La primera vez que me contaron que yo también iba a morir, tenía cuatro años y me despedí de una tía lejana a quien mi madre me mandó a ver acostada en su caja. Siguiendo la necesidad incomprensible que tenemos los humanos de venerar los restos de la maquinaria que se apaga, ella estaba maquillada y con el pelo corto rizado sobre un cojín blanco, arreglado en esos pliegues duros que se hacen engrapando una tela, de indiferente calidad, a los bordes de madera del ataúd. Mi madre acompañó a la suya a morir y yo no vi a mi abuela en su caja. Pero sí acompañé a mi tía a escogerla, aunque no llegué a comprender por qué importó qué clase de ataúd compramos, si de todas formas lo enterramos, junto con el cuerpo y se pudrieron ambos fuera de nuestra vista.
Al entierro de mi tía llegaron amigos de mis primos, entre ellos un niño rubio un par de años mayor que yo y pensé que ni él ni yo podríamos llegar jamás a ser tan viejos como para morir. Hace poco me enteré que a Esteban le diagnosticaron una enfermedad impronunciable y murió veinte años antes de yo saberlo. Un niño muerto antes de envejecer. Creo que eso ya no me parece tan malo. Debe haberse visto precioso en el funeral, dándole a las personas que lo quisieron la satisfacción de enseñarlo en su perfección inerte. Hasta para eso necesitamos validación: mi muerto es más bonito que el tuyo, es más trágico que ya no esté, me duele más su ausencia.
Cuando murió mi abuela, mi madre no lloró igual que mi tía, pero se le nubló la felicidad durante mucho tiempo. Mi tía lloró frascos enteros de lágrimas guardadas en pañuelos desechables y salió a fiestas con sus amigas. La muerte no nos toca a todos por igual, y mientras a mi mamá se le apagaron las ganas y a mi tía se le encendieron, a mí se me ha vuelto importante vivir con más filo cuando siento la muerte de cerca. Quiero un contacto con piel desnuda que me frote de nuevo el alma en el cuerpo hasta sacar chispas. Como pasarle corriente a un carro sin baterías.
En la funeraria, nos pasaron a un cuarto semi privado para despedirnos de mi padre. Las instrucciones fueron que cerraran la caja y no dejaran que lo viera nadie. Tampoco me pareció importante ponerle una madera más fina, ni tratar su cuerpo para detener la putrefacción. El oficio funerario me parece peor que el de un prostíbulo. Al menos en el segundo, los clientes salen satisfechos, aún cuando mueren.
La muerte de mi madre fue esperada y deseada. Ella y yo ya no queríamos que siguiera viviendo en el estado en el que estaba y aún así, me molesta en la conciencia el haber sentido el levantamiento de un peso cuando dejó de vivir. Me pidió que la cremara porque no quería que se la comieran los gusanos. La enterré entera junto a mi padre. No creo que se haya enterado o que le haya importado servir de abono. Tal vez a ambos sí les moleste no tener una lápida que marque en dónde quedaron. Pero, si la vida después de la muerte funciona, y ellos están preocupados por eso, tal vez deberían encontrar mejores cosas en qué invertir su eternidad.
Nunca me he sentido cerca de la muerte. Al menos no de la propia. Cuestiono mi falta de preocupación y pienso que tal vez es porque sólo la he visto llevarse a la gente a mi alrededor y nunca pronunciar mi nombre. Lo que sí estoy segura es que, el día en que muera, les dejaré instrucciones detalladas a mis hijos de qué hacer con mi cadáver, que espero sinceramente dejen de cumplir por completo para hacer lo que les plazca. No creo enterarme.