El espejo se rompió otra vez, justo cuando vi florecer el morado de mi ojo en el reflejo. Cada vez que me acerco a ese mueble, aun cuando los demás espejos de la casa no me enseñan lo que siento, éste se despedaza con cada golpe que muestra, absorbe la violencia, me quita el dolor, me devuelve la piel reventada y cae en pedazos al suelo.
La primera vez que lo vi estaba esperándome en esa tienda de antigüedades. La vieja que me lo vendió hizo todo lo posible por entregármelo sin cobrar, pero yo insistí. No hubiera podido llegar a casa con un armatoste de semejante tamaño sin demostrar haber pagado por él. Tal vez hubieran pensado que fue un regalo y allí hubiera terminado la vida del venerable armario.
Es altísimo, aunque cupo por la puerta de entrada, tal vez agachándose para pasar, no sé cómo. La mejor magia es la que pasa inadvertida. El espejo lo tiene por dentro, un diseño excéntrico. Uno debe abrir las puertas y entrar en él para verse de cuerpo entero. Alguna modificación posterior le agregó luz con interruptor y, aunque estoy segura que va conectada a la electricidad, no recuerdo haberlo hecho.
Cuando entro, meto mi vida en ese lugar, al menos así lo siento. Cierro las puertas, el espejo me envuelve y por algún truco de la luz, no miro las orillas que sé que existen.
Nunca se me han notado los golpes. De pequeña podía caerme desde lo alto de un resbaladero y seguir jugando sin ningún moretón. El dolor sí que lo sentí siempre, pero es difícil demostrar que uno está lastimado si no tiene a dónde apuntar. Hubo una época en que me lastimé a propósito, haciendo una estrella con marcador sobre cada sitio receptor de un golpe. Llegué a tener constelaciones enteras en el cuerpo, mi madre creyó que era una nueva moda de decoración y mis compañeros de clase imitaron con otros diseños mi mapa de dolor.
Nunca me rompí un hueso, las cortadas sí sangraban pero no fueron frecuentes y llegué a pensar que el dolor seco de un choque era una fantasía.
Mi esposo empezó a pegarme desde el primer día que amanecimos juntos. Me conocía desde pequeños y, salvo el primer empujón desde el tope del resbaladero, no me volvió a golpear hasta esa mañana. De niño, quedó fascinado por mi incapacidad para demostrar físicamente el dolor y no recuerdo que se haya alejado demasiado de mi vida desde entonces. Esperó a poder llevarme lejos, mantenerme aislada de mis cosas y, a partir del primer puñetazo a la cara, me trató como un objeto de estudio valioso. Sus golpizas nunca fueron coléricas, siempre llevaron el tinte de observación distante; un científico fascinado ante un fenómeno inexplicable.
Me dolió. Siempre me dolió. Sólo no pude verme jamás los puños grabados en la piel, hasta esa primera vez que entré en el armario. La mujer desnuda que me vio desde todos los ángulos posibles comenzó a teñirse de rojo en puños espaciados por el cuerpo. Vi cómo mi imagen se fue decorando con esas flores, así como cuando me pintaba estrellas. Con cada impresión en el espejo, aparecía la marca en mi piel y se esfumaba el dolor. Una transformación que me otorgó el espejo a cambio de hacerme consciente. Al terminar con el último de los dedos pintados en mi cuello, el espejo se reventó. Volaron hacia adentro todos los pedazos, no hacia mí, hacia adentro de sí mismo y cayeron al piso. Salí a verme a otro espejo, el del baño, también de cuerpo entero, libre de todo dolor, marcada ahora sí por todas partes, mi imagen del otro espejo observándome sorprendida por el cambio.
El hombre me vio, un ligero sabor de sorpresa y terror atrás de las pupilas frías. Me envolvió en una bata, me llevó al hospital en donde me trataron con compresas y analgésicos, comprobaron que no hubiera huesos rotos y, en un momento de descuido de mi atento y vigilante marido, me dieron una tarjeta de emergencias. La dejé sobre la camilla.
Pasaron algunos meses hasta que conseguí quién me reparara el espejo del mueble. Durante ese tiempo no hubo experimentos. Regresé sin dolor al mundo de adentro de las puertas del armario, la mujer que me saludó lo hizo sin entusiasmo, con cautela, revisando si tenía algo qué mostrarme.
Tal vez la presencia del guardián reparado evitó que siguieran las tardes chocando contra dos puños, al menos durante un buen tiempo. Todos los espejos de la casa me mostraron la misma imagen, dándome la oportunidad de crecer. Me sentí. La piel, los huesos, los músculos. Regresé a salir al sol, tostarme la piel. Fui al mar, sorprendida del ardor de la sal entrando en una pequeña herida en la parte interna de mi brazo derecho. El mundo tuvo más sensaciones que el dolor y me marqué por dentro con mis propios pensamientos.
Como nada dura para siempre, me volvió a acorralar contra una esquina para trabajarme el espíritu a punta de nudillos. Lo dejé, sorprendida de no ver ninguna marca, de nuevo. Terminó satisfecho, alejándose del trapo sin sustancia en que quedé convertida. Sentí los huesos volviendo a armarse para darme forma de persona y llevarme hacia el mueble. La mano que lo abrió tembló, verse el daño del que uno no ha podido escapar es otro golpe.
Una vez adentro, abrí los ojos que había cegado hasta colocarme en medio del mundo que me envolvió. No recuerdo haber dicho que pusieran espejos en el suelo y en el techo y allí estaban. Una burbuja conmigo adentro.
Volví a verme como me sentía. Se volvió a despedazar el espejo. Regresamos al hospital. Otra vez se quedó la tarjeta en la camilla.
No esperé meses para repararlo. Al día siguiente ya tenía mi esfera. Y allí, rodeada de mí misma, esperé que él llegara a buscarme. Él nunca había entrado al mueble, no sabía que había un espejo, jamás imaginó que pudiera caber adentro.
Cuando entró, mi mano del espejo cerró la puerta y quedamos todas mis imágenes y yo, con él. No hubo reflejo para mi esposo, por más vueltas que dio sobre sí mismo buscándose a mi lado. Desorientado, con el pánico deslizándose por su mirada, me tomó brusco de la mano dejándome marcados los dedos. Me sonreí del otro lado del espejo, ese pequeño dolor, nada comparado a los anteriores, fue permiso suficiente para despenicar el vidrio en dagas apuntadas todas hacia él.
Llamé al hospital. Los paramédicos abrieron el armario, ordinario, en donde apenas cabía el cadáver degollado. Un triángulo del espejo le atravesó el cuello y miles de pequeñas puntas se le clavaron en el cuerpo, dejándole pequeñas heridas parecidas a estrellas.