Quiero un pájaro

Me encantan los pájaros. Siempre he querido uno pero me rehúso a tener encerrado a un animal que puede volar.

Nos gustan las cosas libres, que se mueven por los aires, quisiéramos poder hacerlo. Y por eso las apresamos, les cortamos las alas, les enseñamos a hablar. Un loro vive lo mismo que un humano. Qué tristeza pasar toda la vida sin cumplir el propósito de la vida.

Algo así con las relaciones, que nos atrae alguien tanto, que sólo lo queremos tan cerca como para no dejarlo ir jamás. Los hijos más que a nadie.

A los míos los quiero para dejarlos ir. Nunca tanto como ahora que la niña tiene una condición que me hizo perder la poca calma que me quedaba. Que quisiera nunca perderla de vista. Pero no puedo. Porque si no quiero tener un pájaro con tal de no encerrarlo, cómo no dejar libres a los niños…

Quiero un pájaro. Tal vez si le dejo comida en el jardín, puedo compartirlo con el cielo alguna vez.

Los días libres

Esos que saben a pasta y vino. Nos despertamos igual de temprano y nos volvemos a dormir. Vemos tele. En todas las teles de la casa. Comemos chilaquiles al estilo en que yo los hago. Nos bañamos o no.

Estos días tan distintos ahora de otros días iguales porque a la niña hay que cubrirla con insulina. Pero siguen siendo los mismos porque igual hice tiramisú.

Los días libres nos llenamos de la parte de nuestras vidas para las que trabajamos el resto. Comemos rico, nos abrazamos, jugamos a la felicidad y siempre ganamos.

Qué ricos estos días libres.

Lo vi venir hace quince años

Estoy en un lugar en donde esperé estar hace quince años. Y donde jamás pensé encontrarme hace tres.

A veces trazamos el camino de nuestra vida por adelantado y ponemos el barco con un curso hacia el faro que sabemos se encuentra lejos. Navegamos aún en medio de la tormenta que nos desvía. Salimos a ver las estrellas cuando el mar está en calma y no queremos movernos. Creemos que el puerto hacia el que nos encaminábamos no existe después de todo. Pero la ruta está determinada por alguien con una idea fija en mente. Nosotros mismos. Y seguimos.

Me encuentro reconociendo el lugar en donde estoy, aunque nunca he estado aquí, porque es en donde quería estar. Aunque haya llegado por una puerta distinta.

Hago lo que puedo

A veces puedo muy, muy poco,

Un pequeño beso, un rápido abrazo.

A veces puedo menos

A penas una sonrisa.

Pero he encontrado que hacer lo que puedo

Es todo lo que puedo hacer.

Vivir por otros

Si por mí fuera, hubiera seguido siendo una bola de egoísmo total de esas que consumen todo lo que tienen a su alrededor. Para eso aprendí, siendo hija única. Pero miento. Ninguno podemos vivir así, porque estamos hechos para compartirnos. ¿De qué sirve ser cualquier cualidad si no hay nadie con quien hacerlo? No podemos hacernos reír a nosotros mismos, platicar (pues, de forma sana) sólo con uno, sentir para dentro nada más. Estamos hechos para abrirnos, para sacar ese universo que construimos por dentro y enseñarlo. Somos sociales y queremos una tribu a dónde pertenecer y un espacio en donde ser nosotros mismos.

Si por mí fuera, supongo que no haría nada diferente. Hasta las madrugadas me quedan bien. No sería la misma sin las personas que conforman mi vida. Tal vez no vivo por los demás. Vivo por mí para compartirme con ellos. Y tal vez eso siga siendo egoísta, pero en bonito.

Traté de dormir

Llevo un mes durmiendo a pedazos y muy cansada. Hoy pudiera haber dormido hasta las 4 y ni cerca. Estoy tan cansada que no puedo hacer nada y tan agitada que no puedo dormir.

Necesitamos descansar de lo que nos rodea porque sólo hay pocas cosas que podemos hacer. Entrenar el cerebro para no adelantarse y sentir angustia o ver hacia atrás y sentir tristeza. Dormir es eso. Desconectarse de lo que no podemos hacer.

Me gusta más dormir de noche. Cuando toca. La oscuridad da la impresión de quietud. Las siestas me hacen sentir culpable de no estar haciendo nada productivo. Pero el otro martes, sí me voy a dormir hasta las 4.

El gusto por lo de uno

A mi papá le daba alergia la cebolla. Los frijoles en casa nunca tuvieron cebollita frita y a mí se me deshacía la boca del antojo de los frijoles de la vecindad. A las 6:30 de todas las tardes se colaba el olor de la cebolla lista para la cena. Pocas cosas me gustaban más en casa ajena. Creo que sólo los frijoles. De allí, todo sabía mejor en mi casa. Mi mamá tenía el don de hacer que hasta el agua caliente supiera bien.

O al menos así lo recuerdo. Es muy probable que lo que sucediera es que uno va haciéndose el paladar por lo de uno, por lo cercano y que contra eso mide todo lo demás. Costumbres de ponerle más o menos sal a la comida, tomar agua en vez de fresco, pasar sopa… Lo importante al final es que es como uno se lo ha hecho y allí se siente bien. En los años que vivimos con nuestros padres, nos formamos para el resto de la vida y con dificultad superamos lo impreso por esa época. Tal vez hasta se puede decir que allí nos damos forma, el resto de vida sólo coloreamos el fondo.

Lo mejor es aprender qué verdaderamente corresponde con lo que a uno le gusta. Como en mi casa que yo hago la mantequilla de maní y la comprada ya no nos gusta. Pero porque es nuestra. Y yo sí le pongo cebolla a los frijoles.

La felicidad es celeste

O roja o el color del helado que me comía camino a casa. Sabía dulce, salada, fría, caliente. La felicidad me acompañaba en un día que terminaba cansada y con abrazos en la cama o me seguía como perro a un teatro. La felicidad es elusiva, nos espera en cada esquina para llevarnos a la siguiente. O nos empuja desde abajo para que alcancemos otra cosa. La felicidad me sabe a un beso con la boca recién lavada. A un lugar entre los brazos abiertos de alguien que me quiere. Huele a la cabeza de mis hijos, al pastel de cumpleaños, a mis gatos.

Todos conocemos la felicidad y es diferente para cada uno. Se escribe de ella como del amor: pasajeros e inconstantes. Cuando lo cierto es que ambos habitan dentro de nosotros y sólo los tenemos que saber visitar. Ser feliz tiene más qué ver con los lugares comunes a los que regresamos una y otra vez, que con la euforia de lo novedoso e inconstante. La ropa que nos queda bien, la mano que nos calza la piel, la voz que nos dice buenas noches con cariño.

Mi felicidad se viste de celeste, es fría, sabe a hielo. Me derrite por dentro y me deja esperando que brille el sol.

Acompañar

Mis hijos tienen preguntas existenciales para las que encontramos (o nos inventamos las respuestas). Y luego tienen sus dilemas personales para los que no tengo absolutamente ninguna solución. Los escucho llorar, se me parte el corazón y sólo puedo estar allí. Los miro, quisiera tomar su dolor para mí y me toca quedarme sin una solución facilona. ¿Qué me queda?

Del otro lado, he tenido ocasiones en las que sólo quiero que me escuchen. Que no hay nada qué hacer, no quiero ninguna solución porque probablemente ya se me ocurrieron todas y únicamente estoy esperando un abrazo. A veces ni siquiera quiero que me digan mi mentira favorita («todo va a estar bien»).

Acompañar así, sin ofrecer nada más que la presencia, es difícil. Es aceptar que uno no puede hacer nada. Que no puede solucionar nada. Pero también hay algo hasta sublime al asumir que el simple hecho de estar sea suficiente. Porque hay un universo de amor detrás de esa compañía callada y por eso es que nos están buscando.

Quisiera contener el mundo a orillas del corazón de mis hijos para que no los lastime. No hay dique que lo logre ni vida que sería mejor si se pudiera. Los debo dejar doler. Y seguir allí, acompañándolos.