Un domingo

Tenemos un orden para los desayunos de domingo. Se supone que yo no cocino ese tiempo y los demás escogen. Termina siendo un híbrido, como hoy, que igual fui en piyama a la panadería a comprar los English muffins que quería el puberto. Resultó fortuito, porque el joven no se despertó para comer con nosotros y al menos no nos morimos del hambre.

Cada domingo rompemos la rutina. Que es una forma programada de desprogramarse, y está bien. Nuestro núcleo es pequeño, mi gente somos pocos y si eres parte de mi círculo, lo sabes. Generalmente te recomiendo música. O te cocino. Formas chileras de querer sin imponer, creo yo. Para eso sirven los días como hoy. Para cocinar rico, ver foot, ponerse al sol y comer helado.

Me gusta muchas veces la vida que me he construido, sobre todo porque sé qué tan fácil se puede venir todo abajo. Ya me ha tocado recoger los pedazos y volver a empezar. Más de una vez. Pero eso me sitúa en el momento y, hoy, estoy comiendo dona con helado al lado del niño y el gato, en la sala soleada de la casa, viendo foot. El mundo funciona. No importa por cuánto tiempo.

Un poco de aire

No puedo respirar

con tu nombre suspendido en el aire

necesito el borrador

que usaste para olvidarme

no he podido quitar

tus marcas de mi piel

tal vez, al fin,

me ahogue en el pozo de tus ojos

y cuando termine de caer

me estrelle contra el piso que me quitaste.

De lo particular a lo abstracto

El lenguaje sirve para tomar atajos. Las palabras nos dibujan símbolos generales de cosas que, en el contexto, logramos hacer singulares. Así, un árbol a secas no es lo mismo que el árbol exótico de limones amarillos de la casa vieja de los abuelos. Pero tomar atajos sirve, hace más fluida una conversación. Hasta que nos olvidamos de lo abstracto y creemos que es absoluto, sin tomar en cuenta que las cosas sólo existen en la realidad con sutilezas y diferencias.

Me gusta escribir cosas un poco en medio de lo nebuloso y lo completamente definido, porque creo que un lector agradece poner algo propio en lo que lee. Pero me fascina ser hasta exageradamente abierta a las particularidades de las personas con las que hablo, porque si no entiendo el contexto, poco voy a poder avanzar en la comunicación.

Las cosas materiales son absolutas. Sólo hay un limonar amarillo del recuerdo. Las ideas son abstractas y se pueden definir según la experiencia de cada uno y de la sociedad en la que vive. Y allí es donde más vale entender bien al otro, porque es muy fácil perderse tomando atajos. Pregúntenle a la Caperucita.

Se borró

Se borró lo que escribí ayer acerca de mis gatos y cómo se murió el gato viejo que fue el primer animal que fue mío y de cómo aprender a ser un gato para tener amores más duraderos. Aunque quisiera, no podría volver a escribir el mismo texto. No sólo porque los escribo y los olvido, sino que ya ni siquiera tengo la misma idea hoy temprano. Es como comprar algo y al día siguiente devolverlo porque la persona que habita en mi clóset es una tirana que no acepta cualquier cosa. Y la entusiasta que sale de compras cree que todo le va a quedar bien sin probárselo.

Cambiamos tanto, que decir que somos una u otra cosa sólo son piedras de apoyo para vadear un río caudaloso. Si no nos anclamos en ellas y seguimos en movimiento, tienen validez. Pero si pretendemos quedarnos sólo en una, ignorando las demás, nos va a llevar la corriente. Porque el cambio es inevitable y sólo podemos aprovecharlo o negarlo. Seguro la segunda opción no es la más sana.

Sigo creyendo que uno puede aprender a cómo ser en una relación de un gato, pero tal vez por razones distintas a las que puse ayer. Igual no las recuerdo y tengo dos maestros en casa a los que puedo observar para más.

Enséñame la mejor decisión que tomaste

Siempre hay opciones. Lo peor, no es tener pocas, es paralizarse con demasiadas. Recuerdo cuando en el súper sólo había tres clases de cereal y ahora no sabría ni cómo saben todos. Ante esa abundancia, tomar decisiones se vuelve complicado. Porque, seguro, siempre va a haber una mejor. LA mejor. Ese pedazo de certeza que satisface todos nuestros requerimientos. Sin dudarlo.

Pero esa ilusión es hermana gemela de la perfección. Las únicas cosas que son infaliblemente mejores, siempre, son las que nunca cambian. Y sólo permanece igual lo que no tiene vida. No importa qué tan buena o mala haya sido nuestra escogencia en su momento, nosotros mismos vamos cambiando y tal vez esa exacta cosa ya no nos sea suficiente después.

Aceptarlo libera. Primero, del peso constante de tomar siempre decisiones sin falta. Basta con escoger lo mejor bajo las circunstancias inmediatas. Segundo, de las auto-recriminaciones cuando nos damos cuenta que metimos la pata. Obvio nos va a pasar. Y, por último, para aceptar nuestros propios cambios. Seguro, seguro, a mí ya no me gusta el Cap’n Crunch, a pesar que era mi cereal favorito. Lástima, porque ahora sí se consigue fácil.

De lo que se trata

Las mejores historias son las que sorprenden. Y no necesariamente como un twist al final. Puede ser algo tan elegante como un simple cambio de perspectiva durante el relato. Uno cree que el personaje principal es uno, y resulta que era otro. Es la belleza del narrador que sabe cómo se desarrolla la vida misma.

Uno tiene la idea que el mundo gira alrededor de uno. Luego aprende que no. Y, al final de la vida, entiende que no hay otra forma de ver el universo más que desde los propios ojos. Es un constante aprender y desaprender. Sobre todo si se quiere vivir sorprendido.

Creo que allí está el verdadero secreto de no envejecer, por mucho que uno se arrugue y decrepite: el ejercicio de abrirse a lo nuevo. De cambiar se enfoque o de perderlo del todo. Y el regalo que uno se da a sí mismo de hacer giros en la historia.

Para mañana

Déjame mañana,

no quiero que me quieras ese día

que se acaben los besos

se seque el deseo

que todo se vuelva arena

se apaguen tus ojos

que mi voz me ahogue

se pierdan tus manos

y no haya nada más.

Mañana.

Y que ese día siempre esté

a un día de distancia.

No hay tiempo

El tiempo, como concepto, sólo nos sirve para avanzar en una distancia. A ver: hablamos del pasado y lo percibimos lejano y pensamos en el futuro y lo vemos en el horizonte. Mientras, todo lo que pasa es un continuo y no hay forma de asirlo.

Hay una profunda injusticia en querer mantener a las personas que conocemos en estado catatónico, que es básicamente lo que hacemos cuando les reclamamos que ya no soy «como antes». Nadie es «como antes», porque probablemente ese momento ni siquiera existió de verdad, es sólo la manipulación que hacemos de nuestros recuerdos. La gente no es una hoja en blanco que se va manchando y arrugando con cada vivencia. Es un hilo que se va tejiendo y destejiendo con cada minuto que transcurre. Pretender que regrese a un estado anterior es agarrar el pedazo que tenemos e integrar el pasado: nunca va a ser igual. O, peor aún, sería pedirle que retroceda y quite el avance que ha logrado. Injusto. También con nosotros.

El momento que vivimos se construye con todo lo que hacemos y aprendemos. Nos sirve para vivir. Lo pasado y lo futuro son lugares imaginarios.

Aprender cosas viejas

Estoy tomando un curso por internet en el que aprendí que yo era de cierta forma antes. Años antes. Ya no me identifico con esa conducta, menos mal, pero es ilustrativo que hasta ahora me dé cuenta.

Cuando estamos pasando por un lugar difícil, rara vez podemos verlo. Es hasta que lo dejamos atrás que nos damos cuenta. Las tormentas, si se alargan demasiado, terminan pareciéndonos normales. Así aguantamos las cosas malas crónicas y les dejamos de prestar atención a las buenas constantes. Pero tener perspectiva es un regalo. Nos devuelve la oportunidad de apreciar lo que tenemos, de buscar una mejoría, de crecer.

Estoy segura que, si bien ya no hago lo mismo de antes, hay muchas cosas nuevas que debería también dejar de hacer. Pero también estoy segura que ahora busco darme cuenta más seguido. Ponerse al lado del camino para observarlo todo, respirar, enderezar y seguir. Aprender lo que uno hizo antes.

La constancia

Casi pongo que lo importante es la consistencia, como si la vida fuera atol. Mala traducción mental. Lo que realmente cuenta, siempre, es la constancia. El resultado depende de eso. Y, si el resultado no es el que se quiere, hay que consistentemente hacer otra cosa.

Cuando uno acepta que todos los sistemas están perfectamente diseñados para dar los resultados obtenidos, deja de pelear con lo que recoge y revisa. Todo. No sirve de nada lamentarse por no tener lo que uno quiere, sólo porque no hay ganas de cambiar. Mejor aceptar que eso es lo que uno quiere hacer. Y tragarse los resultados.

La constancia es mi mero superpoder. Que no siempre me ha llevado a algo beneficioso. Pero me lleva.