Quiero cortarme el pelo

Ayer vi una película en la que la protagonista tiene el pelo en un pixie. Y obvio se me antojó cortármelo así. Esa libertad de andar de cara al aire, sin mucho qué esconder y sin pelo. Hasta que recuerdo lo que cuesta que crezca de nuevo y se me pasa.

Hay algo tan esencial en la forma que nos identificamos con la cara que tenemos, que vuelve el paso del tiempo en un estudio en reconocimiento propio. Antes, cuando no habían espejos, sólo podíamos vernos en reflejos turbios. La principal forma de identificación eran los demás. Nuestro rostro estaba compartido y tal vez eso nos hacía ser mejor parte de un grupo. Ahora nos vemos hasta en los teléfonos, exquisitamente conscientes de cada detalle bueno y especialmente malo. Yo reconozco mi cara, porque la he visto miles de veces. ¿Será bueno eso?

Iba a escribir acerca de la impermanencia (tal vez lo haga mañana), y cómo hacer planes postergando cosas irrelevantes es absurdo. Pero creo que lo es más aún esa fascinación con la auto-imagen. Espero poder dejarla ir antes que las arrugas me obliguen a replantearme a mí misma.

El problema de lo nuevo

Uno rara vez tiene amigos nuevos cuando ya es adulto. La mayoría de personas conservan a sus amigos del colegio, algunos de la universidad y allí están bien. Para los pocos como yo que no tuvimos casi ninguna amistad de jóvenes, nos toca hacerlos ya más viejos, con todas las dificultades que eso conlleva. Porque con las personas que uno creció, ya hay un pasado en común que no hay que volver a visitar. Uno sabe más o menos cuál es su historia familiar, gustos, logros. Son atajos. Y, como todos los atajos, también tienen la desventaja que abrevian la historia, dejando fuera muchos detalles que podría valer la pena volver a explorar.

El cerebro toma atajos todo el tiempo. Como no tener que pensar a detalle la ruta de vuelta a casa. O no tener que fijarse con demasiada atención en la cara de la pareja. Llena las faltantes y sigue, porque tiene que avanzar. No daríamos dos pasos seguidos si tuviéramos que volver a aprender a caminar cada vez que queremos hacerlo. Y probablemente vamos acarreando defectos de lo mal aprendido.

Conocer personas nuevas a cierta edad requiere un esfuerzo. También requiere que uno decida qué le interesa saber. Aunque se tome la ruta escénica, ni así todos los detalles son relevantes.

Despierta

Escucho la noche

me habla en bocinazos

y preguntas de búhos

¿qué hago despierta?

¿tengo que ir a ver a la niña?

mañana es ya

y yo sigo queriendo que sea ayer.

Tapar agujeros

En todas las vidas hay carencias que marcan una necesidad. Agujeros que tratamos de llenar, ya sea bien, o con cosas que nos corroen y los hacen aún mayores. También es cierto que, si así crecimos, ésa es nuestra realidad y sólo podemos imaginarnos otra. Lo normal es una aceptación comunitaria que existe sólo como un absoluto abstracto. Todo se desvía de una u otra manera de esa norma. Lo demás, lo que vivimos es «común».

Eso no quiere decir que, al identificar cómo tenemos lugares en los que falta algo, no podamos llenarlos. De cariño, de luz, de trabajo en uno mismo. Antes estaba la charla alrededor del fuego. Luego la confesión. Ahora está la terapia.

Quiero creer que lo más sano que he aprendido a hacer es identificar esas carencias, ver si hay una buena manera de taparlas y seguir adelante. Hay cosas que no se pueden reparar, sino que simplemente toca asumir. Y eso también es normal.

Lo que hay

En casa el lema preferido es “es lo que hay”. Porque la realidad, por mucho que nuestra percepción de la misma sea parcial, es lo que tenemos enfrente. La vida es como un concurso de cocina en el que uno tiene que cocinar el mejor plato que pueda, con tan solo los ingredientes que están.

La aceptación de la situación en la que se vive no es en absoluto un derrotismo. Es la forma clara de respirar, ver en dónde está uno con claridad y sin histrionismo y seguir adelante. Es no clavarse en lamentos o perder el tiempo fantaseando. Es tomar las riendas de lo que uno tiene y cabalgarlo hacia donde uno quiere estar. Las limitaciones sólo son los ingredientes amargos que uno debe incorporar y que, muchas veces, realzan el sabor de la comida.

He aprendido a sentarme con mi realidad, incluyendo la tristeza o el cansancio o la soledad. Porque negarlos no hace que se vayan, al contrario. Y, generalmente, aprendo algo nuevo.

Un disfraz

Hay una obra de teatro de Berthold Brecht que gira en torno a la premisa que a la gente no le gusta escuchar la verdad. Unos pirómanos se instalan en el ático de un tipo cualquiera, le dicen que van a quemar la ciudad así como han quemado otras y el tipo se ríe nerviosamente diciéndoles que qué chistosos son. Detrás de una verdad descarada hay una necesidad de esconderla. Se pueden poner las cosas a la vista de todo el mundo, para hacerlas comunes y que nadie se fije en ellas.

Hemos usado formas de esconder nuestra apariencia en todas las épocas, ya sea para parecer más (fuertes, poderosos, sabios, etc.), o para mimetizarnos con nuestro entorno. Los disfraces son parte de nuestro atavío diario, aún cuando no los identificamos con tales. Así, un traje que lo marque a uno en cierta profesión es un disfraz: porque podemos entenderlos como un código abreviado de características. Si mi hijo se disfraza de bombero, sólo vemos eso, probablemente no al niño y menos aún pensamos en un bombero de carne y hueso con vida propia.

Cuando salimos a la calle, llevamos puesta la cara que queremos que nos vean. Mejor si lo hacemos de forma consciente, porque lo hacemos, nos demos cuenta o no. Mi disfraz favorito es no llevar.

Lo que me falta

Hoy domingo cumple años mi Canche. Quince años. No entiendo cómo cree que tiene derecho de crecer tanto y tan rápido, a qué horas soy mamá de una cosa peluda apestosa que tiene casi voz de hombre y que me saca bastante más de una cabeza. El tiempo se abalanza sobre las vidas bien vividas, es el precio que uno paga por llevarlas tan plenas.

Me hace falta entender tanto de ser mamá de este hombre en construcción, tanto de aprender dónde soltar y dónde volver a halar. No se me hace fácil, cada decisión es un reto y me atormenta la facilidad de cualquier metida de pata que pueda arruinarle algo por dentro.

Espero con toda la dotación de esperanza que tengo, que el amarlo compense. Y que, para lo que no, encuentre buena terapista. Menos mal que si algo sí tiene es mi humor.

Química

Quiero ser la gota

que cambie el color de tu sangre

perturbe el sabor en tu boca

retuerza tus pensamientos.

La gota de veneno justa

para que me sientas entre la piel

darte sed, cambiar tus moléculas.

Desatar una reacción

que perturbe la calma de tu superficie

mezclarme con tus aguas

disolverme en la profundidad.

De eso nadie regresa.

Me gustan los gatos

Me gustan los gatos. Llegan cuando quieren, se dejan acariciar, son peligrosos, se les puede soltar y no se mueren de hambre. Como animal de compañía, son retadores. El gato no se entrega, se gana. Y está bien. Pero ahora también tengo un perro y eso es otro rollo.

Los perros son compañeros del humano casi desde el mismo momento en que los hombres aprendimos a hablar. La evolución de las dos especies está inextricablemente ligada y es probable que ninguno sería igual sin el otro. Hay una compenetración singular y la forma en que estos animales responden a su manada humana es especial. El perro que tenemos es de la niña y no tiene ojos para nadie más. Cuando ella no está, medio se pega conmigo y encuentra algo de consuelo para no sentirse solo. Y, a pesar que sigue sin ser de mi total agrado, entiendo lo especial que puede ser la relación entre ellos dos. Está bien. Me lo aguanto. Hasta le hago cariño.

Mientras que todo se termina de ordenar en la casa, mis pobres gatos serán prisioneros de la presencia del perro. Y a mí me podrá gustar el animalito, pero sigo prefiriendo los gatos. Son más interesantes.

El tono correcto

Resulta que hay más tonos de rojo que lo que creemos. Y no todos me van. Pareciera tan sencillo que un color fuera parejo, pero estamos muy lejos de tener cosas absolutas. En todo hay sutilezas.

Me mandaron hace poco una cita diciendo que la gran mayoría de discusiones no son por las palabras que se dicen, sino cómo se dicen. Y no sé si estoy totalmente de acuerdo. Creo que está en uno determinar qué le ofende, y que tampoco se puede aprovechar de la buena voluntad de los demás. Un insulto es un insulto aunque vaya con una sonrisa y ningún halago es agradable dicho de mala manera. Tal vez necesitamos buscar la congruencia entre todo.

Yo sé que no tengo un tono dulce para hablar y por lo mismo trato de usar las palabras más adecuadas. Y, si subo el tono, que se preparen porque a mí no me importa tener un rato colorado.