No me des el final de tu día
ni el sol espera a que se acabe
dame tus mañanas
aunque sean tarde.
No me des el final de tu día
ni el sol espera a que se acabe
dame tus mañanas
aunque sean tarde.
Cuando conozco a alguien que me interesa, le hago muchas preguntas. Todas aparentemente tontas. Mi favorita es cuál es su sabor favorito de helado.
Es difícil definirnos a nosotros mismos. ¿Quiénes somos? ¿Nuestra profesión? ¿Nuestra ocupación? ¿El estado civil que tenemos? ¿Nuestros parentescos? ¿Nos suscribimos a una concepción budista de la personalidad, es decir que no existe? ¿Somos esa voz que nos habla dentro de la cabeza? ¿O simplemente somos lo que estamos siendo en ese momento?
Me gustan las preguntas de preferencias, porque revelan mucho más de la persona que un simple, ¿usted qué hace? Pedir que me cuenten la primera cosa bonita que se recuerdan. O con quién pasaran una cena. O sus día favorito. Me gusta que la gente se describa sin saberlo. Y me da una mucho mejor idea de quién son.
Casi nada me gusta tanto como mi rutina. Qué rico saber qué voy a hacer cuándo. Pero, obviamente, eso no es sostenible para siempre. Hay cosas que cambian. Yo misma no soy la misma.
La vida transcurre entre cambios. Se llega a una supuesta estabilidad para buscar lo siguiente. Es lo más fácil de volver un cliché. Pero, como todas las verdades evidentes, vale la pena revisitarla para volverla a aprender. Las cosas cambian y sólo el que se adapta sobrevive. Vivir añorando, amargado, no es vida.
He tenido que aprender a moverme. A recordar la meta última de mi rutina. A dejar ir lo que ya está metido en mi ser. Porque yo no quiero ser un adorno incómodo por anticuado.
Hay muy pocas cosas que me sacan de quicio en alguien que me está prestando un servicio. Ni la tardanza de un restaurante, ni la falta de intuición, ni siquiera la ignorancia. Todo eso no depende directamente de la persona que me está atendiendo. Pero me irrita como calzoneta mojada el que cualquier persona no haga su trabajo y que sea pesada. Es una combinación ganadora que me saca el tono de voz severo y la mirada cortante que tengo guardados para ocasiones especiales.
Todos tenemos botones que se detonan. Algunos no los tenemos identificados y estallamos sin saber bien qué está pasando. Ésos son los peores, porque uno tiene qué saber en dónde está el peligro, ya sea para evitarlo, moldearlo y dejarse llevar. Claro que apuntan a cosas más profundas que una grosería de un mesero, total uno al patojo ni lo conoce, no debería importarle la actitud. Pero hay preferencias fundamentales que nos definen como personas en lo íntimo de nuestra composición emocional. Conocerlas, nos permite ser menos presa de ellas, más dueñas de nuestras reacciones. Y esa es una de las claves de la vida.
Hace poco me volvieron a preguntar la dirección de entrega de un producto que llevo pidiendo todos los meses desde hace 6 años. Hice que la nueva persona que me estaba atendiendo la buscara porque la pregunta surgía de la pereza de revisar. Obviamente la tenían archivada. Y hoy viene el pedido. Menos mal no es comida, porque seguro vendría con algún recuerdo.
No recuerdo haber aprendido a nadar. Me enseñaron de tan pequeña y lo hice tantas veces, que es de las cosas en las que no tengo qué pensar. Me sale y ya.
Cuando somos bebés, usamos toda nuestra capacidad cerebral para adquirir todas esas habilidades que nos van a acompañar el resto de la vida. Aprendemos hasta a caminar sin recordarlo. Y, para cualquiera que haya pasado por una rehabilitación, sabe perfectamente bien lo difícil que es volver a aprender. Por eso las cosas que repetimos, son las que se nos estampan. Hasta las emociones, de tanto usarlas, nos quedan como primer recurso.
Hay muchas cosas que no recuerdo haber aprendido. A veces hago el esfuerzo por fijarme cómo las hago. Porque todo se puede volver a aprender mejor.
El ritmo de las cosas
se puede dejar de seguir
pero ni el vino sabe bien
cuando se abre a destiempo.
La intensidad tiene la desventaja dd gastarlo todo más rápido. Mientras más fuerte esté el fuego, menos dura la leña. A mí me gusta ser intensa, reír con ganas, contarlo todo, dar y tener atención. No siempre me va bien con eso.
Las emociones son guías muy sabios que nos indican por dónde podemos ir. La razón es el conductor que debe poner el ritmo del viaje. La vida está llena de precipicios y abalanzarnos a todos nos lastima. Es bueno tener prudencia. Cuando uno tiene hijos, creo que ésa es la lección principal que repetimos una y otra vez y que de todas formas no aprenden hasta que se dan un trancazo. También nosotros lo hacemos, pero ya bajo nuestra propia responsabilidad y sin red de emergencia. Duele todo más, por eso somos más cautelosos. Pero también por eso la vida es menos divertida.
Me gusta la intensidad. No me gusta salir lastimada. El estoicismo me ayuda a oscilar entre ambas posturas con igual satisfacción. Siempre me va a ganar las ganas de subir el fuego, conste. Porque la leña siempre se va a consumir, mejor disfrutarla cuando se pueda.
Mientras más años tengo me ha pasado algo que me sorprende: escucho con mucha más atención a todo el mundo, pero me involucro con muchas menos personas. Creo que cualquiera tiene algo interesante qué contar. Yo ya no tengo la capacidad emocional de hacer relaciones con muchas personas. Ambas cosas se complementan.
Una de las quejas más frecuentes de la modernidad es que cuesta conocer gente nueva después de cierta edad. Como si nuestros antepasados que vivían en sociedades donde todo el mundo se conocía desde la cuna a la tumba hubieran tenido aquel océano de gente nueva qué conocer. Los seres humanos evolucionamos para vivir en sociedad y estar entrelazados más allá de los mazos familiares para sobrevivir. Eso cuesta hacerlo ahora.
Cuando conocemos a alguien nuevo, tenemos la oportunidad de volver a contar nuestras vidas, a veces con algunas ediciones. Eso es refrescante. Pero también es cansado. Nada como tener vidas en común con la gente que uno tiene a su alrededor y crear experiencias nuevas compartidas. Aunque sí es interesante escuchar la vida de los demás.
Tantas cosas que me he dejado de comer porque no era el momento. Y a veces casi me arrepiento porque ese momento nunca llegó.
Todo tiene una fecha de caducidad. Y las decisiones se toman excluyendo todo lo demás, sobre todo lo futuro incierto. Porque nadie sabe si en el próximo minuto va a estar vivo.
No me arrepiento de no hacer algo ahora y tampoco poderlo hacer después. Porque es lo que mejor me pareció. Ni siquiera mi yo del futuro puede juzgarme, no está en mis zapatos en este preciso instante. Y, hoy, me comí lo que quería. Mañana no va a estar.
¿Cuántas veces me han recomendado algo que ni volteo a ver? Seguro que muchas. No es arrogancia, es que si ya me falta tiempo para lo que yo quiero ver, menos tengo para lo de alguien más. Pero es bueno intentarlo.
No podemos conocer el mundo entero. Ni probarlo todo, ni verlo todo. Necesitamos de la experiencia de los demás para ampliar la nuestra. Por eso leemos diarios de viaje, vemos películas y buscamos recomendaciones. Aprender de lo que le sucedió a otra persona es uno de los avances más significativos de nuestra especie. Por eso es que no empezamos de cero en la vida.
De algo tiene que servir tener amigos que miren cosas nuevas y las recomienden. Lo malo es que a veces me engancho y me hace falta aún más tiempo.