Porque amar duele
Y rompe
Y quema.
No me ames
Porque me arrastras
Y me envuelves
Y me sujetas.
No me ames
Hasta que me ames
Y no me sueltes
Jamás.
Porque amar duele
Y rompe
Y quema.
No me ames
Porque me arrastras
Y me envuelves
Y me sujetas.
No me ames
Hasta que me ames
Y no me sueltes
Jamás.
Esa parte del Apocalipsis que dice «a los tibios los vomitaré» me marcó para toda mi vida. Vengo de una cultura de gente mesurada. Al final del día, todos hemos crecido un poco pensando que «en el término medio está la virtud». Ese término medio, muchas veces lo confundimos con una mediocridad que no se puede definir. Por eso me llamó tanto la atención leer «ojalá fueras frío o caliente» de uno de los libros que más nos ha influenciado en nuestro pensamiento occidental.
Y es que no hay cosa peor que la tibieza, esa que ni quema ni enfría, que ni sabe rico ni feo, que ni molesta ni agrada. Esa mediocridad del que no quiere sobresalir por no llamar la atención. Del que se conforma con hacer las cosas medio bien.
Creo que actuamos muchas veces así por miedo a tomar riesgos grandes, esos que pueden cambiar nuestras vidas para siempre. Mejor seguir navegando con la corriente y a ver cómo (si es que alguna vez), llegamos a algún lugar que nos guste. Vemos con espanto mezclado de admiración al valiente que se lanza al vacío porque sabe (o espera) que hay una corriente más rápida más allá de donde lo arrastra la conformidad.
El «término medio» no es esa tibieza. Es un balance que de cómodo no tiene absolutamente nada, porque requiere que mantengamos el equilibrio constante entre cosas opuestas, igualmente buenas, que nos halan hacia un lado y al otro. Unas veces es necesario ser frío, otras caliente. Pero hay que serlo y dejar lo tibio para cosas blandas que uno come cuando está enfermo.
«Eso es buena seña,» decía mi mamá. Aquel consuelo… Y no sé qué es lo que me da el dolor. Tomo agua, como bien, tomo café. Y poco más se puede hacer. A veces toca que duela la cabeza.
Igual que a veces nos toca quedarnos trabados en el tráfico que nos hubiéramos podido evitar si hubiéramos salido cinco minutos antes. O comprar algo más barato si nos esperamos una semana.
La vida está llena de circunstancias que nos afectan y sobre las que muy poco podemos influir. Tenemos habilidad como seres humanos para proyectarnos en el futuro y hacer planes. Nos moriríamos de hambre si no fuera así. Pero no hay forma que nos aseguremos que los planes nos van a salir exactamente como los queremos.
Es como preparar el barco que navegamos lo mejor posible, sabiendo perfectamente bien que no podemos controlar ni un segundo del clima. Tenemos que aprender a navegar en el mar que nos toque.
Allí es donde podemos aprender a diferenciar entre «metas» y «deseos». Yo tengo como meta escribir. Pero no puedo controlar que me lean. Ese es mi deseo.
Igual puedo tratar de cuidarme para no enfermarme. Pero, de vez en cuando, igual me duele la cabeza.
Hay actividades que me sacan de mi realidad. Suspenden hasta cierto punto mis limitaciones físicas o por lo menos me hacen olvidarlas y me liberan la mente. Nadar es una de ellas. El simple hecho de flotar me hace sentir liviana hasta del cerebro y puedo pensar de forma más clara. Dicen que correr hace lo mismo, yo voy muy concentrada en no vomitar un pulmón del agotamiento.
Los grandes artistas, atletas y toda esa gente que se desempeña a un nivel superior dicen que entran en ese estado de «flow». Lo podría llamar inspiración, pero es restarle el mérito al esfuerzo de toda esta gente. Porque se logran sentir así gracias al incontable número de horas que pasan practicando lo que hacen. Como cuando uno al fin estudiaba para el examen y contestaba fácil todas las preguntas.
Encontrar una actividad que nos permita sentirnos en control de nuestras circunstancias, por muy efímero que sea el sentimiento, nos llena de una energía especial. Es como una pequeña dosis de algo muy poderoso que nos permite seguir el resto del camino que ya nos es más difícil.
A mí no me es sencillo encontrar ese momento de magia. Me pesan demasiado mis propios pensamientos. Pero, de vez en cuando, ya sea en la piscina, o escribiendo, creo que lo estoy haciendo bien y fluyo.
El resto del tiempo chapoteo.
Ser papás de hijos pequeños implica que, la mayoría de veces que uno va al cine, mira películas para niños. Son las siestas más caras que paga uno. Y, casi siempre en la única parte emocionante de la historia, hay un «tengo qué ir al baño», seguido de una carrera precaria entre piernas de compañeros de tortura y gradas oscuras y corredores que parecen alargarse.
Pero los niños miran las historias una y otra vez y se vuelven a asustar, a poner felices, a echarle porras a los buenos. A pesar de saber qué viene después. O tal vez precisamente por eso.
Con el paso del tiempo uno pierde en mucho su capacidad de sentir emociones fácilmente. O tal vez lo reprime. Porque nos da vergüenza. O pereza. O sentimos que ya no nos corresponde. Es cierto que la emoción que tenemos con nuestras primeras veces es especial. Pero tal vez hemos estado enfocándonos en algo equivocado. No es que no volvamos a sentir esa emoción de la primera vez. Es que la volvemos a sentir y ya nos es familiar.
Si nos dejamos ir y nos damos permiso de emocionarnos, sin importar que ya conozcamos el final de la historia, recuperamos una parte de nosotros que matamos cuando crecemos.
Ver películas al lado de mi hija y abrazarla fuerte en los pedazos que le dan miedo, me ayuda a emocionarme a mí también. Y me disfruto más la película, aunque me la sepa de memoria. Espero poder hacer eso con el resto de mi vida.
Para cumplirlos
Para cambiarlos
Para tirarlos
Para vivir
Me fascina la ciencia ficción. Una buena historia de cf tiene la gracia de plantearse cuestiones filosóficas profundas y desarrollarlas en un vacío existencial. Una novela que por encima se trata de alienígenas, termina siendo de genocidio. Se puede discutir el hecho mismo de existir como persona con el simple hecho de considerar la inteligencia artificial. Pero todo eso se hace más fácil, porque se sacan los problemas del contexto histórico que ya conocemos como humanidad y se discuten en un vacío.
La vida no existe en un vacío. Nunca. Todas las decisiones que tomamos tienen repercusiones que van más allá del acto inmediato que realizamos. Podemos (y deberíamos hacer nuestro mejor esfuerzo por) prever hasta cierto punto qué va a ser afectado por lo que hagamos. Pero nunca podemos tener una dimensión entera de todo lo todo que podemos tocar con nuestras acciones. Tiramos la piedra al agua y vemos con claridad los primeros círculos, pero los demás no dejan de existir sólo porque se van ensanchando y ya no los distinguimos.
Todo lo que hacemos tiene consecuencias. Todas son irreversibles, porque no podemos echar a andar el reloj para atrás. Así sería muy fácil meter la pata. El problema es que siempre nos tenemos qué tragar el resultado de nuestros actos, aún cuando no fueran lo que queríamos.
No vivimos en el vacío. Sólo hay vacío en el espacio y allí no podemos sobrevivir. Ni en las novelas de ciencia ficción.
Me están haciendo los pies. Detesto que me hagan los pies. Tengo los deditos igual que los de Pedro Picapiedra, gordos y cuadrados. Yo me los dejaría en paz para siempre, sin tocármelos jamás. Pero me molestan para correr y, lo admito, me encanta tener pintadas las uñas.
Hay tantas cosas en la vida que uno tiene qué hacer para estar bien (o, al menos, mejor), que caen mal. Como bajarle al egocentrismo un par de rayitas. Tener conversaciones difíciles pero necesarias. Ejercitar la mente. Fijarse en todos esos defectos que le salen a uno si uno no los está limando constantemente.
Porque es muy fácil entrar en el modo «yo así soy y que me quiera el que me quiera». Pero no es tan sencillo. O, pues, sí lo es si a uno no le importa ser odioso. Pero si uno convive con gente que quiere, hace el esfuerzo por bajarle al ácido.
Lo malo es que uno no siempre se da cuenta de cómo está. O no quiere darse. Para eso sirve tener gente alrededor que lo quiera a uno lo suficiente como para halarle las orejas. Aunque duela y se sienta feo y dé vergüenza.
Yo tengo la dicha de contar con amigas que me llaman al orden. Las quiero y les agradezco profundamente que me traten con el suficiente aprecio como para decirme que no me aguantan. Duele, pero se le hace ganas. Porque las quiero de vuelta y no quiero que se vayan.
Mientras me arreglo internamente, también me tengas qué arreglar lo de fuera. Aunque deteste venir a que me hagan los pies.
Me acaban de decir que el que ama nunca pierde. Ni aún cuando no es correspondido. Porque el hecho mismo de sentir amor nos lleva a un mejor lugar que donde estamos.
En mi experiencia, cada relación implica dejar un poco de mí misma. No siempre recibo algo a cambio. Eso me daba muchísimo miedo antes, porque creía que me iba a quedar vacía. Rota. Incompleta.
Podemos vivir sin crear lazos emocionales. Estoy segura que muchas personas prefieren eso al dolor que pueda suponer entregar algo de uno y que no sea apreciado. Porque, al final del día, eso es lo que nos da pánico: el rechazo. Somos niños que no queremos que nos abandonen. Y nos recluímos detrás de una dureza fabricada, como una armadura. Que se nos puede volver una segunda piel. Como una barrera entre nosotros y el mundo.
Pero eso no está bien. No todo el tiempo. Es como besar con un plástico de por medio. Es casi rico.
No amar por miedo es casi vivir. Estar aislado de todos modos duele. Perder un pedazo del corazón por supuesto que nos deja un hoyito, pero por allí puede entrar algo mejor. O no. Tampoco importa.
Se supone que uno habla para comunicarse. Al menos ese es el origen del lenguaje. ¿O no? Nos sorprende que animales «evolucionados» tengan formas de comunicación complejas. A mí a veces me sorprende que nosotros de seres humanos nos lleguemos a entender del todo.
Le metemos tanta carga emocional a cada palabra que decimos, muchas veces completamente personal, que no siempre logramos conectar significados.
Yo tiendo a hablar en ideas tan cortas y con tan pocas palabras, que muy pocas veces se me entiende por completo lo que quiero decir. Llego con toda una línea de pensamientos puestos uno detrás del otro y sólo enseño el último. Me acaban de decir que muchas veces es como que hubiera un fogonazo en un túnel largo y oscuro. Por eso me expreso mucho mejor por escrito, porque me obligo a desarrollar las ideas.
El problema es que a mis hijos no les puedo escribir todo el tiempo. Ni a mis amigas. Y eso me lleva a ser insoportable la mayor parte del tiempo que no me fijo bien cómo estoy hablando. Y menos el tono de voz. Allí nos metemos a otro tipo de problemas, porque, si me cuesta explicar mis pensamientos con palabras, modular el tono seco con que me expreso me llega hasta a agotar.
Pero todo eso no es excusa para no hacerlo. Porque al final del día, quiero comunicarme, no quedarme sola. Y por eso me regreso a fijarme cómo y qué estoy diciendo. De nada sirve tener boca para hablar, si nadie me entiende.