Tenemos relaciones que crecen con el tiempo y otras que pareciera que se hubieran quedado perdidas en un hoyo negro del espacio. Nos pasa cuando vemos compañeros de colegio con los que volvemos a sentirnos adolescentes (y de ninguna forma buena). Con nuestros papas, que creen que aún somos niños pequeños. Con personas que tenemos mucho tiempo de no ver.
Hay relaciones que se sostienen durante años a base de crecimiento mutuo, compenetración. Que evolucionan y que se amoldan a los cambios que vienen irremediablemente. Otras, es un andar apenas junto. Y otras, son simplemente el eco de las lealtades que nos debemos a nosotros mismos. Como ser amables con la tía insoportable que nos compraba helados de pequeños.
A veces les somos fieles a esas relaciones que no nos satisfacen, porque no serlo sería ir en contra de lo que esperamos de nosotros mismos. Y está bien. El rostro del espejo es el que vemos todos los días y es al que le rendimos cuenta cada mañana.
Aceptar que el tiempo juega con nosotros y que no todo el mundo puede reconocer en qué hemos cambiado, nos libera de mantener expectativas que sólo nos empantanan más en el pasado. Todo cambia. Hasta la tía viejita.
Está en uno saber qué cosas vale la pena sostener en uno mismo.