Un orden distinto

El orden es uno de esos estados absolutos: o hay o no. Cualquier cosa fuera de su lugar implica que el desastre se va apoderando poco a poco de los espacios. Es un crecimiento exponencial, porque un relajo engendra a dos o tres más hasta que nos ahogan.

Por eso es tanto más fácil volver a dejarlo todo donde va, en cuanto se usa. El «después recojo» es equivalente a «mañana hago dieta». Nunca llega. Ahora con tanto tiempo en casa y los niños adentro, es se hace aún más evidente. Allí voy, exhortando a los engendros a que no dejen la tierra arrasada a su paso cual Atilas modernos y domésticos. No es una batalla que gane con facilidad y creo que hay áreas en las que la derrota es inminente.

Pero no quiero darme por vencida. Aunque tengamos una mesa nueva atravesada a medio corredor porque allí reposa el rompecabezas en proceso, los patines ahora sean las ruedas que andan en el garage y haya implementos de dibujo por todas partes. Al menos no quiero platos sucios regados, ropa haciendo las veces de pieles de culebra por el suelo y otros recordatorios de la vida que está detenida.

Mañana intentaré adentrarme al clóset. Ojalá salga victoriosa.

Tengo que mover tierra

Nunca le he puesto atención al jardín. Supongo que el encierro me tiene más consciente de lo que me rodea y salgo a regar la grama inexistente todos los días. Mis amigas, que sí saben de qué hablan, me recomendaron aflojar la tierra, aunque le saque las raíces a la grama. Necesitan un suelo suave en dónde prosperar y el hecho de moverlas, debe hacer que se propaguen.

No es ni sencillo, ni divertido. Eso de que le muevan el piso a uno duele, es cansado, saca ampollas. Necesita de esfuerzo y vista hacia el futuro. Creer que el trabajo duro de hoy ayudará a que todo sea más fácil mañana. Porque, claro, sería más sencillo simplemente seguir saliendo a regar y pensar que las cosas van a estar mejor.

Estoy segura que, en un par de días, voy a querer ponerle piso al jardín y salir del asunto. Como también sé con certeza que voy a continuar usando la piocha hasta mover toda la tierra. Conozco del esfuerzo y sus recompensas. Pero mañana.

La esfera

El espejo se rompió otra vez, justo cuando vi florecer el morado de mi ojo en el reflejo. Cada vez que me acerco a ese mueble, aun cuando los demás espejos de la casa no me enseñan lo que siento, éste se despedaza con cada golpe que muestra, absorbe la violencia, me quita el dolor, me devuelve la piel reventada y cae en pedazos al suelo. 

La primera vez que lo vi estaba esperándome en esa tienda de antigüedades. La vieja que me lo vendió hizo todo lo posible por entregármelo sin cobrar, pero yo insistí. No hubiera podido llegar a casa con un armatoste de semejante tamaño sin demostrar haber pagado por él. Tal vez hubieran pensado que fue un regalo y allí hubiera terminado la vida del venerable armario. 

Es altísimo, aunque cupo por la puerta de entrada, tal vez agachándose para pasar, no sé cómo. La mejor magia es la que pasa inadvertida. El espejo lo tiene por dentro, un diseño excéntrico. Uno debe abrir las puertas y entrar en él para verse de cuerpo entero. Alguna modificación posterior le agregó luz con interruptor y, aunque estoy segura que va conectada a la electricidad, no recuerdo haberlo hecho. 

Cuando entro, meto mi vida en ese lugar, al menos así lo siento. Cierro las puertas, el espejo me envuelve y por algún truco de la luz, no miro las orillas que sé que existen.

Nunca se me han notado los golpes. De pequeña podía caerme desde lo alto de un resbaladero y seguir jugando sin ningún moretón. El dolor sí que lo sentí siempre, pero es difícil demostrar que uno está lastimado si no tiene a dónde apuntar. Hubo una época en que me lastimé a propósito, haciendo una estrella con marcador sobre cada sitio receptor de un golpe. Llegué a tener constelaciones enteras en el cuerpo, mi madre creyó que era una nueva moda de decoración y mis compañeros de clase imitaron con otros diseños mi mapa de dolor. 

Nunca me rompí un hueso, las cortadas sí sangraban pero no fueron frecuentes y llegué a pensar que el dolor seco de un choque era una fantasía. 

Mi esposo empezó a pegarme desde el primer día que amanecimos juntos. Me conocía desde pequeños y, salvo el primer empujón desde el tope del resbaladero, no me volvió a golpear hasta esa mañana. De niño, quedó fascinado por mi incapacidad para demostrar físicamente el dolor y no recuerdo que se haya alejado demasiado de mi vida desde entonces. Esperó a poder llevarme lejos, mantenerme aislada de mis cosas y, a partir del primer puñetazo a la cara, me trató como un objeto de estudio valioso. Sus golpizas nunca fueron coléricas, siempre llevaron el tinte de observación distante; un científico fascinado ante un fenómeno inexplicable. 

Me dolió. Siempre me dolió. Sólo no pude verme jamás los puños grabados en la piel, hasta esa primera vez que entré en el armario. La mujer desnuda que me vio desde todos los ángulos posibles comenzó a teñirse de rojo en puños espaciados por el cuerpo. Vi cómo mi imagen se fue decorando con esas flores, así como cuando me pintaba estrellas. Con cada impresión en el espejo, aparecía la marca en mi piel y se esfumaba el dolor. Una transformación que me otorgó el espejo a cambio de hacerme consciente. Al terminar con el último de los dedos pintados en mi cuello, el espejo se reventó. Volaron hacia adentro todos los pedazos, no hacia mí, hacia adentro de sí mismo y cayeron al piso. Salí a verme a otro espejo, el del baño, también de cuerpo entero, libre de todo dolor, marcada ahora sí por todas partes, mi imagen del otro espejo observándome sorprendida por el cambio. 

El hombre me vio, un ligero sabor de sorpresa y terror atrás de las pupilas frías. Me envolvió en una bata, me llevó al hospital en donde me trataron con compresas y analgésicos, comprobaron que no hubiera huesos rotos y, en un momento de descuido de mi atento y vigilante marido, me dieron una tarjeta de emergencias. La dejé sobre la camilla. 

Pasaron algunos meses hasta que conseguí quién me reparara el espejo del mueble. Durante ese tiempo no hubo experimentos. Regresé sin dolor al mundo de adentro de las puertas del armario, la mujer que me saludó lo hizo sin entusiasmo, con cautela, revisando si tenía algo qué mostrarme. 

Tal vez la presencia del guardián reparado evitó que siguieran las tardes chocando contra dos puños, al menos durante un buen tiempo. Todos los espejos de la casa me mostraron la misma imagen, dándome la oportunidad de crecer. Me sentí. La piel, los huesos, los músculos. Regresé a salir al sol, tostarme la piel. Fui al mar, sorprendida del ardor de la sal entrando en una pequeña herida en la parte interna de mi brazo derecho. El mundo tuvo más sensaciones que el dolor y me marqué por dentro con mis propios pensamientos. 

Como nada dura para siempre, me volvió a acorralar contra una esquina para trabajarme el espíritu a punta de nudillos. Lo dejé, sorprendida de no ver ninguna marca, de nuevo. Terminó satisfecho, alejándose del trapo sin sustancia en que quedé convertida. Sentí los huesos volviendo a armarse para darme forma de persona y llevarme hacia el mueble. La mano que lo abrió tembló, verse el daño del que uno no ha podido escapar es otro golpe. 

Una vez adentro, abrí los ojos que había cegado hasta colocarme en medio del mundo que me envolvió. No recuerdo haber dicho que pusieran espejos en el suelo y en el techo y allí estaban. Una burbuja conmigo adentro. 

Volví a verme como me sentía. Se volvió a despedazar el espejo. Regresamos al hospital. Otra vez se quedó la tarjeta en la camilla. 

No esperé meses para repararlo. Al día siguiente ya tenía mi esfera. Y allí, rodeada de mí misma, esperé que él llegara a buscarme. Él nunca había entrado al mueble, no sabía que había un espejo, jamás imaginó que pudiera caber adentro. 

Cuando entró, mi mano del espejo cerró la puerta y quedamos todas mis imágenes y yo, con él. No hubo reflejo para mi esposo, por más vueltas que dio sobre sí mismo buscándose a mi lado. Desorientado, con el pánico deslizándose por su mirada, me tomó brusco de la mano dejándome marcados los dedos. Me sonreí del otro lado del espejo, ese pequeño dolor, nada comparado a los anteriores, fue permiso suficiente para despenicar el vidrio en dagas apuntadas todas hacia él. 

Llamé al hospital. Los paramédicos abrieron el armario, ordinario, en donde apenas cabía el cadáver degollado. Un triángulo del espejo le atravesó el cuello y miles de pequeñas puntas se le clavaron en el cuerpo, dejándole pequeñas heridas parecidas a estrellas.  

Los días iguales

El secreto de cada día es que siempre es igual

el sol sale por el mismo lado del jardín

y trepa por la misma pared para escaparse

dejando que la sombra arrope las plantas.

Pongo el despertador siempre a las cinco,

no teniendo a dónde ir, es importante estar lista.

Si no existieran los nombres,

podría un jueves llamarse lunes

y nos daría lo mismo,

salvo los viernes, porque ese día tomo vino.

Tenemos una cantidad limitada de pasos

entre la cocina y el cuarto,

el conteo da el mismo número

no importa cuántas veces recorramos el camino.

Estos días son iguales.

Pero me están cambiando.

365 días después

Mañana 26 de marzo se cumple un año del día en que Fátima casi se muere. Aún me cuesta hablar de eso y nuestra vida definitivamente cambió. Un coma diabético es una bomba que esparce los pedazos de cualquier existencia y de la que cuesta regresar a una rutina.

Salimos de ese hospital armados de una máquina, sensores que se arruinaban a la primera puesta, información que ha mantenido aprisionados nuestros corazones, insulina y, gracias a Dios, una niña viva. Durante esa semana transcurrida en el encierro, logré acercarme a la pequeña, cosa que se destrozó en los siguiente meses. Le tomó a ella casi el año entero para recuperar un sentido de control. La casa entera se convirtió en un campo de batalla, pues pocas cosas amplifican los disgustos como el miedo y, sí, hemos sentido miedo.

Yo temo todos los días por la vida de mi hija, por su bienestar de salud a futuro, por lo que pueda suceder con las fiestas, los tragos, los estudios, los viajes… Y sigo. Porque tengo otro hijo, porque esta niña tiene que vivir sin mí, porque no puedo detenerme ni un momento.

Ya pasó un año y es hasta ahora que puedo decir que ya los protocolos de emergencia son la nueva normalidad. Dentro de todo, las cosas siguen y la niña está con nosotros, que seguimos juntos. Y por eso, estoy infinitamente agradecida.

El gato quiere salir

Estoy trabajando en la mesa del jardín. Es una buena forma de estar en el centro de la casa, viendo qué hacen los niños y no estar encima de ellos, suficiente lo hacen ya las paredes. Realmente es uno de los lugares más bonitos de la casa y estos días sin carros, parece uno de esos pedazos de mundo olvidados.

En la ventana, tratando de abrirla, está el gato queriendo salir. Antes lo dejábamos pasear un rato, pero un pájaro muerto y una panza abierta y operada dos veces después, desistimos de darle esa pequeña libertad. No contento con su destino, aprendió a abrir la puerta del cuarto de juegos, pasando noches enteras afuera, maullando y en un estado absoluto de felicidad. Ahora tenemos más cuidado, porque queremos al gato tonto y no queremos que se pierda o se lastime.

Supongo que los niños están un poco igual, queriendo salir. Puedo escuchar la voz pequeña de Fátima volverse cada vez más aguda e insistente, al niño dar vueltas por la casa sin terminar e sacar toda la energía que guarda su cuerpo en crecimiento.

Pero ellos tampoco pueden salir (ni yo, ni nadie), porque a ellos también los estamos cuidando. Espero que el mundo que nos reciba tenga espacio para todos.

Lo más lindo del mundo

Estamos acostados en la misma hamaca con el niño que ya casi es de mi tamaño. Cabemos hechos un nudo, él recitando los componentes de una computadora gamer que quiere con todas las fuerzas de su corazón, yo leyendo. Me maravilla que aún esté contento haciendo nada conmigo, sus ojos tan parecidos a los míos, pero en perfecto. Ayer hablábamos de lo que ellos recuerdan. Las caras de mis hijos convertidas de pronto en lo que fueron hace años. No miro diferencia. Sólo están más grandes. Han logrado que me crezca el corazón y que mi ogro egoísta interior salga debajo de su puente para colgar la hamaca y compartirla con otra persona.

Podría tener una vida feliz sin ellos. Claro. Pero no sería ésta. Y así como es, me gusta mucho.

Planificar

Nunca he sido buena con las plantas. Hasta ahora. Pude comprar hierbas el lunes pasado y me tomó el resto de la semana plantarlas. Hay algo parecido a rezar cuando uno pone una plantita en la tierra y tiene fe que crezca.

En la casa de mis papás, el jardín era algo secundario, escondido detrás de paredes. Yo las boté y ahora lo miro, pero he pasado los últimos tres años sin decidirme qué hacer con él. Hasta ahora. Supongo que me siento más dueña del lugar donde vivo.

No sé nada de jardinizar, pero sí de cómo quiero tener flores y arbustos, desordenados y verdes, grama, tal vez un lugar para koi. Planificar lugares que me van a sobrevivir. Tan parecido a escribir cuentos que lean cuando ya no esté.

El coleccionista

El coleccionista que vive en el espejo, al fondo del armario sin edad, es un avaro que no comparte sus tesoros. La superficie de su lado del cristal está separada en piezas de rompecabezas. Recolecta las que más le gustan y las almacena en orden cronológico para sacarlas y examinarlas a su gusto en sus momentos libres. El resto del tiempo se dedica a cazar las próximas adiciones a su colección. Ha pensado catalogarlas por expresiones; sonrisas, enojos, llantos. O por anatomía: ojos, bocas, manos, pies. Pero regresa a ordenarlas por fecha. Es la única forma que tiene de saber cuánto ha pasado haciendo lo mismo. No recuerda nada antes y no puede pensar en algo después. 

La cacería involucra mucha paciencia, lo aprendió luego de precipitarse a agarrar algo que le llamó la atención al principio de su estadía dentro del espejo. Vio la punta de un pie de niña calzado en zapatilla roja asomándose debajo de un vestido blanco y la agarró de inmediato. El pedazo de espejo que quitó para quedársela lo tiene guardado en un lugar especial. El resto del cristal, desperdigado por el suelo, por poco daña a la niña de la zapatilla roja y su madre se preocupó tanto, que no reparó el mueble por temor a que su hija volviera a romperlo. 

Pasaron muchos años entre un espejo y otro, el hombre casi se desvanece de aburrimiento. Los sonidos no se pueden guardar, los pensamientos tampoco. Las piezas que ya tenía en ese entonces no alcanzaron para armar un cuadro completo; demasiadas narices, pocas orejas, muchos pies izquierdos, pocas manos derechas. 

Repararon el espejo y volvió a atrapar los mejores pedazos de la gente que llegaba a asomarse a su ventana. Si una mujer, por ejemplo, se miraba en ese mueble, podía irse de allí con la impresión de haber perdido algo. Tal vez nunca pudo volver a sonreír de la misma forma. O se destiñó el verde de su blusa favorita. Un hombre dejó de percibir las formas redondas con el ojo izquierdo y un niño, cosa extraña y trágica, perdió la habilidad de escuchar la nota Do en el oído derecho. 

Poco a poco, el coleccionista fue acumulando suficientes partes para armar diseños completos, seres fantásticos construidos de pedazos perfectos que, en conjunto, sin la armonía que aportan los defectos, no satisfacen del todo al hombre que los reúne.

El día que el hombre de adentro vio al de afuera contemplándose con expresión de pregunta no supo cómo reaccionar. Lo quiso todo, desde ese cabello suelto hasta los zapatos gastados. No hablemos de amor, pero sí de obsesión. Abarcó al hombre del otro lado del espejo con las manos y quiso recoger todos sus pedazos. Se rompió y no le dejó nada qué guardar. Sentado entre los retazos de su anhelo, se puso a llorar, no supo si por primera vez o si nunca había dejado de hacerlo. Esperó en silencio, desconectado de su realidad, a que repararan su pedazo de mundo. Esa vez fue rápido, tal vez una semana en el exterior. 

El hombre perfecto se contempló de nuevo, con curiosidad, y extendió su mano para tocarse a través del espejo. Todas las superficies que nos reflejan mienten, esconden un mundo al que entramos cuando le damos la espalda y que no podemos ver al darnos la vuelta. Creyó entender un movimiento retardado de otra mano siguiendo la suya y todo se hizo pedazos de nuevo. 

El coleccionista se maldijo. De nuevo traicionado por su avaricia. Tenía que atrapar esa imagen por pedazos, no entera, para que no se despenicara. Pero su deseo siempre lo arrastró y así se rompieron veinte espejos y repararon otro tanto. Ni uno puede dejar de verse y buscar lo que lo desea, ni el otro se puede contener. 

La última vez que el hombre perfecto se vio en ese mueble, ya con canas y cansancio, el coleccionista se sentó a verlo. No trató de quedárselo, le entregó el recuerdo de la primera vez que lo deseó. Uno entendió por qué siempre se entregó al espejo y el otro por qué nunca pudo quedárselo. 

Para quedarte

Si para que te quedes

tengo que recordarte las noches que te fuiste

las mañanas en soledad

las bocas sin besos.

Si tengo que enumerar

las canciones sin oídos

el espacio sobre la piel

que no tiene mano encima.

Sacar a bailar

las veces que no lo hicimos

los deseos puestos sobre el suelo

que nadie recogió.

Si fuera todo eso necesario

para quedarte

dejaría que te fueras

y lo recordaras solo.