pero la capacidad de adaptación ante lo imprevisto es precisamente la cualidad más importante de supervivencia. No es como que nuestros antepasados cazadores pudieran saber a ciencia cierta qué iban a conseguir. Uno tiene un súper en dónde enojarse porque no consiguió la marca de shampoo favorito.

Poner a prueba nuestra habilidad para adaptarnos, nos obliga a crecer, a aprender, a innovar. No podemos hacer siempre lo mismo, tener siempre la misma rutina. Eso sólo se logra con certeza cuando morimos. Para mientras, debemos seguir improvisando para mejorar. Aún cuando es consecuencia de un olvido o una mala planificación. Como cuando dejamos las sábanas en un viaje familiar y terminamos envueltos en las toallas.

Aprenderé a hacer lista.

El clima y lo obvio

Vestido rojo tejido para Navidad, porque en diciembre hace frío. Pero no, ha hecho calor y yo sudaba en mi casa, sufriendo de antemano de tan solo pensar en pasar enfundada en esa frazada todo el día. Porque se trata de un día entero en el que uno no está en su casa, anda de un lado al otro y se tiene que aguantar. Todo.

Así que me puse un vestido blanco, corto y liviano. Y hace frío. Porque así es el clima. Porque así es la vida. Hay demasiadas cosas que están hasta fuera de lo que podemos predecir, más aún controlar.

Comemos lo mismo y aumentamos de peso. Decimos las mismas palabras y a veces enojamos y a veces agradamos. Nos vamos por la misma ruta y a veces está despejada y otras nos tardamos la vida entera.

Imposible decir que uno tiene influencia en todo lo que le rodea. Las decisiones que tomamos son, cuando mejor nos va, una simple apuesta por lo mejor que conocemos en ese momento. Revisarlas contra la información que tenemos después, es poco realista. Podemos adquirir mejores parámetros para una próxima vez. Y volver a cometer los mismos errores. Porque jamás vamos a saberlo todo.

Aunque, para la próxima, consideraré llevar una mudada de ropa en el carro. Tengo frío.

Los entierros son para los vivos

Mi mamá siempre dijo que quería que la cremaran. La idea de que se la «comieran los gusanos» no le agradaba para nada. Se lo escuché decir varias veces. Cuando murió, la enterré. Sin cremación. Porque, sinceramente, era lo que podía pagar luego de costear gastos de enfermedades de ambos padres. Y no pasa nada. Porque la que quedaba era yo.

Tenemos rituales muy especiales cuando se mueren personas cercanas a nosotros. Por algo construimos las pirámides. Como si no pudiéramos concebir que, una vez termina esta vida, no sigamos necesitando las mismas cosas en la otra. Pero, sinceramente, a los únicos a los que les sirven esos ritos y costumbres y monumentos y sacrificios es a nosotros. Los que quedamos vivos.

Quedarse vivo. Es una expresión un poco fatalista, tal vez, resignada, seguro. Como si nos hubieran dejado atrás en la entrada a una fiesta a la que no hemos sido invitados aún. O como si quisiéramos retardar la entrada que, seguro, nos llega en algún momento.

Y nos vestimos de colores específicos y lloramos porque nos duele la ausencia y ponemos flores, cantamos canciones, tomamos licor y nos reímos recordando a nuestros muertos.

Porque la vida sigue para nosotros. Con un hoyo más en el corazón. Como hoy, que enterramos a Jorge Mario, uno de los mejores amigos que he tenido y quien me va a hacer falta para que venga a comer y me pida antojos, para hacerle la cena anual de ver los Óscares, para escuchar sus aventuras, para que me diga «gracias por tanto, perdón por tan poco». Nunca fue poco, Beibi, siempre te diste todo. Gracias por haber sido.

Años para el olvido

Aun tomando en cuenta que mis dos papás murieron el mismo año (2006), puedo decir sin temor a equivocarme que este, el 2017, ha sido el peor año de mi vida. Ha sido un año de muchas pérdidas personales, de una transformación de vida a la fuerza, de estados emocionales semejantes a quedarme estancada en fango.

Estoy acostumbrada a tomar decisiones, cerrar círculos, avanzar. Y no he podido hacerlo. Entre los pocos logros que tengo es estar. Al menos eso siento.

Sin embargo, mientras escribo todo esto en tonos tan agrios y oscuros, recuerdo los momentos de luz. Haber escrito una novela. Haber trabajado con personas maravillosas. Haber conocido gente fantástica. Haber conservado a mis amigas a pesar de mi estado calamitoso. Haber hecho galletas con mis hijos.

El año está terminando en una nota amarga. Y no puedo dejar de pensar que es adecuado que termine así.

A veces hay que comenzar de cero. Y hacerlo varias veces. Porque el fin nunca marca el verdadero desenlace de nuestras historias, sólo el comienzo de nuevos ciclos.

Espero, sinceramente, que haya terminado de atravesar el pantano y pueda volver a avanzar. Al menos sé que sigo.

La realidad no existe

Regreso siempre a cosas que me intrigan. Cosas que son tan trascendentales, que se vuelven irrelevantes. Cosas como “¿lo que yo miro como rojo y otra persona llama rojo, lo mirará ella como lo que yo llamo verde?”. La percepción del mundo dentro del cerebro de cada quien es lo que le da forma a cómo pensamos.

Y no importa. Porque jamás podremos meternos verdaderamente en la mente de alguien más para ver el universo a través de sus ojos. Sólo podemos aspirar a comunicarnos con la suficiente capacidad como para conectarnos en algún nivel.

La vida se percibe desde nuestro centro. Por eso sí, cada uno somos el centro del universo. Pero hay muchos, muchísimos universos y no vivimos aislados. Al menos no los que buscamos tener relaciones.

Tenemos que llegar a orbitarnos. Más cerca de unos que de otros. Tratar de experimentar la vida como la perciben los demás es ampliar nuestra propia vida.

La realidad universal como tal sólo existe en lo más básico, en el mundo de los hechos fríos y duros. Las matemáticas como lenguaje son milagrosas. Pero no son suficiente.

El ser binario ayuda a ser efectivo. A cerrar ciclos. A dejar atrás. Pero no sirve para vivir plenamente. Porque la verdad es tan amplia como personas que la viven. Y los sentimientos, por muy básicos que sean, rara vez son sencillos sin ser complejos.

El negro sigue siendo mi color favorito. Quién sabe si es el mismo para todos. Y tampoco importa.