Corregir errores

En el colegio hacíamos matemáticas con pluma fuente. Con ese sentido del orden germánico que nos metieron entre números y letras, no dejaban que borráramos; teníamos que tachar nuestras faltas con una línea recta hecha con regla y volverlas a hacer. El error permanecía visible, pero anulado, por decirlo así. Limpio, radical. Tratar de borrar un trazo en lápiz siempre deja huella. Y ni me hablen del abominable «liquid» que deja una masa infesta que le grita al mundo que hay algo que nunca debió existir debajo.

Nada de lo que uno hace puede dejar de existir. Deja una huella a su alrededor que se puede rastrear hasta por la energía gastada en su lugar. Cada palabra, gesto, pensamiento, llevan una existencia en sí mismos que se acumula. Los errores que cometemos existen, por mucho que los tratemos de enmendar. Las consecuencias que van dejando se apilan, sobre todo las que están fuera de nuestro alcance corregir. Tratar de ignorar es apagar la luz en un cuarto que debemos saber navegar. Las cosas existen, por mucho que queramos ocultarlas. Es más ordenado y práctico, aceptar que fueron, que tuvieron un impacto que probablemente cambió el curso de nuestra historia y continuar.

Los errores en la vida no son tan fáciles de corregir como una suma mal hecha, pero tampoco significan algo insuperable. Sólo hay que estar dispuesto a volver a comenzar la ecuación y hacerla bien la siguiente vez.

Pensar lo peor

Tanto leer de cómo ha evolucionado el cerebro del humano y aún no me sirve para cambiar el cableado con el que venimos «de fábrica». Ése que nos hacía sospechar de cualquier sombra porque podía saltarnos un depredador, el que nos ayuda a distinguir infinidad de tonos de verde (no entiendo cómo sobrevivieron los daltónicos) y que nos lleva a las peores conclusiones.

Porque, invariablemente, mi mente va a pensar lo peor. Si alguien no me contesta es que me dejó de hablar para siempre. Si alguien está tarde es porque se murió caminando en la calle y le cayó un piano encima. Si tengo una bolita en la pierna comienzo a repartir mis bienes. Todo lo llevo al extremo. Y yo sé que podría perfectamente utilizar toda esa energía para exactamente lo contrario: pensar lo mejor. No se trata de ir por la vida sin fijarnos en los barrancos, creyendo que podemos volar. Pero sólo utilizar la imaginación para armar películas de terror pareciera un desperdicio de masa gris.

Yo quiero pensar en bonito, sobre todo de cosas que no sé. Si no hay certeza de nada, ¿por qué no mejor imaginarme que todo está bien? Claro, para mientras, yo ya dejé de comer de la angustia. Lo cual tampoco me cae tan mal.

La cara de la verdad

Conocemos las cosas tan a medias, que decir que sabemos la verdad es una mentira parcial. En una conversación, hay una diferencia enorme entre lo que se dice y lo que se entiende, luego, aún está el componente de lo que se recuerda. Entre las cosas que yo solía hacer cuando trataba con clientes era seguir una conversación telefónica con un correo que rezaba como ensalmo: «de acuerdo a lo platicado con usted hoy…», porque sufrí las consecuencias de los malentendidos, sobre todo en cuestiones de tiempos y cobros. Los clientes siempre entienden que las cosas salen antes y cuestan menos.

Lo cierto es que hay cosas fácticas que no tienen dos versiones: el fuego quema, el agua moja, el hielo es frío. Y, aún así, puedo asegurar que hay gente para la que una llama no es tan caliente como para otra y el frío no lo es tanto y el agua, pues tendrán impermeables y no la sienten. La verdad, eso que proceso nuestro cerebro para darle forma a nuestra realidad, es plástica.

Adaptarse a lo que percibimos, estar abiertos a que el otro no necesariamente lo tiene igual de claro, o tal vez sí, pero lo entiende diferente y navegar en un mar cambiante, pero con un faro al final del camino, es lo más que nos podemos acercar a tener una verdad propia. Para todo lo demás, están los textos a los cuales uno puede regresar para enseñar que, efectivamente, dijo que en esa fecha era la fiesta a la que había que ir.

Un día normal

Hoy bajé a la cocina dos veces. El resto del día se pasó entre vegetar viendo tele, vegetar leyendo y vegetar comiendo. Nada del otro mundo. Pero fue un día normal, de esos que deberían conformar la vida entera, en los que la normalidad es un río que baja feliz entre pequeñas piedras que lo hacen saltar.

Nos imaginamos la existencia entre grandes acontecimientos: nacimiento, graduación, primer trabajo, casamiento, hijos, muerte. ¿Y todo lo demás? Ese camino inclinado que llamamos la cotidianidad, y al que le atribuimos sólo cosas aburridas como la rutina, el tedio, la repetición, es todo menos poco importante. Es la tela de nuestra vida, el aire que respiramos, la comida que nos sustenta. La «normalidad» es lo que nos sostiene para los peores momentos, son los brazos que nos protegen cuando ya desfallecemos, la mano en la noche que nos encuentra para consolarnos.

Un día normal se repite para siempre y deberíamos cuidar que fueran los mejores, los más íntimos, los que nos llenen. La felicidad, cuando la recordemos, va a ser una tarde de reírse a carcajadas de cosas que ya no son importantes, sólo el sentimiento.

Este día fue uno normal y sólo pido que sean la mayoría.

Querer y no poder

Pasé toda mi infancia queriendo maquillarme. Mi mamá me obligó a esperar hasta los 15 y sólo para ocasiones especiales. Era más difícil porque yo tenía un año menos que el resto de mis compañeras del cole y, a esas edades, las diferencias superficiales marcan brechas profundas. Luego sí me maquillaba todos los días para trabajar. Después mejor me tatué los ojos porque me hastié. Ahora no me puedo maquillar aunque pueda, porque todo me da alergia.

La vida tiene etapas para hacer cosas y saltárselas es una de las cosas que más se lamentan después. Es como leer libros para los que uno no está preparado. Llegan en un momento en que no se entienden porque no se tienen las experiencias necesarias. Vivir tiene sus estaciones que ahora parecen adelantadas por la tecnología, pero que sólo son un tren que nos hace saltarnos estaciones que deberíamos visitar. Es muy triste querer retroceder el tiempo y hacer cosas para las que uno ya no tiene la edad, porque está viviendo otra etapa.

Yo ya no me podría maquillar todos los días, lo dejo para ocasiones especiales. Como ayer. Y hoy tengo los ojos que parecen tomates.

Pocas cosas que me mueven mucho

Ver anuncios emotivos en la tele me deja fría y las “chick flics” me dan alergia. La demasiada atención me hace tener sospechas de los motivos de quien me la da y los muchos cumplidos de gente no cercana me incomodan. Crecí en una casa de gente parca, con pocas demostraciones afectivas y un par de tonos abajo del drama.

Las preferencias de “sabor” emocional se construyen desde pequeños. Qué aceptamos y qué no como marco para demostrar nuestras emociones moldea lo que traemos ya en nuestra caja de herramientas. Algunos podemos darles mejor explicación a lo que sentimos, encontrar su fuente y ponerle una etiqueta. Otros no. A algunos les conmueven historias de perritos abandonados, a otros no. No es falta de sensibilidad, es una afinación para tocar diferentes músicas.

Yo nací muy llorona. Me lo quitaron a punta de burlas en el colegio. Ni bueno ni malo. Sencillamente mi forma de lidiar con la frustración no era la aceptada en mi grupo y, aunque me costó, aprendí. A pesar que mi corazón de espacio limitado sí es romántico, no cualquier gesto lo ablanda. No es malo. Es lo que hay.

Saber, poder darle nombre a lo que sentimos, nos da una medida poderosa de autosanación. Saber qué nos ensatana también, porque podemos escoger estallar o no y no dejarnos llevar por esa marea roja.

Sí me conmuevo. Con mis hijos. Con algunas palabras. Con la música. Tampoco soy insensible.

Conocer es querer

El niño dejó salir al gato y se cortó la cola. Me tocó llevarlo al veterinario. A mí. Porque no se deja de nadie más ni para meterlo en la jaula. Si no han tenido gatos, les cuento que son una fuerza de la naturaleza en un empaque pequeño. Éste en particular es un tanque. Lo tienen que sedar hasta para vacunarlo. Pero se deja de mí.

Lo conozco. Sé cuándo dejarlo en paz y cómo agarrarlo. Así como conozco a mis hijos y entiendo por dónde entrarles. Por eso me desconcierta la gente que no es clara y que no se deja conocer. ¿Cómo la va a querer uno?

Conocer y entender es querer. En el momento en que vemos en dónde está la herida del otro y reconocemos que la nuestra no es muy diferente, encontramos el hilo que nos une como humanos. Reconocerse en el otro, no sólo para repelerse a primera vista, sirve para perpetuar nuestra especie que se ha colado en la evolución sin garras ni dientes. La empatía viene antes que el intelecto. La necesidad de ser comprendidos es más poderosa que el deseo de tener la razón.

Al gato lo quiero porque lo conozco.

Las manchas

Hoy que es asueto, estoy enferma ayer que me siento a escribir el post de mañana, que es hoy, que es asueto. Culpo a la fiebre de publicar un cuento, escrito el año pasado. 

La muchacha encargada de la ropa no había podido quitarle las minúsculas manchas rojizas a la camisa blanca del jefe y había acudido, la cara torcida de la preocupación, con la señora. La contemplaron con la concentración de dos sacerdotizas tratando de invocar un conjuro complicado. La ropa del patrón no era cosa de tomarse a la ligera. No porque a él le importara demasiado, bien podía comprarse, desde la plantación del algodón egipcio, hasta la tienda de Milán en donde tenían registradas sus medidas. No. A la que le importaba que su marido tuviera impecable la ropa era a ella. No por nada era su trabajo mantener su reino bajo control. Las alfombras peinadas. Los muebles lustrados. La plata brillante. Los hijos educados. Ella perfecta. 

Era un esfuerzo continuo de dietas, masajes, ejercicios, visitas discretas a médicos con agujas mágicas, peinados que parecieran naturales, colores de cabello elegidos con precisión, ropa apenas sugestiva. Le tomaba horas recibir al hombre de la casa con el aire de ligereza con el que le quitaba el peso del día de encima.

La camisa seguía entre las dos mujeres. Una recriminación silenciosa de todo lo que tenía que hacer su dueño para que los suyos vivieran sin penas. Que, por ejemplo, anoche hubieran podido regresar de un viaje sorpresa. Sabiendo que su obra de teatro favorita era Macbeth, él la había llevado a Londres a una presentación especial. El escenario era espectacular. La caída de Lady Macbeth evocaba el vuelo de un ángel que se desploma desde el cielo, la ropa diáfana flotando tras de ella como alas sin abrir del todo. 

A ella siempre le había fascinado esa historia. No por las disertaciones acerca del destino y las profecías y la forma en la que los humanos tendemos a cumplirlas, aunque no sea necesario. Lo que la llevaba una y otra vez a contemplarla eran las palabras de una mujer que alienta a su hombre a hacer lo que sea necesario. Aunque no lo sea. 

Porque las mujeres, esos seres que se supone que se dejan arrastrar por sus sentimientos, siempre han caminado con los pies firmemente sobre la tierra y puedan tomar las decisiones más pragmáticas con tal de protegerse y proteger a su familia. Así, admiten las situaciones más extremas, si creen que con eso van a asegurar el futuro de los suyos. Las civilizaciones más sofisticadas están construidas sobre las manos de mujeres que no temieron enterrar muertos, vivir en precariedad, callar atrocidades. Porque sabían que perdurarían y, con ellas, la misma humanidad. 

Aceptar, alentar, apreciar. Podría tatuarse ese lema en la muñeca. Porque claro que aceptaba. Las largas noches de espera. La incertidumbre del regreso. Por supuesto que alentaba. Las decisiones difíciles. Las jugadas arriesgadas. Todo, para poder apreciar. El torso fuerte de un hombre seguro de sí mismo. Los lujos que ponía a sus pies. El futuro asegurado de sus hijos. 

Lady Macbeth sólo había tenido que lavarse las manos en sueños. 

A ella le tocaba sacar las manchas ocasionales de sangre de donde salpicaba algún castigo impuesto por su marido. A quien ella había aceptado de adolescente, alentado por el paso destructivo hacia la cima y de quien apreciaba lo obtenido.

En un chispazo de memoria, recordó que recién había conseguido un líquido especial. Llevó la camisa al fregadero y ella misma quitó las manchas, restregando la tela en un movimiento muy parecido al de la actriz de la obra. Qué bueno que ella no soñaba con manos sangrientas. Ella soñaba con volar.