Un momento para mí

Nadé hoy. Despacio y poco. Sentí una libertad mayor que lo que puedo describir al dejar el teléfono a un lado y sumergirme a no escuchar nada más que el agua. Qué poco me había dado cuenta de lo mucho que me hacen bien esos momentos desconectada de la vida.

Después que mi mamá tuvo el derrame, estaba atada al teléfono cuando salía, porque siempre había una emergencia. Con los niños, esto es menos agudo, pero siempre constante. Ahora supongo que volveré a sentirme con un apéndice extra. Está bien. Pero también está bien poder dejarlo un pequeño instante.

Como hoy. Todos necesitamos el momento que sólo sea nuestro, porque no podemos darnos si no tenemos nada dentro. Espero haberlo aprendido ya, para no desgastarme, pues necesito servir durante mucho tiempo más.

Inesperado

No se imagina uno nunca, lo que puede suceder, aunque viéndolo hacia atrás, lo identifique. Los golpes duelen más cuando uno no los espera, el suelo se siente más duro y cuesta respirar.

Pero hay que levantarse.

Inevitable

El tema principal de las tragedias griegas es el destino y nuestra búsqueda por evitarlo. De buena referencia Edipo Rey, por poner el ejemplo más sonado. Pareciera que el punto es decirnos a los humanos que hay cosas que ni los dioses pueden evitar.

Sí y no. La toma de decisiones nos pone en un camino hacia un rumbo y eso es inevitable en el sentido que eso escogimos y hacia allí vamos. Pero luego están todas las otras cosas que se salen de nuestra esfera de opciones y con las cuales simplemente nos toca convivir. Nuestra composición genética es una (aunque hay corrientes que insisten que hasta eso se puede modificar), nuestra altura, preferencias olfativas, enfermedades.

No hay cosa que me haya frustrado más que el saber que una enfermedad simplemente no era prevenible. Pero toca hacerle ganas. Porque no puedo evitarla, pero sí me puedo adaptar a ella y no permitir que me saque de mi rumbo escogido. Hasta que escoja otro.

Dando vueltas al hámster

Hoy pasó un tacuacín en la pared divisoria. No era tan grande y ahora ya no me parecen tan feos. Recuerdo que se hacen los muertos y hasta simpáticos me caen. El gato grande se puso loco. Debe ser por eso que anda desesperado por la casa y que me mordió ayer. Sólo me dejó marcado el colmillo, abriendo apenas la piel. Pero tengo la mano hinchada y me duele como si me hubiera lastimado. Este animal es capaz de contenerse y no lastimar demasiado. Como cuando mira pasar a los hámsters sin comérselos. Se han escapado varias veces, sin que les hagan nada.

El hámster que da vueltas sin parar en mi cerebro se queda pensando que cómo es posible que el animal se haya contenido para no hacerme demasiado daño. Pero que igual estoy con dolor. Algo así como cuando nos guardamos cosas para no herir, pero seguimos tan enojados que igual hacemos todo pedazos.

Me sigue doliendo la mano. Y el gato ya no se acuerda.

Los domingos dejo de contar

Cuánto como, el momento en que me despierto, las repeticiones de ejercicios. El domingo es un día libre, que se me pasa rápido y lento y nunca termina pero no dura nada. Son días con rutinas que cambian con cada semana, con menús abiertos y horarios truncados.

Las rutinas nos ayudan a navegar por la vida incierta, a darle orden a cosas que no podemos controlar. La vida es una continuidad de hechos sucesivos que creemos que conocemos y que todavía nos sorprenden. Los hijos crecen, lo sabemos, aún así creemos que se pueden quedar del tamaño de nuestros brazos. Hasta que nos llegan a la nariz y calculamos que la próxima vez que los regañemos, los vamos a tener qué sentar.

Nuestros cuerpos nos traicionan en el espejo, cuando nos acostamos del lado y hay piel que sobra y el cabello se queda sin color. Así nos pasamos los días y los domingos que son días fuera del tiempo.

Hoy, que fue domingo, pasé con el viento en la cara, amigos a la mesa y los niños corriendo. Extrañando lo que no está, porque nunca está y disfrutando de lo que hay alrededor. Y comí. Eso sí es rutina en domingo.

Gastarnos

Derramamos vino en nuestras bocas

llenando los odres sin fondo

nos dimos besos por gusto

recibiendo sin dar nada a cambio.

Contuvimos el deseo entre las manos

abiertas para dejarlo escapar,

gastamos el sabernos

antes de llegarnos a conocer.

Nos dejamos sin nada.

Hago nuevo lo viejo

Tengo unos Keds que seguro son más viejo que mi hija. Ya están manchados más allá de lo que puede hacer mi lavadora por ellos y donde no, están desteñidos. Los Keds me recuerda al colegio y recibir un par para mi cumpleaños con la ilusión de niña pobre con sus primeros zapatos de “marca”. Desde entonces siempre me han gustado y fui feliz cuando vi que habían vuelto a ponerse de moda. Pero éstos ya están viejos y no me han gustado otros.

Así que los pinté. Con espirales y rayos y flores. Se siguen viendo viejos, pero los puse nuevos, para mí. Así como se puede apreciar volver a comer huevos por las mañanas. Besar a los niños por las noches. Leer. El karate. Todo lo que hacemos de forma regular, cuando lo vemos con una pequeña variante, nos lo hacemos nuevo.

Editamos, resumimos nuestras experiencias, como agarrar una foto vieja que vimos bien sólo la primera vez y luego no fijarnos en los detalles. Y siempre hay algo nuevo.

Ahora mis zapatos están decorados. Igual quiero otro par.

No conocemos todo

Regreso a leer un artículo que describe que sabemos qué sabemos y qué no sabemos, pero no todo lo que no sabemos. Es imposible tener una dimensión exacta de nuestra ignorancia, simplemente porque para tenerla, deberíamos adquirir las habilidades que nos la quitan. Es una paradoja de la realidad que describe con exactitud porqur la gente que no sabe y que cree que sabe, es la más peligrosa. Mi papá decía que no hay nada peor que un tonto con iniciativa.

Por el otro lado, adquirir más conocimiento nos abre los ojos al universo de desconocimiento que se despliega a nuestra vista. Algo así como ir perdiendo la visión, comprar anteojos nuevos y descubrir todas las arrugas que no nos habíamos visto antes.

Yo sé que ni siquiera sé todo lo que no sé. Y que prefiero seguir pensando me están sirviendo las cremas contra las arrugas.

Cómo medir el tiempo

Con la altura de mis hijos. Con la cantidad de veces que te pienso. Con lo que quisiera ver. Puedo medir el tiempo con palabras: las dichas, las leídas, las escritas, las guardadas. El paso de ese hilo que desenreda nuestra vida lo medimos con números rítmicos que se repiten avanzando sin descanso y que creemos dominar porque vemos girar en nuestras muñecas.

Mido el tiempo con lo que me tardo en dar diez vueltas en la piscina, el recorrido del carro de un lugar al otro, cuántas respiraciones puedo dar sin dejar de fijarme. Mucho tiempo pasa entre la ausencia y muy poco en la proximidad.

El tiempo se mide en todo menos en sí mismo, porque un minuto no significa nada si no le metemos algo con qué llenarlo. La canción favorita que termina muy rápido. El regaño que es eterno. La peor forma de hacer pasar el tiempo es esperando en incertidumbre. Mi forma favorita es en cualquier cosa que me haga olvidar que, cuando no lo mido yo, me mide a mí. Y que me voy a terminar.