Foot en la tele
la cena ya terminó.
Ruidos en vivo.
Foot en la tele
la cena ya terminó.
Ruidos en vivo.
Entre todas las clases extrañas que he tomado, una tiene un brillo especial. Fue en Austin, en un lugar que se llama «La Academia del Mago» que nada tiene que ver con Hogwarts, pero que no deja de ser mágico. El Doctor Nick Grant nos habló durante las 2 horas más cortas de mi vida acerca de verbalización de emociones, preferencias de comunicación, toma de energía personal. Todo esto me ha ayudado en el trato con otras personas. Pero lo que más me llamó la atención fue la parte en donde él explicó por qué tenemos «crisis de la mediana edad» y cómo se solucionan. Resulta que es un momento en nuestras vidas en el que ya definitivamente dejamos atrás la adolescencia y la juventud veinteañera, es como la mitad de nuestra maratón personal y nos cuestionamos qué hemos hecho y hacia dónde vamos. Nada de esto es nuevo, se encuentra en cualquier artículo de revista de consultorio. Lo que sí fue nuevo para mí fue en donde él explicó por qué es precisamente en ese momento cuando «se hacen sencillo» a las parejas (prevalecientemente a las esposas, pero hay suficientes casos inversos como para no decir que sólo y siempre son los hombres los que se buscan una muchachita).
Estoy segura que no le estoy haciendo honor a lo que aprendí, pues el Dr. Grant es un maestro consumado, pero voy a tratar de explicárselos como lo entendí y como lo recuerdo: Cuando encontramos una persona que nos llama la atención de una forma casi mágica, que no es nuestra pareja, lo que nos está halando hechizados NO es la persona en sí. Es que vemos en ella (o él) todo lo que percibimos que nos hace falta en nuestras vidas. Por ejemplo: llega un(a) muchachitx joven (ya nosotros no lo somos tanto), sin preocupaciones (al contrario de la montaña de facturas que debemos pagar), sin más responsabilidades que las propias (cuando nosotros nos tenemos que encargar de oficina, familia, pareja) y con energía para todo (y nosotros nos morimos del sueño a la hora de habernos despertado). ¿Ven por dónde va la cosa?
Y resulta que este encontronazo hasta es bueno, si uno lo sabe manejar: nos confronta con lo que nos está haciendo falta. Tal vez no podamos deshacernos de todas las carencias, pero dejar tirada casa, familia, hijos, trabajo, vida por salir corriendo detrás de una ilusión, tampoco es la mejor de las opciones.
Ser sinceros, saber que la vida es un camino que sigue siempre y que siempre vamos a estar luchando por/contra algo, es parte de lo bonito de tener cierta edad. Es el momento de ver hacia atrás y agarrar todo lo que hemos aprendido. Al final del día, estamos sólo a la mitad del camino y ahora sí somos dueños de nuestro mundo.
Pedir perdón por algo que uno hizo mal cuesta, pero libera. Porque uno lleva a tuto un saco de culpa que pesa y que, cuando admite y se arrepiente, suelta y se aligera el camino de nuevo. Ahora, el que tiene que perdonar pareciera que le toca más pesado. Tiene que ver qué hace con el bulto que le soltaron. Tiene que dispensar al chatío que se lo fue a dejar. Y, encima de todo, muchas veces se espera que siga su vida como si nada hubiera sucedido.
El no perdonar es una de las causas psicológicas/espirituales más grandes de enfermedades físicas. Pareciera que se forma un foco de infección en nuestro cuerpo que nos mata poco a poco.
Cuando uno perdona, logra liberarse de todos los sentimientos negativos asociados a una persona o situación. Puede revisar ese recuerdo sin sentir dolor. Puede trascender y seguir adelante con su vida, sin estar anclado a un pasado que hace daño.
Pero, para mí, perdonar no significa no aprender. El solo hecho de ya no sentirse mal por algo que le hicieron a uno y de no desearle el mal a la persona que nos dañó, definitivamente no quiere decir que uno se va a volver a exponer a lo mismo. O sea, si ya sé que por un lado de la calle hay un hoyo, ¿para qué voy a ir a buscar si esta vez no me caigo y no como las otras mil veces que he pasado por allí?
Liberarse debe implicar un acto de toma de riendas de nuestros propios sentimientos. Sólo uno mismo sabe hasta dónde se protege o se expone. Y hasta cuántas veces pone la carita.
En el colegio me molestaban de gorda. Me decían así como algo así como «hipopótamo» o «cochebomba», sinceramente no recuerdo exactamente qué término de cariño utilizaban conmigo. Especialmente las chavas. Eran particularmente astutas para calificarme de la manera más odiosa y dolorosa que podían. Digamos que no fue agradable.
También digamos que ya pasó. Hace ya suficiente tiempo como para poder saludar a las personas con las que pasé esos bellos años de la juventud con una genuina sonrisa. No es que me junte con ellos, ni organice las reuniones de grado, pero tampoco les volteo la cara por la calle. Con los que tuvieron poco o ningún involucramiento con las chingaderas, incluso, podría decir que me agrada saber de ellos.
Pero todavía llevo en algún lado de mi corazón a la adolescente herida, ésa que le encantaría haberse podido poner un bikini enfrente de sus compañeros de clase y dejarlos con la boca abierta. Ella es una de las muchas manos que me empuja por la mañana a hacer pesas, la que me ayuda a no pasar a un restaurante de comida rápida, la que echa leños al fuego de la vanidad. No es mi mayor motivación, tengo otras, pero allí está y eso es innegable. Tampoco es bueno. Porque, mientras esté ella adentro, hay una llaga que, por muy pequeña que sea, sigue abierta y duele. Y no me ayuda a ser mejor persona.
Porque me ha pasado que por casualidad, de lejos veo a alguien de mi clase, sobre todo si son mujeres y están de espaldas y una sonrisa de satisfacción malévola llena mi cara cuando les veo el trasero de camión. Lo siento. No lo puedo evitar.
Y me da pena sentirlo, porque sé que no crezco como ser humano con esos sentimientos. Porque no son positivos en mi vida. Porque esa adolescente ya no existe y ya no debería pesar en mis acciones.
Lo que nos ata al pasado de forma negativa, es como la hiedra que ahoga un árbol. Los recuerdos deberían ser como los hongos: simbióticos, colaboradores, vitales, pero ocultos y positivos. Cualquier cosa que nos haga retroceder, la deberíamos tratar de superar.
A mí me falta mucho por hacer, sobre todo porque, como no tengo (ni quiero) relación con esa gente, me es muy difícil darme cuenta que todavía tengo esos sentimientos. Y me cuesta soltar la felicidad que me da pensar en la celulitis que se ha de ocultar bajo su ropa de viejos.
Ejercitar una virtud no es difícil. Es no caer en el vicio que la acompaña lo que se vuelve complicado. La sinceridad se puede volver grosería. La disciplina se puede volver obsesión. La búsqueda de mejorar se puede volver compulsión por la perfección. El autoexamen se puede exteriorizar en ser juzgón. Y lo peor no es sólo encontrarle el defecto a la virtud. El verdadero problema es que muchas veces lo contrario de algo bueno no es algo malo. Es algo igualmente bueno y uno tiene que escoger entre ambos. Como cuando de chiquito le hacían a uno la estúpida pregunta de a quién quería más, si a su mamá o a su papá.
A mí me gusta inclinarme por la justicia. Mi profesión, mis preferencias, mi personalidad, todo, me facilitan ser ecuánime y rígida. Tiendo a ver el mundo en blanco y negro y me cuesta muchísimo ver los colores que bailan en medio. Pero la justicia sin misericordia es poco humana. Nuestra capacidad de adaptar una regla a la circunstancia de cada persona nos acerca a nuestro propio ser y nos ayuda a encontrarnos en los demás. Es algo que se me complica. Sobre todo cuando trato de encarrilar a mis hijos. En primer lugar, porque no les tengo consideración especial por ser «pequeños». Son personas y, aunque no tienen todo el alcance de un adulto, sí deben afrontar las consecuencias de sus actos: lo botaste, lo recoges. Lo rompiste, no te voy a comprar otro. Lo ensuciaste, lo limpias. Así mandé a la niña 6 meses al cole con la lonchera rota, porque le duró intacta lo que tardó en sacarla por primera vez de la casa…
Luego me recuerdo que los amo, que a veces necesitan un abrazo antes de un regaño, que probablemente me van a escuchar más fácilmente si les hablo en tono amable y me siento desgarrada entre dos virtudes que no sé cómo combinar.
La genialidad se esconde en ese término medio. Yo estoy muy lejos de ser genial.
Escribir me hace platicar conmigo misma. No es un ejercicio particularmente agradable, porque hay pocos psicólogos tan pisados como el que uno encuentra en el reflejo, pero ayuda a entenderse y eso es bueno. También ayuda a darse uno la justa medida de su valor, del que uno se asigna cada día y que le presenta al mundo. Es el precio que uno pide para relacionarse con los demás. Ya depende de cada quién si está dispuesto a pagarlo. Así he aprendido también en cuánto valoro la opinión de otras personas, las cercanas y las demás. Me ha liberado de muchos trabes y me ha afianzado en mi afinidad a cierta gente.
Pero también me ha puesto en mi lugar: mi opinión acerca de las cosas que no me conciernen no es tan valiosa como yo creía. Porque no podemos, en toda sinceridad, decir que lo que piensen los demás de nosotros nos importa poco y pretender que cada una de nuestras ideas sea recibida como maná del cielo. Hay contradicciones que sólo nos matan neuronas. ¿Y saben qué? Hasta entender que a terceros con los que no tengo mayor relación les puede venir de la posición superior de la brújula lo que yo piense, también libera.
Poder tener un set de creencias (soy católica, me encanta mi religión, pero no estoy tratando de convertir a nadie), costumbres (no celebramos Halloween, no viene Santa Claus, pasamos Navidad y Año Nuevo juntos), valores (en esta casa no se miente. Punto.) y tradiciones muy particulares, que no interfieran con la vida de otras personas fuera de nuestro círculo, sabiendo que al mundo le importa muy poco qué hagamos, permite que cada quien lleve su humanidad por el lado que quiera. Y escribo para detallar ese viaje.
…un amor que comenzó sin heridas
y siguió con todo y cicatrices.
Morado. Siempre. Tal vez es herencia. Mi papá decía que a su excéntrica (y por excéntrica, quiero decir borracha y drogadicta) abuela francesa, la «LeLen», también le gustaba el «mojjjjaaaado». Mi hija tenía los ojos violeta cuando nació y ahora dice que ése es su color favorito también.
La vida es tan rara, el universo tan complejo y nuestras mentes tan misteriosas, que quién sabe si verdaderamente se puede heredar el gusto por un color. Con eso de que, según Jung, existe una conciencia colectiva, tal vez sí tenemos forma de conectarnos con los pensamientos de los demás. Y, también, si resulta que el tiempo como tal no existe de forma linear, sino como una dimensión adicional que no accesamos, pues podría ser que mi bisabuela estuviera diciendo que le gusta el colorcito en este mismo momento.
Yo no creo en la predestinación, creo en los caminos. Uno comienza a andar por un sendero que tiene un punto final. Cada paso que damos nos acerca a ese fin. Muchas veces, la dirección la escogimos hace tanto tiempo, que ya no nos acordamos de hacia a dónde nos dirigimos y, cuando llegamos, nos resulta tan sorprendente que le echamos la culpa al «destino». Babosadas.
Sí creo que hay situaciones que nos son más favorables, personas que nos encajan mejor y que la «Vida» (Dios, el Universo, el Destino, lo que quieran, yo creo en Dios, ustedes pueden creer en lo que quieran, no me quita ni me pone) nos los presenta como los postres de una carretilla de restaurantes. Uno escoge y habrá alguno que le guste más o menos a uno. Así de simple.
E igual de sencillo resulta eso de las herencias familiares. Hay muchas formas de describirlas, desde la genética que no entendemos del todo, hasta la espiritual, que igual no entendemos. Nacemos sobre un camino que ya va recorrido por todas las personas que vinieron antes que nosotros. Podemos elegir continuarlo, o desviarnos hacia otro. Escoger qué se lleva uno de lo que le dejaron los que lo recorrieron antes, allí estriba la verdadera herencia. Yo elijo el color morado. Me encanta. No lo demás que le conozco a la «LeLen», muchas gracias.
La gente se divide en dos clases: la que improvisa sus viajes y la que los planifica. Yo caigo estrictamente dentro de la segunda. Y los cumpleaños y las salidas y los fines de semana y las comidas. Rara vez me agarra un día de improviso. Algo similar hice con mis hijos y así los he criado, con horarios estrictos predecibles desde pequeños. Tanto así que, a la semana de haber tenido sus piñatas, es común que ya me estén diciendo de qué quieren la del año siguiente. Cuando trabajaba en una oficina, mi ritmo de trabajo era completamente diferente, pues las negociaciones que supervisaba eran del todo impredecibles, hasta el punto de hacer cambios a escrituras media hora antes de su firma. Me encantaba mi trabajo.
A los psicólogos les fascina catalogar a los humanos, ya sea por su conducta, su «temperamento», etc. Las psicólogas Myers y Briggs desarrollaron un test de preferencias de comunicación basado en los arquetipos de Jung (pueden tomarlo en este link http://www.humanmetrics.com/cgi-win/jtypes2.asp ) aunque hay muchísimos más en línea. En lo personal, este acercamiento al comportamiento me gusta, pues habla, como ya dije, de preferencias, no de determinación. Yo puedo tener una inclinación por ser ordenada, pero al salirme de mi zona de confort, puedo encontrar habilidades que desconocía.
La mente mente no tiene límites, ¿por qué nos los vamos a poner nosotros simplemente porque no nos sentimos cómodos? Si sólo hiciéramos lo que sabemos, nunca aprenderíamos cosas nuevas. Hasta para aprender a caminar hay que arriesgarse. Así nos mantenemos jóvenes(ish), la mente no se nos fosiliza y el cuerpo nos aguanta bien unos años más.
Salirse de nuestras preferencias nos abre el resto del mundo. Quién quita y las cambiamos. Ahora, permítanme que tengo que planificar las vacaciones de fin de año.
En la vida hay que tener filtros. Para tomar agua, para el sol, para hablar… Los niños no los tienen y hacen pasar tremendos clavos a sus papás. Luego uno es adolescente y el que pasa clavos es uno, sobre todo con las cosas que dicen los papás. Como a los veinte años, uno cree que decir todo lo que se le atraviesa entre las orejas es ser «auténtico» y suelta cualquier sandez. Pero, verdaderamente, decirlo todo no es sinónimo a decir todo lo que uno piensa, porque, muchas veces, si uno verdaderamente pensara lo que va a decir, cerraría la boca y se miraría más bonito.
Aprender que la opinión que uno puede tener de la vida de alguien más es tan relevante como un hielo en la Antártida, es parte de madurar. Nuestros amigos rara vez quieren que uno les diga qué hacer, generalmente, cuando se pide un consejo, lo que se está buscando es que le confirmen a uno lo que uno ya sabe. Eso hace que nos tengamos que quedar callados, aun si vemos que nuestros amigos están a punto de hacer una estupidez. No es nuestro papel. Lo que sí tenemos que hacer es estar allí para ellos cuando quieran alguien que los consuele del trancazo.
Antes decía que yo advertía a mis amigas cuando me pedían un consejo. Ahora, creo que ni cuando me lo piden lo doy tan fácilmente. Yo no sé todas las circunstancias que rodean una decisión en particular. Prefiero quedarme con los filtros puestos.