Perder el filo

Las palabras las usamos para comunicar sentimientos complejos, a través de sonidos. Algunas las usamos con más frecuencia, como corresponde a las cosas comunes. El agua, que está por todas partes, no tiene filo, se escapa por las grietas y seguimos igual de tranquilos al nombrarla. Si, a esa palabra, que sólo representa la cosa en sí, le subimos un adjetivo, ya la hacemos más pesada y así nos vamos encaramándoles emociones a lo que hablamos. El problema es que, de tanto usarlas, pierden el filo que deberían tener y ya no nos cortan.

Cortar. De eso se trata la palabra. Cortamos las ideas, las examinamos. Nos cortamos la piel para sangrar amor y alegría y enojo. Cortamos insultos para parar en seco al agresor. Y cortamos el espacio entre dos personas al hablarnos de amor. Así funcionan. Tan perfectas, las palabras bien utilizadas.

No golpeemos el lenguaje contra la piedra de lo común hasta que ya no corte nada. Guardemos las cosas importantes sólo para lo que realmente lo valga. Así, cuando necesitemos cortar, romper, rehacer, tendremos todas las herramientas afiladas.

El mar adentro

Un día, hace muchos años

se acabó el mundo,

¿te recuerdas?

ya no fueron suficientes

los granos de sal suspendidos

ni las olas de techo

o la inmensidad debajo

te aburriste del infinito

se acabó el mundo

como se acaba el amor eterno

en un instante

quisiste dejar de volar flotando

y ahora vagas, piel afuera, seco

pero yo que te quiero

dejé que me llevaras por dentro.

Los miércoles son como los lunes

O tal vez peor. Uno deja de hacer cosas un lunes porque viene del fin de semana. El martes, como ya quedó demostrado, no existe. Así que se viene el miércoles y uno lo quiere sacar todo de un solo. Porque siente que ya queda muy poco de la semana. Total, el jueves es para salir y el viernes es para almorzar.

Tenemos una percepción muy simpática del tiempo. Creemos que es eterno, lo alargamos en días y semanas, le damos la vuelta haciéndolo girar en un reloj. Cuando, en realidad, el tiempo no existe más allá del momento, el pasado es una ficción y el futuro ni siquiera está formado. Llegar a mi edad es estar en el miércoles de la vida, hago cuentas de lo que he logrado y quiero meter todo el resto en unos pocos años.
Sinceramente, estoy comenzando a considerar no hacer nada extraordinario, seguir con el rumbo de mi vida y que la muerte me agarre doblando ropa. Así como hago todos los miércoles.

La buena ficción es más verdadera que la realidad

Aunque no soy fan de Almodóvar, todas sus películas me han puesto a pensar. Tienen en el fondo cuestionamientos filosóficos y morales que lo empujan a uno al filo de la aceptación: sí, yo también haría lo mismo. Es la marca de la buena ficción el situarnos más allá del lugar donde habitamos y forzarnos a considerar más posibilidades.

Nuestro cerebro funciona en modo abstracto y desvestido de materialidad, y en modo simbólico, atado a lo experimentado a través de los sentidos. Las personas mejor integradas entienden la importancia de ambos y logran navegar entre los dos puertos. Y para eso muchas veces sirve el arte que sea simbólico y concreto a la vez, que represente algo real y lo eleve.

La buena ficción nos transforma. Y nos permite regresar mejor al mundo real.

La oportunidad

Si el verdadero valor de una propiedad es la ubicación, el de las palabras es la oportunidad. Que algo sea verdad es, obvio, el primer requisito. Pero es aún más importante que uno lo diga en el momento adecuado. Las palabras pesan y dejarlas caer a veces lastima. Y no se trata de eso. Al menos no siempre.

Me ha pasado que me dan ganas de desahogarme por una molestia. Tengo la intención de decirle “sus verdades” a alguien. Y, cuando lo he hecho, se siente como descargar un camión de basura sobre la otra persona. Pero no libera. Y sólo se quedan sucios los dos. No es lo mismo poner límites, hablar claro y con franqueza, que ser grosero y decir cosas de más. Si de algo quiero librarme es de ser una vieja impertinente. Me cuesta mucho no hacer comentarios fuera de lugar con mis hijos.

Quiero aprender a conducirme con más compasión hacia los demás y hacia mí misma. Que lo que diga sea oportuno. Y no tirar mi basura sobre alguien más. Hay cosas que no se pueden recoger.

Todo cambia

La impermanencia es algo que cuesta entender cuando uno es joven. Cree que siempre va a ver a la misma persona en el espejo, que siempre va a poder comer pastel sin engordar, que el amor dura para siempre. Aferrarse a las cosas, a los estados del ser, es lo más inútil que hacemos. Y lo hacemos todo el tiempo. Cuando es el mismo tiempo el que nos saca del lugar donde nos creemos anclados.

Mis hijos están pasando por edades por las que yo ya he estado, por mucho que quisiera que siguieran siendo mis bebés. Aunque, recordando los desvelos, tal vez no añoro tanto esa etapa. Y, aunque yo ya pasé por allí, no es lo mismo. Pretender que ellos tengan reuniones iguales, se vistan como yo lo hacía, escuchen la misma música, sería sufrir sin sentido. Porque yo también cambio con ellos.

Saber que todo es impermanente, ayuda a fijarse en lo que está pasando ahorita. Que es lo único que existe. Y que le da paso a lo que viene.

Ya no encuentro a nadie más que a ti cuando te miro

No se puede evitar buscar parecidos

a los niños recién estrenados, son toda posibilidad

y uno les mira la boca del padre, los ojos de la tía

después dejan de ser muñecos de trapo

recogen entre sus escasos días

un poco de personalidad

las facciones se alejan de los recuerdos.

Cerré los ojos un instante

y te escapaste de mis brazos

para ser más alto que yo

y ya no encuentro a nadie de antes

cuando te miro, sólo estás tú.

Triste y dulce alejamiento que tenemos

para que tú tengas tu vida

así como tienes tu cara, sólo tuya.

Hasta que nos volvamos a parecer.

El verdadero propósito

Mi mamá siempre me hizo los pasteles de mis cumpleaños. Invariablemente eran magdalenas cubiertas de turrón de claras batidas con miel. Y, por supuesto, yo quería pasteles de chocolate. Porque cuando era niña, mi mamá decidía. Cosa que ha cambiado sustancialmente con mis hijos.

Entiendo, porque lo tengo, el deseo de hacer las cosas para ellos por mí misma. Es un acto de servicio amoroso, que busca complacer al ser querido. Y hoy, pensando en que qué complicado hacer el pastel que quiere el niño, me di cuenta que tiene hasta más mérito comprarlo y ser felices todos. Porque a él le da lo mismo. No será lo mismo con la niña, pero eso me toca hasta en septiembre.

Cuando se trata de dar cariño, el propósito es lo que cuenta, pero sólo si se entrega a través del medio adecuado. Si se trata de llenar una cubeta con agua, de nada sirve que el chorro quede fuera. Así que compraré el pastel. Que no va a ser una magdalena.

Ser espejo

Ha cambiado tanto el concepto de lo que es tener una relación, inclusive en el transcurso de mi vida. Sería ilustrativo saber cómo lo hacían antes de la agricultura. Qué tipo de interacción pudo haber existido. Sólo podemos especular, porque le hemos subido tantos sabores distintos a esa palabra, que no se reconoce el color original. Pero tampoco nosotros los humanos somos los mismos y seguro esa clase de comportamiento tampoco sería ideal para todos ahora.

Tenemos que reflejarnos. Y a los demás. Ser el espejo que recibe y da, sin quedarse con nada, preferiblemente sin distorcionarlo tampoco. Querer a alguien más crea una especie de ente individual que crece de la interacción.

Pero siempre hay pequeñas manchas y movimientos. Está bien. También se trata de adaptarse. Y de reconocer al otro con la claridad de la renuncia a algo que no existe. Ser espejo. Dejar que la otra persona lo llene a uno. Y no quererlo retener.

Hay una brecha

La música que uno escucha de joven marca una época. Aunque uno ya no la busque. Generalmente es algo que no le gusta a los papás, es casi obligatorio alejarse de una de las cosas en común. Por otra parte, nada lo mantiene a uno tan fuera de moda como sólo escuchar música de cuando uno era joven. Hasta la frase envejece.

Lo cierto es que no hay nada tan emocional como una melodía. Se pega a la parte sin palabras del cerebro y nos crea sensaciones que no necesariamente entendemos. Es capaz de darnos reacciones físicas. Y nos demuestra casi al instante la cultura y lo que le importa a la gente que la produce.

No me gusta mucha de la música más popular de ahora (sí, el reguetón), pero es lo que hay y confío que mis hijos salgan del pequeño (diminuto) mundo musical que está inundado de eso y podamos cerrar un poco la brecha de gusto. Y, si no, igual dirán: esto es lo que escuchaba mi mamá cuando era joven.