Hasta eso

Ni el tiempo que recuerda su principio

y conoce el número de minutos hasta su fin.

O el mar que lleva contadas

las olas que le faltan para secarse.

Una estrella que sabe

el agujero negro que le espera.

Lo infinito tiene límites

y lo eterno un hasta aquí.

Yo sé que todo termina

pero nado en tus ojos y lo olvido.

No llegamos ni a Amatitlán

Sacar niños de una casa es, la mejor de las veces, complicado, la peor, una batalla campal por desalojar terrenos conquistados a fuerza de «¡No quiero ir!», y «Se me olvidó la (gorra, pelota, pachón, gancho, juguete, reactor nuclear…)». Hoy, Miércoles Santo, saqué a mi tribu relativamente temprano y partimos hacia el Auto Safari Chapín, una institución de viajes familiares que mis hijos no han experimentado.

Y no experimentaron hoy tampoco. Un viaje de dos horas se convirtió en uno de cuatro que avizoraba para uno de ocho. Todo mal. Salvo por la actitud de la gente en el carro. Los cuatro, considerando lo que aún teníamos por delante, decidimos regresarnos a la ciudad. Cero dramas.

Los cambios de planes tienen que estar dentro de los planes. Porque las propuestas que uno le hace al destino están sujetas a tantas cosas fuera de nuestra esfera de influencia, que no queda más que estar preparados para que no salga lo que queríamos. Creo que es más fácil ser flexible cuando uno se concentra más en lo que se quería lograr al final que en los detalles.

Algo así como navegar por diferentes caminos, para llegar al mismo faro. Así es mucho más fácil ser flexible. Lo difícil es tomarse un momento para cuestionar qué era lo que realmente se quería.

Nosotros queríamos divertirnos. Nos fuimos a una piscina. Nos divertimos. A los animales los podremos visitar otro día.

Qué hacer con los pedazos

Uno crece con expectativas de qué va a pasar en su vida, que van desde poder volar cuando se es niño hasta cualquier futuro que se imagina uno de joven. A los veinte años, aún tenemos ilusiones de amores de cuentos de hadas, viajes alrededor del mundo, niños perfectos y carreras exitosísimas. O lo que sea que nos despierte por las noches a soñar.

Resulta que las ilusiones son pedazos de mosaicos que armamos en diferentes formas. Nos gusta pensar que tallamos nuestras vidas en piedra, pero eso sólo significa que, si las cosas no salen como queríamos (spoiler: nunca salen exactamente como queríamos), nos despedazamos ante la realidad de ilusiones rotas.

Los mosaicos, ese arte tan lindo de hacer imágenes con retazos, es otra forma de entendernos. Tenemos pedazos que son inmutables, pero que podemos mover para formar nuevas expectativas y ajustarlas a lo que viene. No es que las ilusiones sean malas, pero ni siquiera podemos saber si nos va a gustar lo mismo en cinco años. Hay cosas que cambian. Nosotros, principalmente.

Lo que se hace con los pedazos es ponerlos en formas nuevas. Que nos gusten en este momento. Conservando las piezas. Al final del día, se trata de hacer algo bello, no de rompernos.

Compré plantas

Me armé de valor y fui al vivero a comprar plantas para mi jardín. Me he estado haciendo la loca, no queriendo enfrentar a ese momento. Es que no sirvo para la jardinería. Todo se me muere. Hasta los cacti.

Dejamos muchas veces las cosas que más nos cuestan para último momento. Las decisiones difíciles las dejamos reposar como si necesitaran marinarse. Los exámenes médicos los postergamos hasta para después de morirnos, si es posible.

No hay nada de misterioso en el asunto. Ya de por sí hacemos cosas que no nos gustan. ¿Por qué hacerlas de voluntario?

Pero el flujo de la vida obliga a dar esos pasos a riesgo que nos ahoguemos en una poza de indecisión. Las cosas enterradas se pudren. Eso está bien para el abono, pero no para una vida.

Si ya sabemos que tenemos que hacer algo, pues mejor hacerlo y que salga, aunque sea mal.

Le estaba dando tantas vueltas al jardín, que si contrataba a alguien, que si pedía ayuda… me iba a quedar con la bouganvilia salvaje y grama para eterna memoria. Estoy segura que alguien más podría diseñar algo mucho mejor que yo. Pero quién sabe cuándo lo hubiera hecho.

Ya compré las plantas y dije dónde las quiero. Que salgan y prosperen.

Los domingos tengo libre

Moría por una tortilla con frijoles hace dos meses. Como si la vida se me fuera en ello. Hoy, que podía, me comí una piña. Porque ya comí la tortilla cinco domingos seguidos y tal vez ya no la necesito.

Pareciera que nos gustan las cosas que no podemos tener. ¿Pareciera? Seguro. Como la razón por la cual no estamos en el paraíso. Qué regalo tan curioso tenemos los humanos que nos lleva a buscar cosas ocultas, aún sabiendo que no es lo que nos conviene. Así cruzamos océanos, conquistamos continentes, nos enamoramos.

Ocupaciones de alto riesgo, que nos sacan del puerto seguro y nos llevan por mares tormentosos. Hasta que buscamos un faro para regresar. Porque es alegre andar pajareando, pero la tierra tiene el nido y hay que aterrizar de vez en cuando.

Ese estira y encoge que jugamos entre lo conocido y lo nuevo, lo que no podemos hacer siempre y la rutina, la marea alta y baja de nuestro comportamiento que, al menos, nos hace más amena la existencia. La libertad sirve para encontrar los límites en los que nos gusta movernos. O los que queremos cruzar. O los que no sabíamos que teníamos. Nunca podemos hacer en absoluto lo que queremos.

Pero de vez en cuando, podemos comernos una tortilla con frijoles. O un pedazo de piña.

Los corazones

Los corazones que se rompen

Dejan entrar el tiempo a los lugares

En donde se guardan los recuerdos

Que creíamos para siempre.

Se escapa el tiempo

La luz desgasta el momento

Y ya sólo sirven

Para seguir bombeando.

El problema de romperlos

Es que siguen trabajando

Y una herida necesita reposo

Para sanarse y reconstruirse.

Pero somos seres que viven

No paramos un momento

No les damos tregua

A nuestros sentimientos.

Así, las fisuras apenas se juntan

Nos quedamos frágiles

Necesitamos construir jaulas

Que nos protejan del exterior.

Como tazas de barro rajadas

En las que se sigue vertiendo líquido

Sabiendo que, tarde o temprano,

Quedarán inservibles.

Tal vez, al final de cuentas,

De eso se trate la vida.

No tengo a dónde ir

Tres días sin manejar. Sin horarios. Sin clases. Falta uno en un paraíso de días sin tiempo. Poder escapar a una casa sencilla en la que la única preocupación es que el agua está fría, es salirse de una vida que lo lleva a uno.

No me las puedo llevar de naturalista. Mi cabaña en el bosque ideal tiene agua corriente, plomería, energía eléctrica e internet. Sería incapaz de vivir como el Unabomber. Pero eso que hago todos los días tampoco es ideal.

Pareciera que la modernidad nos da tantas cosas, que nos deja sin lo más esencial.

Por el momento, este en el que igual no tengo nada qué hacer ni a dónde ir, estoy feliz. Mañana que regrese a una casa llena de cosas que me reclamen, también.

 

Terminé un libro

Tengo una fila de libros por leer y quisiera no querer comprar otro hasta terminarlos. Pero… una que es viciosa y ahora hay libros por todas partes. Pasaba entrando al súper y se me quedó pegado uno. Rara vez compro libros sin saber de qué se tratan, pero éste me llamó la atención: El cielo es azul, la tierra blanca. De Kawakami. Lindo.

Estamos acostumbrados a leer y ver y escuchar puras cosas recomendadas. Me pasa frecuentemente que, si alguien más no la ha visto, yo no me meto a ver una película. Creo que es porque aceptamos que hay demasiadas ofertas y nuestro tiempo es cada vez más limitado.

Lo peor de todo es que si me siento muy cansada, regreso a ver cosas conocidas, viejas, cómodas. Y allí está el corazón del asunto. Llega el final del día y uno sólo quiere envolverse en algo que le haga sentirse bien: unos pants viejos, las chamarras de la cama, información que ya digerimos.

Pero no se puede andar así siempre. ¿Cómo vamos a crecer si nos quedamos en el mismo lugar? ¿Qué clase de conversación podemos tener si sólo hablamos de lo mismo?

El libro no me decepcionó. Ya puedo regresar a los que tengo en cola.

Dejarse consentir

Creo que a veces tomamos papeles de los cuales nos cuesta salir. Digamos que yo me he adueñado de la capa de la «cuidadora» en la casa, la que hace los pasteles de cumpleaños, las cenas de amigos, la que cura enfermedades, mete niños a la cama, hace maletas y balancea todo al mismo tiempo. Al menos así me lo parece a veces. Como hoy, que tenía media hora de retraso en el horario planificado para salir de la ciudad, no me había bañado, aún me faltaba traducir lo de los lunes y todavía tenía que ir al súper. Las maletas, excuso decir, no estaban ni subidas, menos hechas.

Nosotros mismos nos agobiamos con las asignaciones cada vez más grandes que nos ponemos. Como si nos gustara la vuelta extra de presión en el torniquete de la vida. Y, pues, no es así tanto la cosa. No somos carbones.

También pasa que, para personalidades extremistas como la mía, el hecho de decir «con tanto no puedo» es una vergüenza. Enorme. Yo puedo. Con todo. Hasta que ya no. Y me quedo sin querer hacer nada.

No pareciera que debe ser así la cosa. Hay un poco de balance entre lo que podemos abarcar y lo que debemos hacer. No sé en dónde, pero hay. Tal vez pueda alguna vez decir que no puedo.

Cada uno de los niños llegó con un problema y a ambos los mandé a solucionarlos solos. Al menos eso sí sé hacer.

La torre de lo sencillo

Hay un concurso tipo Top Chef de reposteros australiano. Resulta que a la niña le encanta el programa y a mí también. Vemos los capítulos con una mezcla de antojo y ganas de ir a cocinar. No hacemos ni una ni la otra. En el último que vi con ella sacaron un croquembouche espectacular. Recuerdo que mi mamá lo hacía y le quedaban de revista. Es básicamente una torre de profiteroles rellenos de alguna natilla y unidos entre si con caramelo. Cada uno de los elementos no es complicado en sí. Pero requiere maestría en la técnica.

Es interesante cómo se pueden construir las cosas más grandiosas a partir de las piezas más elementales. Lo que realmente importa es que éstas estén hechas bien. Y, para hacer algo sencillo, bien, se requiere de miles y miles de horas de práctica. Como los cocineros japoneses que se pasan años aprendiendo a hacer arroz para sushi. Uno que lo hace en arrocera, luego se pregunta por qué no queda igual…

La cotidianidad, esa sucesión de pedazos sencillos que arman el conjunto de la vida, se nos pasa a veces en una carrera entre despertar y dormir. Le perdemos el gusto a un saludo por la mañana, una sonrisa de bienvenida y descuidamos los engranajes. Es difícil que la maquinaria, el conjunto, no se deteriore si no le ponemos atención a los detalles.

En realidad, para hacer cosas espectaculares, sólo necesitamos fijarnos en lo sencillo. Y aprender a hacer un buen caramelo que lo una todo.