¿Listo, Corazón?
Diez latidos sin pensarlo
mándame sangre al cerebro
quítame el combustible del recuerdo
trabaja, Corazón, tenemos que seguir
nadie nos ayuda hoy
ni hay otro como tú
que nos marque el paso.
Por ahora, estamos solos.
¿Listo, Corazón?
Diez latidos sin pensarlo
mándame sangre al cerebro
quítame el combustible del recuerdo
trabaja, Corazón, tenemos que seguir
nadie nos ayuda hoy
ni hay otro como tú
que nos marque el paso.
Por ahora, estamos solos.
Cuando uno escribe, usar “lugares comunes” es un pecado capital. Esas metáforas tan lisas por su uso continuo que ya no tienen ninguna relevancia. Los adjetivos repetidos, las escenas trilladas. Todo eso que a los adolescentes les parece nuevo e ingenioso y que uno de adulto entrado en años ya ha leído ad náuseum. Pero…
El lenguaje (incluyamos cualquier tipo de arte en esto) sirve de medio de comunicación precisamente porque tiene lugares comunes. El atajo que permite que un extraño me entienda de inmediato a qué me refiero porque conoce por su parte la expresión. Imagínense que nos dedicáramos a buscar formas “novedosas” de describir la vida para todo. No habría suficiente café para acompañarnos.
No todos escribimos y no siempre lo innovador es lo recomendable. El espacio conocido es un buen punto de partida, al final del día, no hay nada nuevo bajo el sol. Tal vez, eso sí, no volverle a decir a un fulano que el café favorito es el de sus ojos. Eso hasta las tazas se lo saben de memoria.
Estoy tratando de entrenar al chucho. Excuso decir que, en los videos, la entrenadora tiene un perro de unas cuarenta libras. El mío rasca las cien. Es un desafío. Y es más trabajo para mí, que para él. Sobre todo que no es MI chucho.
Nos entrenamos constantemente con las cosas que repetimos. Aún sin darnos cuenta. Nuestra vida se encarrila en la rutina, lo hagamos sabiéndolo o no. Y, una vez instaurada una costumbre, cuesta mucho sacarla.
La repetición es el cauce. No importa si es para bien o para mal. Igual queda marcado. A ver cómo me va con este animal.
Estar agradecida por tomar decisiones cotidianas es un ejercicio de pertenecer a la vida. Pequeños triunfos que uno se va otorgando y que hacen la diferencia entre estar amargado o no. Es banal, inconsecuente, pero, seamos sinceros, la mayor parte de nuestra existencia carece de peso, de trascendencia, salvo la que nosotros mismos le asignamos.
Las personas más felices son las que están conscientes de sus circunstancias, aceptan lo que no pueden cambiar y agradecen lo que tienen. No se trata de despojarse de la gana de hacer/ser. Es sólo no olvidarse de lo que ya se es.
Me gusta fijarme en las cosas que me dan placer, así sea el sabor del agua. Mejor eso a ponerle atención a todo lo que me molesta, que igual está presente.
A mí me criaron con el “no” en la boca y ése es mi primer impulso al momento de dar permisos. No. Al rato digo que sí y como no me gusta ser inconsistente, ahora prefiero no decir nada al principio. Decir que no siempre es más fácil, conste. Menos riesgos, menos planes, menos trabajo. No, no puedes ir (así no te llevo), no, no pueden venir (así no atiendo gente), no, mejor no tengas vida social…
¿Habrá sido más fácil antes, cuando los hijos se casaban a los 14 años y dejaban de estar en casa? ¿O siempre ha pesado el desprendimiento? Porque en el fondo, el no es un no querer soltar. Porque tal vez uno siente que deja de ser uno el que vive, que tiene que darle su lugar al que viene. Nada más alejado de la verdad. Mientras crecen los hijos, uno también lo hace y cada etapa tiene sus propias experiencias. Nadie pierde.
Ayer hubo “junte” de adolescentes en casa. Qué bueno. Me encanta que hagan ruido y se rían y sean un buen grupo. Yo hago lo mío y me siento más viva porque los míos hacen lo suyo. Pero sigo con el no en primera fila.
El faro no toca las olas
queda lejos de la orilla
una luz en lo alto
la advertencia a lo lejos
y los barcos encallan
creen que está más cerca
tal vez lo pusieron allí
para atraer incautos como yo.
A veces, la rutina hace que los días sean muy rápidos. Amanece uno lunes y anochece domingo, y corre y va de nuevo. Es lo que toca, sobre todo con trabajo y niños y casa. Una actividad sigue a la otra.
Detenerse un momento todos los día ayuda a que la vida no se escurra como arena en un reloj. O sea, igual se va, pero al menos uno lo siente menos corrido. También hace que uno no dé las cosas por sentado. Nada es permanente y siempre hay algo nuevo en qué fijarse.
Salirse de la rutina, ponerse como dice la canción, al lado del camino, para mí no es una postura de alejamiento. Es de observación intensa, de alargamiento de tiempo y de retomar. Y en eso estoy.
Pasé en un rango de dos kilómetros todo el día. Menos, tal vez. La gloria. Un día sin moverme. ¿Habrá descanso más completo que no tener a dónde ir?
Los humanos siempre nos movemos. Es parte de nuestra supervivencia porque lo que comemos también se mueve. Hasta que plantamos y allí se nos arruinó la salud. La agricultura no nos ayudó a estar mejor, sólo a no tener que cazar. No nos favoreció el cambio. Y, como seguimos con el impulso de movernos, de todas formas migramos.
Un día sin moverme se siente maravilloso. Sólo uno. No creo aguantar muchos más.
Si me ponen a planificar un viaje, es probable que les diga dónde queda hasta el más mínimo detalle y qué hacer en el día. Tener itinerarios y planes y anticipar comidas, para mí, es parte integral del viaje en sí mismo. Siento que se me extiende la vacación. Pero… rara vez me han salido exactamente los planes como los he hecho. Porque la vida y el clima y el mundo no se acoplan a lo que uno decide. Es al revés.
Planificar con éxito tiene mucho qué ver con tener una meta en mente, una ruta posible y flexibilidad. La última es la más importante si uno quiere terminar en donde lo previó, a pesar de cualquier circunstancia. Es la capacidad de sobrevivir una tormenta, ver hasta dónde se desvió uno del curso, y retomar el camino.
Ser flexible de cuerpo me ha tomado añales. La mente se me queda un poco atrás, porque a veces me encariño demasiado con mis planes y olvido que lo importante es la meta. Por eso, ahora cuando planeo una vacación, dejo días de cero planes.
Vamos a la piscina con mi chiquita y, como ya no lo es tanto, se vuelve un poco complicado: escoger el traje de baño, el pareo, arreglarse el pelo, los zapatos… para ir a meterse a una piscina. No soy tan vieja que no recuerde la suma importancia que todo eso tenía. Y agradezco serlo lo suficiente como para soltar.
Tanto de la vida que se priva uno por la autocensura. El no hablar con alguien, no ponerse cierta ropa, no practicar algún deporte. Esa malinterpretada importancia que nos hace pensar que los demás nos observan es una cárcel. La edad va disolviendo los muros y termina una toda vieja impertinente pero feliz.
Trato de aligerarle la carga a mis hijos enseñándoles que a muy pocas personas les importa lo que hagan y que a ese grupo reducido no les va a importar si no están perfectos. No se trata de tirar toda convención social a la basura. Sólo de no limitarse tanto que no puedan funcionar.