Se me acaban las semillas de marañón

Sucede algo muy extraño con los botes de semillas en la casa. De un día al otro, están vacíos. Y, de una semana a la otra, la ropa me queda apretada. Extraño que esas dos cosas inconexas sucedan de forma concurrente.

Todos tenemos pequeños gustos que trascienden lo meramente físico. Algo que nos consuela y alivia y apapacha por dentro. La comida es un atajo fácil, por los efectos neuro-químicos que tiene. Pero hay otros detonantes, la música, los olores, una película. Todo tiene que ver con los recuerdos y esa sensación de cariño que nos invade. Recordamos, a nivel celular, el lugar donde fuimos amados y lo tratamos de replicar. Y está bien. Pero hay algo aún mejor: sentirnos así ahora, con cosas nuevas, con lo que hay.

Los helados, las galletas, las semillas. Buenos atajos, aunque me ensanchan. La música nueva, mis hijos, la silla que me gusta y todo lo que puedo disfrutar ahora sin que me engorde. Por allí va la felicidad.

Narrar mi vida

Con mi mamá nos contábamos la vida en detalle administrativo. Las cosas pequeñas de todos los días, una narrativa sin cortar. Era una excelente base para construir conversaciones más complejas, menos comunes. Ya teníamos los bloques principales, el resto sólo consistía en arreglarlos.

La vida no sucede de momento importante en momento importante. Nos está pasando todo el tiempo y, así, corremos el riesgo de perderla entre tanto detalle constante. Narrarse uno un momento aparentemente inocuo del día asienta la existencia. Yo vivo. La rutina me lo afianza.

La gente que yo quiero tiene mi atención irrestricta. Para todo. Porque todo lo que hacen es importante y yo quiero conocerlos. La gente se aleja cuando se deja de interesar por lo granular del otro. Y a mí me encanta que me narren sus vidas.

Evoluciones inesperadas

¿Cuántas veces se cumplen por completo nuestros planes y llegamos a la meta exactamente como la imaginamos? Creo que nunca. Porque la naturaleza de la vida es que cambia y eso abarca hasta nuestras ideas, aun las más fijas.

Estaba haciendo bagels y no salieron como yo quería. Tuve que ajustar parte de la receta a la mitad del proceso y estoy segura que no quedaron como debían. Pero no salieron mal, igual se los comieron todos.

La vida viene sin receta. Sólo con guías más o menos estables de la mejor forma de comportarse. Y hasta ésas están sujetas a interpretación y aplicación. Algo así como echarle un poco más de agua a la masa porque está muy rígida. Al final, lo que uno quiere es comer rico. Y no siempre van a salir exactamente igual que la foto.

Todo lo que olvido

Nunca hago lista de súper. Lo considero un ejercicio en memoria. Me tengo qué acordar. Lo logro casi siempre, aunque tenga que regresar sobre mis pasos en las góndolas. Luego, obvio, olvido hasta que fui al súper porque es información reciente e irrelevante que descarta mi cerebro.

Hay mucho debate acerca de nuestra capacidad de guardar recuerdos de la primera infancia. Más allá de esa gente que dice que uno retiene la memoria de su propio nacimiento y que es el primero de todos los traumas, los recuerdos como tales, nadie sabe cuándo se forman con certeza. Yo tengo más recuerdos de alguien contándome qué hice el día que me tomaron una foto específica que del hecho en sí mismo.

Creo que tenemos una especie de capacidad limitada para guardar recuerdos y que algunos desplazan a otros. Que podemos ejercitar ese espacio para ser más eficiente. Y que tengo un montón del mismo espacio ocupado por cosas inservibles como las letras de todas las canciones que me acompañan cuando hago súper.

Por escrito

Las palabras se las lleva el viento. Que no era algo malo, entiéndase que ese proverbio griego alababa lo efímero de una palabra pronunciada, lo poético que vuelen, hasta dónde pueden llegar y cómo cambian. Lo escrito cae como piedra. Y, sin tono de voz ni contexto, a veces pierde la intención original.

Cuando uno escribe la intención de dos personas, trata de dejarla plasmada de tal forma que se entienda, aún y cuando a los involucrados se les olvide qué querían. Peor aún, cuando ya no están. Obvio, eso es casi imposible.

A mí me encantan las cosas por escrito. Pero me gustaría que fueran con tono y gestos, porque a veces el texto se queda corto. Pero dejo que el que me lea lo ponga y tal vez gano con la interpretación.

Buen lunes

Todos los días son todo lo que pueden ser. Y si sueno mucho a coach ridículo, es que hasta los clichés más trillados pueden ser verdad. Un día o el otro importa muy poco cómo se llame.

A mí, generalmente, me gustan los lunes. Es volverme a poner el chaleco de la rutina, con islas conocidas dentro de un océano que navego. Está bien. También hay lunes sin rumbo y domingos predecibles. La cosa es tener una pequeña expectativa razonable de qué es lo más probable que suceda.

En una casa con dos adolescentes que mudan de persona casi cada hora, saber que el lunes lavo ropa me ayuda a no salir corriendo. Dan ganas. A ver cómo amanecen el martes.

Diferencias

Todos somos distintos. Eso hace que sea casi imposible predecir la conducta de un individuo. Pero, en masa, sí que se puede hacer proyecciones casi exactas del comportamiento humano. Será una cuestión de porcentajes, de influencia, de lo extraños que somos como seres. Y es que, aunque diferentes, vivimos en grupo y la presión de la mayoría sí hace mella en nosotros. Una cosa de supervivencia: en la prehistoria, quien no era parte del grupo no comía.

Ahora, se habla mucho de diferenciarse, resaltar, marchar al paso de nuestro propio tambor. Y está bien. Yo misma ayer me di cuenta qué tanto no me acoplo a lo que los demás hacen, sobre todo en cuestiones de moda. Pero eso no significa que sea un ermitaño, separada de la civilización.

Todos terminamos aprendiendo el juego de saltarnos las reglas y sus consecuencias. Y todos escogemos qué preferimos. Las rebeldías tienen su precio. Algunas lo valen. Otras son simplemente berrinches y hay que saber diferenciar entre ambas. No todos podemos ser James Dean.

Nunca es suficiente

La vida siempre se queda corta. No leemos todos los libros, ni vamos en todos los viajes, ni damos todos los besos. Se nos pasa el tiempo y no hicimos esa última visita. Se pasó el helado en el congelador porque lo dejamos para más tarde. Y, aunque nos lo comiéramos, dejamos el resto del helado que hay en existencia y por venir.

Se nos acaba la vida, porque así es la cosa y tenemos que admitir que vamos a dejar cosas sin hacer, por mucho que nos afanemos. Y está bien. Aunque siempre hay más, lo que hay ahorita es lo que hay.

Me doy permiso a veces de no hacer nada. De dejar libres horas. Porque la nada también se agota y la vida empuja a hacer. Aunque no sea nunca suficiente.