Logré no hacer nada

Apenas respirar. Leer un poco.

En unos días de no hacer nada quiero volver a hacerlo todo. Tal vez por eso es que se perdían los héroes de antes en islas remotas y sin señal de internet.

Lo que no se dice

Ayer escuchaba una muy mala canción, pero con una pausa genial. En el espacio de los segundos que dejaba de cantar, cabía cualquier cosa. Como aquella molestadera de niños “pican, pican los mosquitos”.

Las pausas, los espacios en blanco, los vacíos, las ausencias. Todos son torbellinos que halan nuestras mentes. Sentimos la necesidad de llenarlos. Detestamos los agujeros en la vida, esos saltos de memoria, la falta de información y tendemos a taparlos con nuestras propias suposiciones.

Así, el silencio en una conversación se convierte en una confirmación de nuestros peores miedos. Un cuarto sin luz que parece vacío y que poblamos de monstruos. Cuando, en realidad, sólo no sabemos qué hay.

Hacer conexiones para unir puntos está bien. Es más, es necesario para poder proyectarse uno en el futuro y entender el pasado. Lo que no está bien es pretender que esa “información” extra que estamos imaginándonos acerca de otra persona, es cierta. Nada como suponer intenciones ajenas para estar frecuentemente equivocados.

Siempre es mejor preguntar. Tal vez la respuesta nos sorprenda tanto como la siguiente estrofa de una canción en doble sentido.

Despedí al jardinero y me siento fatal

Mi tío me heredó su jardinero con la advertencia que era borracho, pero honrado. Efectivamente, el señor es honrado. Y borracho. Hasta el punto de tener que despedirlo ocho años después.

Me costó mucho. Entiendo que la peor parte la lleva él por quedarse sin trabajar un día a la semana, pero la situación fue incómoda para ambos.

Los humanos preferimos quedarnos en lugares con púas emocionales que ya conocemos a terminar relaciones largas. El dolorcito se nos hace costumbre y la piel ya está abierta en los lugares correspondientes. Los cambios nos detienen. Ya suficiente nos cambia la vida sin necesidad de hacer nada, comenzando con la propia apariencia.

Pero llega el momento en que algo se vuelve insostenible y hay que cortarlo de raíz. Como el cuento del perro al que le quitan la cola por pedazos para que no le duela tanto, las cosas a medias duelen todas las veces que se tocan. Es mejor de una.

Cuando la insatisfacción ya es tan grande que mejor afrontamos el asunto, nos armamos de valor. Todo rompimiento duele. Aunque sea con un señor al que miraba una vez a la semana. Era parte de la casa y me dio mucha pena tener que decirle que no viniera más.

No existe Santa Claus y está bien

Tal vez una de las nostalgias más grandes de adulto es no poder volver a creer como cuando éramos niños. ¿Que un señor panzón cruza el mundo en una noche repartiendo juguetes y bajando por chimeneas? Por supuesto. ¿Que si un ratón compra los dientes de leche? A mí me dejo q10. ¿Que si los buenos siempre ganan, se puede vivir felices para siempre y el amor nunca se termina? Pues claro que sí.

Creer, sin reservas ni expectativas es una habilidad que se pierde con el tiempo. La experiencia, esa palabra que sirve para llamar al dolor del desengaño, nos enseña que nada es definitivo, la magia no existe y el final feliz dura un momento.

Pero no podemos existir sin creer. Las relaciones serían imposibles si tan sólo nos atuviéramos a las experiencias. Mejor quedarse en cama y nunca levantarse de allí. Y, aunque ese prospecto en mi estado actual de agotamiento suena glorioso, simplemente no es para eso que estoy viva.

Santa Claus no existe. Pero sí hay días que son regalos. No hay magia, pero sí tardes en una hamaca escuchando reírse a los niños. Y, ciertamente, no hay finales felices. Pero es porque aún no ha llegado el fin.

Detesto la mediocridad

Decir que uno hace algo “lo mejor que puede”, para mí, implica hacerlas bien. Mejor que bien. Esos puntos intermedios en los que se dejan las cosas casi bien, no por falta de talento sino por falta de ganas, son una buena razón para renegar de la raza humana.

Me pasa con los niños. Esas notas que ni pierden ni son buenas las detesto. Porque, al menos que les costara y fuera porque no entienden. Pero es por haraganes que no hacen ni el mínimo esfuerzo. Eso no es aceptable. Ser mediocre es peor que no entender.

Cuando se tiene talento, es casi una obligación sacarle brillo. Y está bien no hacer todo para lo que uno es bueno, concentrarse en una sola cosa. Pero hacerla lo mejor que uno pueda. También, esa es la única comparación que vale: contra uno mismo. Hacerle tantas ganas que no haya duda que eso es todo lo que uno puede dar.

En la vida, muchas veces gana el esfuerzo sobre el talento y eso espero que entiendan mis hijos. Es una lección que aún estoy aprendiendo yo.

Gana la nostalgia

De pequeña, uno miraba en la tele lo que dieran. Eso incluía, prominentemente, Mazinger Z. La verdad, esa era mi caricatura favorita. La temática era diferente de un Candy insoportable, había humor y siempre, siempre, ganaban los buenos.

Tendemos a idealizar las cosas que nos gustaban de pequeños. El helado en el mismo plato que el papá. La magdalena que sólo le salía rica a la mamá. Una noche en la que salieron a ver una película.

Cada vez que revisamos esos recuerdos, les agregamos algo. Es imposible sólo observarlos. Como si cada uno fuera un cubo Rubik pero, siempre, tiene configuraciones correctas. Aún esos recuerdos que son el fundamento de nuestra propia naturaleza. Analizamos cómo éramos desde la perspectiva de cómo somos. Algunas veces esa revisión nos gusta y otras creemos que hemos vivido cosas que no son ciertas.

El tiempo es engañoso y el corazón no sabe que pasan años entre la vez que sintió algo y el momento en que lo recordamos. Por eso aún tenemos el olor de los brazos de la mamá y el sabor de la cerveza del papá.

La nostalgia gana, porque la hacemos presente siempre. Jugamos a vivir todo en el hoy. Como ahora que estoy en el cine viendo la película de Mazinger. Sigue gustándome y extraño mi juguete.

Para siempre

Me dijiste “para siempre”

creyendo que el tiempo era una línea

y que la podías cruzar.

Pero el tiempo es un círculo

que a veces te alcanza por detrás

y primero llega el nunca.

Comenzar

Hay principios tan repetitivos que se me escapan. No es alejado de la verdad decir que comenzamos de nuevo todos los días. Lo que sí me queda difícil es darme cuenta.

Vivo en elipsis constantes alrededor de diferentes centros gravitacionales. A veces son buenos, a veces son hoyos negros que me halan. Algunas ideas y sentimientos son capaces de hacerme desaparecer y tengo que hacer un esfuerzo enorme para no dejarme. La desidia es uno grande.

Por eso tengo una vida tan estructurada, para no darme el lujo de hacer lo que realmente me gustaría: nada. De nada. Leer, tal vez. Comer, si me la llevan a donde estoy sentada.

Podría no decir palabra en días enteros y no ver a otra gente. Supongo que todos pasamos por esas etapas de ostracismo.

La vida que he elegido va en contra de esa preferencia mía y me alejo lo más que puedo de allí. Comenzar todos los días con lo mismo, desde el principio, me ayuda a hacer cosas nuevas y sacudirme el letargo que me devora por dentro. Mis hijos me sacan del silencio. Escribir me sacude el cerebro.

Termino los días cansada. Y es perfecto. Así no pienso mucho en que a la mañana siguiente, me toca salir de mi cama.

El ángulo correcto

A mi teléfono se le arruinó la cámara normal y sólo sirve la de las selfies. Que me resulta conveniente, porque lo uso como espejo. Casi creo que me miro como salgo en las fotos. Y resulta que no, esa cámara tiene una distorsión que hace que se me mire la cara más larga y cuando me toman fotos con una cámara normal, no me gusta cómo me miro.

Pero los espejos también mienten. No hay superficies perfectas en dónde reflejarnos con completa fidelidad.

Además, no nos vemos de forma objetiva. Nunca. Porque nuestra auto imagen está íntimamente ligada a nuestra apariencia. Parte de la evolución es poder reconocernos a nosotros mismos de entre un mar de personas distintas. Allí estamos, ve. Ésa soy yo. Nadie más. Hacemos identidad a partir de la persona que nos imita en un espejo y le atamos sentimientos a esa imagen.

El problema, tal vez, es que esa subjetividad que utilizamos sirve para dejarnos de gustar. El paso del tiempo, los cambios de peso, la simple vida, nos cambian y no siempre para mejor. Llega un momento en que no volvemos a ver a la persona que conocíamos y la que nos saluda no mucho nos gusta. Lo cual es muy feo. No que uno se vuelva feo, sino que la idea de la belleza que tenemos también debería cambiar con nosotros. ¿Arruga nueva? Es porque he vivido más. ¿Canas? Ya no necesito ponerme rayitos. ¿No quepo en la misma ropa? Excusa para comprar más.

Me cuesta. Mucho. En lo que aprendo, al menos ya sé cuál es mi mejor ángulo en el teléfono.