Las soluciones evidentes

Ya casi pasó un mes desde que tosí viendo hacia el lado equivocado y me dio un espasmo de película en la espalda. De ésos que molestan para levantarse y sentarse y levantar la tapa del baño. Nadar y el karate y las pesas no me dolía, pero bajar y subir al carro era una tortura. Yo, que no necesito mucho, me pasé con un nivel un poco más elevado de enojo que el que manejo normalmente. Sí, me inyecté y tomé medicina y fui a la acupuntura y probé con yoga. Nada. Ya hace unos años me pasó algo similar y, luego de una serie de exámenes el doctor me dijo que estoy defectuosa y que eso me va a seguir pasando. ¡Santo consuelo!

Hay cosas que nos duelen en el ánimo, que se manifiestan en momentos claves y que nos empujan o arrastran a cambiar lo que nos hace daño. Esa imposibilidad de levantarse en la mañana para ir a un trabajo que nos tortura. O el lazo que estruja el corazón cuando se supone que tenemos que ver a alguien al que ya no aguantamos. El ácido que nos come el estómago antes de entrar a un examen para el que no estamos preparados. Y probamos de todo: ponemos más temprano la alarma, nos arreglamos para esperar a esa persona, rezamos quinientos rosarios antes del examen. Probamos de todo menos lo que verdaderamente tenemos qué hacer.

La vida generalmente tiene soluciones sencillas, evidentes, aunque a veces no nos sean fáciles. Como mi dolor de espalda. El doctor, en ese entonces, me recetó un par de plantillas que metí en un par de tenis viejos y que no uso seguido, porque taaaaan fachuda no soy. Hasta el lunes. Y el dolor desapareció.

La incomodidad

Mi vida transcurre en un colchón de horarios que me dan paz. Meterle nuevas cosas a mi rutina se puede, pero hay que planificarlas con cuidado. Me acaba de recordar Facebook que mis tres palabras más odiadas son «cambio de planes».

Todos tenemos una zona de confort. Ese cauce tranquilo al que podemos tirarnos en una llanta y transcurrir felices viendo el paisaje. Avanzamos, sí, pero no demasiado rápido. Es el camino seguro, ese que sabemos perfectamente bien a dónde nos lleva. Tenemos que tener un lugar así. ¿Cómo recargaríamos las baterías? Nuestro ser interior nos tiene que dar esa paz.

Pero todo lo demás… Eso hay que moverlo y ponerlo de cabeza cada cierto tiempo. Porque quedarse estancado en cualquier cosa, es quedarse atrasado del cambio. Los hijos crecen y necesitan cosas distintas de nosotros. Nuestras parejas también crecen y tenemos que conocerlas de nuevo. Hasta nosotros mismos cambiamos. Llega el momento en que lo único que se vale que mantengamos cómodo, son los zapatos.

Hasta ahora, hemos sido un núcleo contenido entre nosotros cuatro y nos ha bastado. Pero los enanos ya tienen otros intereses fuera de su casa y necesitan llenar sus necesidades emocionales con personas distintas a nosotros. Eso me implica cambiar de rutinas, abrir mis planes, ampliar mi círculo. Por mucho que me cueste. Mejor dicho, sé que lo tengo que hacer, precisamente porque me cuesta.

Ser libre por dentro

A veces tuiteo qué estoy cocinando, como ayer, que puse el menú desde el desayuno. A veces me desahogo de las frustraciones del día. A veces (más seguido) hago comentarios en horario de adultos. Esa crónica de la vida, da la impresión que estoy contando todo lo que tengo adentro. Pero no.

Pareciera que en nuestra sociedad, ya no hay momentos íntimos. Cosas que no se conozcan. El mundo se ha reducido hasta volverse un pequeño pañuelo en el que todos nos sabemos hasta el color de la ropa interior. La gente «famosa» no puede hacer escándalos en público, porque siempre hay alguien con una cámara dispuesto a compartirlo. En muchos empleos están pidiendo el historial de nuestras redes sociales para escudriñar ese torrente del subconsciente que dejamos por allí.

Y es cierto. Más gente puede conocer lo que hacemos. Pero eso no es diferente de lo que pasaba antes en los pueblos con poca gente que se sabían hasta qué le habían dado de comer al perro. «Pueblo chico, infierno grande». Resulta que la intimidad, ese lugar metido dentro de uno en el que recuperamos nuestro ser, ése sigue intacto. Hasta ahora nadie nos conecta a una máquina al estilo The Matrix y se mete dentro de nuestro cerebro.

Todo eso que nos guardamos, eso que conocemos de nosotros mismos, los pensamientos que no compartimos porque son demasiado nuestros, las emociones que dejamos madurar antes de expresar, las fantasías que nos alegran el día, todo eso, sigue estando adentro. Y eso nos hace libres en nuestro interior, porque nadie nos puede obligar a compartirlo.

Escribir todos los días acerca de lo que me da vueltas, me ayuda a quitar la presión de mi cerebro antes que estalle. Pero ni por eso siento la necesidad de contar todo lo todo que tengo dentro.

Tres constantes

El cambio constante lo llevamos plasmado en nuestra piel, para acordarnos que nada es para siempre.

Salvo la soledad, pues nadie está con nosotros en nuestro interior.

Y la muerte, que nos acompaña todo el tiempo llevándonos de un hilo.

Y el amor, que hace que podamos seguir viviendo, a pesar de todo.

Preguntas y más preguntas

«¿Mama, qué hacías de pequeña?» «¿Cómo te fue en el colegio?» «¿Por qué estás seria?» «¿De qué estás escribiendo?» «¿Por qué no puedo tomar con la boca torcida?» Las respuestas van desde algo científico, filosófico, religioso, hasta un ya desesperado «porque yo digo». Pero hoy me preguntó el mayor «¿Qué te ha hecho más feliz en esta vida?»

La felicidad es un estado de picos y valles. Hay momentos más emocionantes que otros, pero una vida vista hacia atrás y contemplada con satisfacción, es una vida que tuvo más cosas buenas que malas. La felicidad es una decisión de reaccionar de una forma determinada ante lo que no podemos controlar. A veces el enojo, esa emoción que en mí está en «default», me gana la partida, pero recuerdo que yo soy dueña de cómo me siento y, si no logro contentarme, por lo menos atajo el Hulk que quiere salirse. La felicidad es un recuerdo guardado como joya en el cofre de nuestra memoria. Hacer el esfuerzo por fijarse en lo bueno que nos pasa y meterlo en un lugar especial, nos llena de cosas felices qué sacar en días grises.

Escoger qué me ha hecho más feliz en esta vida es pedirme que diga a quién de mis hijos quiero más. Lo que me ha hecho feliz, me ha hecho «más» feliz en su momento y es difícil cuantificarlo visto hacia atrás. Si me lo preguntaran porque estoy al final de mi camino, así con la presión de la eternidad por delante, diría que ser yo es lo que me ha hecho más feliz.

Sin nada qué decir

La mitad de mi día la paso en silencio. Voy sola a todas partes. No comparto mis pensamientos, más que con una página (ésta). La otra mitad se me va en dar instrucciones a dos mounstritos, responder preguntas existenciales como «Mama, ¿por qué no me puedo comer cuatro donas de desayuno?» y recorrer la ciudad con ellos ocupando todo el espacio físico del sillón de atrás y todo el espacio auditivo del carro. Aún así, llega la noche y me quedo con ganas de platicar hasta gastarme todas las palabras de gente adulta que no tuve con quién compartir.

Se supone que se puede clasificar a las personas en introvertidas y extrovertidas, de acuerdo a la forma en que se llenan de energía. Las introvertidas necesitan momentos de soledad y silencio completo para poder recargarse y salir al mundo. Las extrovertidas necesitan estar rodeados de personas con quiénes interactuar y pelotear ideas para sentirse llenos de vitalidad. Y luego estamos los raros que necesitamos de ambos ambientes.

A mí me encanta estar sola, pero también me gusta tener con quién hablar y escuchar. Rara vez me quedo sin tema de conversación. Hasta que me encuentro en situaciones sociales en las que simplemente no hay nada que se pueda decir para mejorar el momento. Así me acaba de pasar en el funeral de mi cuñado. Ante la tristeza que sentíamos todos, no existía una palabra mágica que me ayudara a levantarle ese peso a la persona que más quiero y me sentí impotente. Entiendo que no me tocaba hacer nada, pero eso no me ayuda.

Obvio, ahora estoy ronca. Como si se me hubiera acumulado el deseo de decir algo y, al no encontrar qué, mis cuerdas se hubieran declarado en huelga por inutilidad. Ya recuperaré la voz. Y volveré a pasar parte de mi día en silencio.

Escribir para el olvido

Ayer escribí mi post de siempre y algo pasó con la página. Parecía que se había perdido la entrada. al refrescar la página, me salía que había un error en el servidor. Y me resigné a no poder publicar ese artículo. Porque a mí se me olvida lo que escribo en el momento en que termino de teclearlo.

La transmisión de conocimiento por medios escritos marca un hito en el desarrollo de la humanidad. Existe una certeza de exactitud de palabras plasmadas que nos permiten aprender conocimientos científicos pasados. Pero cuando se trata de historias humanas, lo escrito es tan nebuloso como cualquier tradición oral. Y sirve poco para demostrar el verdadero estado anímico de una sociedad. Por algo se dice que «la historia la escriben los vencedores».

Luego está la gente importante que escribe memorias y autobiografías para dejar prueba de lo que hicieron. Ensayos filosóficos que los grandes pensadores utilizan para pasarnos su sabiduría. Nuestra personalidad como humanos se encuentra en letras.

A mí escribir no me sirve para recordar. Me sirve para olvidar. Siento algo que me incomoda y que pide salir de mí. Muchas veces termino poniendo cosas que no era lo que había pensado originalmente. O tengo una idea revolotéandome en la cabeza y si no la atrapo rápido, se me escapa. Lo peor que me puede pasar es que se me borre lo que ya había puesto. Como ayer. Porque, una vez que lo saco, ya no tengo memoria de lo que puse.

Para mi buena suerte, recuperé la entrada. Si no, hubiera tenido que volver a escribir y no hubiera sido igual.

La certidumbre

Con los dos niños, quisimos saber si eran hombre o mujer. En una etapa de muy poca seguridad y menor control como lo es un embarazo, el hecho de saberle el nombre a lo que saliera era un paleativo que se agradeció profundamente. En medio de todo, pudimos planificar el color del cuarto, comprar ropa y hacer algo. El resultado final era el esperado: tuvimos dos bebés. El proceso para tener a ambos fue completamente sorpresivo.

Conocer el final de una historia, si hablamos de una película o un libro u otro tipo de entretenimiento, casi siempre nos arruinan la experiencia. Ya no tiene el factor sopresa y nuestros cerebros se aburren. Pero cuando se trata de la vida real, buscamos como humanos tener la mayor certeza posible. Le huímos al riesgo. Buscamos lo que ya conocemos.

Tal vez es una medida ínfima de ejercer control sobre una vida que poco nos deja decidir. Y también por eso buscamos cerrar los procesos que llevamos en el camino. Celebramos fechas conmemorativas. Le quitamos días a un calendario a la espera de un acontecimiento.

Cuando dejamos un proceso sin cerrar, nos quedamos con una roncha metida entre el cerebro que nos pica y que no podemos rascar. Y, aunque implique un dolor, preferimos que por fin llegue el trancazo y ya dejar de caer por el aire sin final.

La certidumbre es fregada. Nos amarra a un resultado, así como nosotros amarramos a nuestros bebés a un nombre, meses antes de nacer. Pero por lo menos por eso, no tuve ansiedad.

¿Te recuerdas

que ayer me viste como si fuera la única persona en el mundo?

que me tocaste la espalda en el lugar donde me gusta?

que reíste de mis usuales comentarios caústicos?

que te gusto la ropa que tenía puesta para quitármela?

¿Te recuerdas de ayer, cuando me querías?

Bendición que eso se repita todos los días.

Un lugar vacío

Hace 12 años vimos «Defendiendo al Cavernícola». Nos ofrecieron la obra y aceptamos sin mucho entusiasmo. Pero todo, desde un principio, fue el éxito total. Entre muchas de las cosas del monólogo, se habla de la diferencia del cerebro entre los hombres y las mujeres. Específicamente cómo todo en el cerebro de una mujer está interconectado y todo en el cerebrl del hombre está en compartimentos. Y que uno de esos compartimentos, está vacío.

Últimamente, han salido nuevos estudios que refutan que exista una diferencia esencial entre el cerebro de unl hombre y el de una mujer. Y podría ser cierto. Pueda ser que nuestra anatomía básica sea igual. Con eso superaríamos muchos mitos de aptitudes o dificultades naturales para aprender materias científicas. O cómo procesamos emociones. O cómo entendemos el lenguaje.

Pero, lo que más necesito, sobre todo en este momento, es encontrar mi «caja vacía». Ésa a la que puedo entrar y no pensar en nada. En donde no hay distractores. No hay ni sentimientos. Está simplemente la nada.

Esa capacidad de apagar la conexión entre todas las ideas que me rondan, es algo que admiro y envidio. El hámster que da vueltas dentro de mi cabeza necesita un descanso de vez en cuando. Y yo, a veces, necesito vacaciones de mí misma. Aún no he encontrado en dónde.