Una foto

Nada es menos real que una foto, ni más cierto. Representaciones planas y estáticas de momentos con profundidad y movimiento que guardamos entre las tapas de un álbum o en la memoria de nuestro celular. Escogemos las mejores, las enseñamos, nos dejamos allí para futuras generaciones y creemos poder trascender.

Las fotos no son verdad pero sí la representan. En una fracción de su todo. Evocan el recuerdo cambiante de un momento congelado, regalan sentimientos extraviados y nos hablan de lo que fuimos (o quisimos tratar de ser).

Me gustan las fotos. Desde las banales e impublicables que borro, hasta las que son más arte que un cuadro y me mueven. Van a ser lo único que nos represente cuando ya no estemos.

Dos veces otra persona

Todas las células del cuerpo se regeneran, haciéndonos, efectivamente, personas completamente distintas cada siete años. Comencemos cualquier ciclo y siete años después, no seremos los mismos. Ese número tiene importes cabalísticos, por algo es el de la perfección, el de los días de la semana, el de los pecados y las virtudes. Es la cifra de agujeros que tiene que tener una cara para estar completa (dos ojos, dos orejas, dos fosas nasales, una boca). Si queremos creer que vivimos en un continuo flujo de experiencias que nos transforman, el tiempo también sirve para pensar que podemos regenerarnos.

Hoy 29 de abril cumplimos 14 años de casados con Mario y puedo decir con total seguridad que no soy la misma. En ese espacio de tiempo han sucedido todo lo que es normal en la vida de cualquiera. No soy la misma, pero sigo siendo yo y sigo estando aquí y eso cuenta más que conservarse inmutable.

A ver en qué estado estoy en otros siete años.

Un puente en el cerebro

No sólo el cerebro tiene dos hemisferios perfectamente identificados, también tiene áreas específicas con las que realiza ciertas actividades. La más fascinante es la del lenguaje, que puede dañarse de tantas y distintas formas. Han descubierto incluso que, personas que ya no pueden hablar, pueden cantar y uno se pregunta cómo puede ser que decir las palabras al compás de la música pueda ser distinto de recitarlas.

Entre las cosas que me tocan, debo traducir textos. Tarea que a veces es fácil como dejarse mojar por una catarata y otras se sienten como llevar esa agua de vuelta a la cima. Es como si mi cerebro se estuviera hablando a sí mismo, dos personas que no se comunican generalmente, de pronto tienen que sostener una conversación y a mí me toca apuntarla.

Tender puentes de entendimiento, no sólo en el lenguaje, sino en todo, ayuda a acercarse. Pocas cosas tan frustrantes como tener una idea y no poderla comunicar, o querer traspasar la barrera de la confrontación y llegar a un acuerdo.

Lo cierto es que me canso de hablarme a mí misma y, por hoy, voy a dejar a cada idioma en su esquina. Tal vez mañana los dejo que se platiquen de nuevo.

Hoy no hice nada

Al menos no todo lo que hago. Hice el desayuno y me asoleé, pedí el almuerzo y veo pelis con los niños. Días domingos pasados en el abandono, pero así lo tengo contemplado en mis semanas. Cosas que no sé si sirven, para no sentirme tanto como animalito de zoológico en cautiverio. Los días con nombres inventados y horarios que sólo a mí me importan. Tengo muchas horas llenas de ocupaciones que no me dejan espacio para escribir, pero espero estar acumulando las palabras y dejar que salgan en el futuro.

Pero hoy, hoy no hice nada. Sólo estar. También eso puede ser algo.

Todos vamos a morir

La primera vez que me contaron que yo también iba a morir, tenía cuatro años y me despedí de una tía lejana a quien mi madre me mandó a ver acostada en su caja. Siguiendo la necesidad incomprensible que tenemos los humanos de venerar los restos de la maquinaria que se apaga, ella estaba maquillada y con el pelo corto rizado sobre un cojín blanco, arreglado en esos pliegues duros que se hacen engrapando una tela, de indiferente calidad, a los bordes de madera del ataúd. Mi madre acompañó a la suya a morir y yo no vi a mi abuela en su caja. Pero sí acompañé a mi tía a escogerla, aunque no llegué a comprender por qué importó qué clase de ataúd compramos, si de todas formas lo enterramos, junto con el cuerpo y se pudrieron ambos fuera de nuestra vista. 

Al entierro de mi tía llegaron amigos de mis primos, entre ellos un niño rubio un par de años mayor que yo y pensé que ni él ni yo podríamos llegar jamás a ser tan viejos como para morir. Hace poco me enteré que a Esteban le diagnosticaron una enfermedad impronunciable y murió veinte años antes de yo saberlo. Un niño muerto antes de envejecer. Creo que eso ya no me parece tan malo. Debe haberse visto precioso en el funeral, dándole a las personas que lo quisieron la satisfacción de enseñarlo en su perfección inerte. Hasta para eso necesitamos validación: mi muerto es más bonito que el tuyo, es más trágico que ya no esté, me duele más su ausencia. 

Cuando murió mi abuela, mi madre no lloró igual que mi tía, pero se le nubló la felicidad durante mucho tiempo. Mi tía lloró frascos enteros de lágrimas guardadas en pañuelos desechables y salió a fiestas con sus amigas. La muerte no nos toca a todos por igual, y mientras a mi mamá se le apagaron las ganas y a mi tía se le encendieron, a mí se me ha vuelto importante vivir con más filo cuando siento la muerte de cerca. Quiero un contacto con piel desnuda que me frote de nuevo el alma en el cuerpo hasta sacar chispas. Como pasarle corriente a un carro sin baterías.

En la funeraria, nos pasaron a un cuarto semi privado para despedirnos de mi padre. Las instrucciones fueron que cerraran la caja y no dejaran que lo viera nadie. Tampoco me pareció importante ponerle una madera más fina, ni tratar su cuerpo para detener la putrefacción. El oficio funerario me parece peor que el de un prostíbulo. Al menos en el segundo, los clientes salen satisfechos, aún cuando mueren. 

La muerte de mi madre fue esperada y deseada. Ella y yo ya no queríamos que siguiera viviendo en el estado en el que estaba y aún así, me molesta en la conciencia el haber sentido el levantamiento de un peso cuando dejó de vivir. Me pidió que la cremara porque no quería que se la comieran los gusanos. La enterré entera junto a mi padre. No creo que se haya enterado o que le haya importado servir de abono. Tal vez a ambos sí les moleste no tener una lápida que marque en dónde quedaron. Pero, si la vida después de la muerte funciona, y ellos están preocupados por eso, tal vez deberían encontrar mejores cosas en qué invertir su eternidad. 

Nunca me he sentido cerca de la muerte. Al menos no de la propia. Cuestiono mi falta de preocupación y pienso que tal vez es porque sólo la he visto llevarse a la gente a mi alrededor y nunca pronunciar mi nombre. Lo que sí estoy segura es que, el día en que muera, les dejaré instrucciones detalladas a mis hijos de qué hacer con mi cadáver, que espero sinceramente dejen de cumplir por completo para hacer lo que les plazca. No creo enterarme.

Regresé al mismo río

En estos días sin nombre

se produce el milagro

de cruzar el mismo río

todas las mañanas.

Llego a la orilla

donde me espera el agua

que estaba ayer

o que va a estar mañana.

Cruzo la corriente

llego al otro lado

mañana comenzaré en el mismo lugar

y seré yo la distinta.

No me muevas la mesa, por favor

Yo no tengo tics de esos que hacen que uno mueva el pie y a todo el mundo alrededor. Invariablemente, me siento al lado de alguien que sí y comienzo a desesperarme sin poder identificar por qué, hasta que me da náusea y entiendo que es alguien que se está moviendo como si lo estuvieran hostigando las huestes del Hades. La sensación anterior a su identificación es extraña, porque comienzo a irritarme y a sentirme mal y a querer pegarle a alguien. Sin una razón clara para todo eso, que se guarde cualquiera que tenga enfrente, porque le toca ser el depositario de mi encachimbe.

Hasta que aparece el culpable y pido que, por favor, dejen de mover la mesa. Y es que cada quien puede tener el temblor que quiera, pero no me venga a marear a mí, por favor. Regla básica de la convivencia. Claro, no siempre puedo hacer esas peticiones, porque las cosas externas que me irritan definitivamente no son todas tan sencillas. Allí lo único que tengo que aprender a hacer bien es identificar la fuente de mi molestia. Y no rematar con cualquiera.

Para mientras, quieto, por favor.

Habilidades frecuentadas

Hacer un rompecabezas requiere la misma habilidad que seguir una receta, o pintar con instrucciones. Más parece un ejercicio en paciencia. Nada del otro mundo. Crear una historia de cero requiere una posición empática que puede traerse de cuna, pero que también hay que desarrollarla. Hasta llevar una conversación es algo que se practica.

Lo que hacemos frecuentemente, lo hacemos con consistencia. No quiero decir que mejor, porque si repetimos mal un ejercicio muchas veces, lo vamos a hacer más fácilmente mal que al principio.

Aprender requiere repetir y comenzar. De cero, a veces, como cuando se debe descoser el cuadro con la puntada mal puesta. Repetir para hacerlo con más soltura. Olvidar lo que se metió torcido. Y volver a repetir.

La frecuencia sólo afianza lo que se hace, no garantiza el resultado.

Mi hábito favorito

Lo que más me gusta de mi rutina es que se repite. Y mi hábito favorito es el que siempre hago. Por eso me cuesta integrar cosas nuevas, porque luego no salen jamás del día. Y por eso también le pongo tanto empeño a lo desagradable, pero bueno, como el ejercicio.

Hasta que me aburre y quiero cambiar y vienen días como los que hemos tenido y lo que más quiero es volver al horario de antes, aunque me pesara a veces ir al dojo a la misma hora y hacer los mismos movimientos. Me hace falta la piscina de la que renegaba por fría o por mojada. Extraño la oficina y esperar el bus y las carreras de la mañana. Porque esto no es vida normal, aún no, y me da miedo que se me vuelva hábito justo en el momento en que otra vez cambie.

Y, para no sentirme así todo el tiempo, es que medito. Otro hábito.

Repetir historias

Hay algo tan calmante en regresar a ver las mismas películas y escuchar la misma música. Ya sabemos cómo termina todo y eso es precisamente lo que buscamos en tiempos de incertidumbre. También puede ser que por lo mismo encontremos repetir las sagas familiares.

Llevo revisando los cuentos de mi familia desde hace un par de años y veo cómo parecen remakes. El mismo patrón, aunque con un color distinto. Qué poco nos conocemos a nosotros mismos si tenemos que repetir las historias de las personas que nos precedieron. Tal vez por eso es tan importante no ocultar el pasado, sobre todo el personal. Es un camino que los que vinieron antes ya recorrieron y que no nos hace bien retroceder.

Quiero pensar que, al escribir lo que sé y recuerdo y me invento de mi familia, exorcizo la necesidad de volverlo a vivir y, más importante aún, libero a mis hijos. Pero eso no quiere decir que no quiera enseñarles las películas viejas que me gustan.