La lealtad que nos sostiene

Tenemos relaciones que crecen con el tiempo y otras que pareciera que se hubieran quedado perdidas en un hoyo negro del espacio. Nos pasa cuando vemos compañeros de colegio con los que volvemos a sentirnos adolescentes (y de ninguna forma buena). Con nuestros papas, que creen que aún somos niños pequeños. Con personas que tenemos mucho tiempo de no ver.

Hay relaciones que se sostienen durante años a base de crecimiento mutuo, compenetración. Que evolucionan y que se amoldan a los cambios que vienen irremediablemente. Otras, es un andar apenas junto. Y otras, son simplemente el eco de las lealtades que nos debemos a nosotros mismos. Como ser amables con la tía insoportable que nos compraba helados de pequeños.

A veces les somos fieles a esas relaciones que no nos satisfacen, porque no serlo sería ir en contra de lo que esperamos de nosotros mismos. Y está bien.  El rostro del espejo es el que vemos todos los días y es al que le rendimos cuenta cada mañana.

Aceptar que el tiempo juega con nosotros y que no todo el mundo puede reconocer en qué hemos cambiado, nos libera de mantener expectativas que sólo nos empantanan más en el pasado. Todo cambia. Hasta la tía viejita.

Está en uno saber qué cosas vale la pena sostener en uno mismo.

La sabiduría como sea

Hace poco leí un cuento acerca de una raza de hombres a quienes les fueron concedidos todo el conocimiento y toda la sabiduría del universo, a cambio de un sacrificio. Ellos eligieron no poder comunicarse más que cantando. Cuando llegó el momento de compartir estas maravillas con el resto del mundo, se reunieron miles y millones de personas. Los sabios abrieron la boca y comenzaron a cantar. A los dos minutos no quedaba nadie cerca. Tenían voces tan horrendas, que no había persona que quisiera escucharlos.

La verdad y el conocimiento a veces vienen en paquetes que no nos son atractivos. Muchas de las lecciones de la vida, esas que son las más importantes, son también las más dolorosas. Adquirimos sabiduría pagándola con sacrificios incalculables, porque todo lo que aprendemos realmente lo pagamos con tiempo y ese no se recupera.

Luchamos contra nuestra propia desidia para hacer algún deporte. Dejamos los ojos en los libros que nos instruyen. Nos rompen el corazón en el juego de las relaciones.

Pero vale la pena. Saber más. Conocer mejor. Ser excelente. Vale la pena.

Al final de la historia, una persona quedaba frente a los sabios. Una niña pequeña. Sorda. Leyéndole los labios, aprendió todo lo que tenían qué decirle. Ella también había hecho un sacrificio.

El tiempo que no existe

Hay frases que evocan imágenes que van más allá de lo trilladas que puedan ser. Para mí, que una historia comience con «hace muchos años, cuando el tiempo era joven…» me enchina la piel.

Todo, absolutamente todo, está sujeto al paso del tiempo que marca principios y fines, hace crecer y marchitarse, acaricia y atropella. Hasta la más firme de las construcciones tiene un final y nada que viva puede escaparse de morir. Y esos ciclos inexorables bailan al ritmo de una dimensión que sólo existe para darles forma.

Porque el tiempo, como tal, no existe. Y también tuvo un principio y va a tener un final. Igual que nuestras vidas. Lograr sentirse trascendente en una realidad que no permanece es uno de los motores que empuja a la humanidad a crear y recrearse. A jugar con los trozos de nuestras existencias para construir algo que permanezca después que nosotros, aunque sea un día.

Por eso amamos y volvemos a amar. Somos felices aún en medio de vidas miserables. Aprendemos cosas que nos interesan. Entablamos relaciones que nos alimentan. Pintamos. Cantamos. Escribimos. La esencia efímera de todo lo que existe no nos impide hacer cosas maravillosas.

Aprender a vivir en la no existencia permanente nos ancla en lo que hacemos aquí y ahora. Yo no tengo ni idea de cómo hacer eso. Pero escribo.

De lo que estamos hechos

Estamos hechos de palabras que nos dan forma,

Nos atan las que soltamos al viento,

Nos esconden las que no dejamos salir,

Se nos desbordan y nos arrastran,

Nos definen y nos recrean.

Las palabras nos dicen quiénes somos.

Le dan forma al humo de nuestros recuerdos.

Estamos hechos de palabras.

Las que decimos. Las que nos dicen. Las que dejamos de decir.

No nacimos para esto

Tan bonito que es creer que uno tiene un lugar asignado en el tren de la felicidad. Que lleva el nombre y apellido de uno y que es imposible que alguien más lo ocupe. O, peor aún, que no exista. Me ha sucedido que me detengo a ver mi vida y pienso «pero si yo no debería estar pasando por esto».

Asignarnos un papel que no se puede cambiar, porque esas son nuestras expectativas de nuestras vidas, nos dejan con pocas opciones y menos alegrías. Porque las cosas nunca son exactamente como uno las tenía planificadas. Y eso puede ser devastador, sí. Muchas veces uno simplemente encuentra que del mundo que construyó, sólo queda una marca negra por donde pasó la destrucción. Pero otras eso significa ver un horizonte nuevo y adoptar otro camino.

No nacemos para muchas cosas. Pero si a eso vamos, no nacimos para volar y allí vamos, inventando aviones. No tenemos nada asegurado. La vida no nos debe nada. Sólo podemos atraparla para admirar los momentos grandiosos y recibir los que no lo son tanto.

El tren que nos lleva de un extremo de la existencia al otro no tiene asientos asignados y a veces nos toca ir en primera clase y otras… Pero nos movemos. Eso sí es seguro. Mejor aprender a apreciar cualquier paisaje que nos pasa por la ventana.

Me pusieron anestesia y todo fue mejor

Pasé más de cuatro horas tatuándome hoy. En otras ocasiones les hubiera dicho que no me dolió, que me dormí, que el dolor es mental. Pero en otras ocasiones no me habían tatuado tan cerca del huesito de la cadera. Duele. Indiscutiblemente, duele. Y una se hace la valiente, porque tiene catorce años de estarse tatuando con el cuate que siempre la ha felicitado a una por no quejarse. Canté, moví los pies, tuiteé. Nada. Claudiqué y pedí anestesia.

Medir el aguante que uno tiene sólo se puede con cierta medida de exactitud cuando uno ya probó hasta dónde de verdad aguanta uno. Por eso las primeras veces de muchas cosas son tan poco predecibles. ¿Qué sabe uno como vaya a reaccionar a la hora de tener el problema encima? ¿O con cuántas libras se dobla el hombro al momento de hacer el bench-press?

Es fácil pasarse del verdadero límite o quedarse muy corto. Y así va uno conociéndose y afinándose y tratando de llegar un poco más. Hasta que duele como la chingada y pide la pinche anestesia. Que, de todos modos, me pusieron hasta casi terminado el tatuaje, porque si no, la aguja no entra bien.

La aprobación de nuestros muertos

El 21 de mayo cumplió once años de muerto mi papá. Y todavía no sé cómo me siento al respecto.

La relación con él siempre fue complicada. Un hombre seco, de carácter volátil, severo y poco afectuoso. Jamás escuché un «te quiero» de su boca. Mucho menos un «bien hecho», a pesar de mis múltiples reconocimientos académicos. Mucho menos un «qué bonita te ves». Eso era de las cosas que jamás se decían.

La relación con nuestros padres nos nutre para nuestra salud emocional el resto de nuestra existencia y está en nosotros de adultos llenarnos los agujeros que nos van quedando. Ahora que me toca criar dos niños, veo en dónde fallo y estoy consciente que hay mucho más que no veo.

Con mi papá aprendí a comer helado (que sigue encantándome), a tomar Coca-Cola (que ya no puedo ni oler) y a comer huevos duros con vinagre y sal (deliciosos). De él aprendí que el dolor físico es mental y que del otro, del profundo, no se habla. De mi papá entendí que la edad no es excusa para aprender cosas nuevas. Que uno jamás deja desamparada a su gente. Que la vida es dura y que uno no debe esperar algo diferente, sino que le debe hacer ganas. Hasta el último aliento. Que jamás se dejan cuentas sin pagar. Que siempre se deja una parte del corazón bien resguardado. Que ser violento daña. A cuestionarlo todo. Todo. A hacer siestas con la gente que uno quiere. A compartir el vaso.

Nunca he estado segura de ser la hija que él quería. Sé que me parezco en muchas cosas a él, la mayoría de ellas buenas. Jamás sabré si aprueba cómo llevo mi vida. No es relevante. Pero sí me gustaría saberlo.

Mi papá cumplió once años de muerto. Y todavía no sé cómo me siento al respecto.

Cambiamos para ser iguales

Mañana me cambio el primer tatuaje que me hice. Es un dragón. Amo los dragones. Me lo hice con todo el miedo al dolor, a la regañada de mis papás, al no saber si realmente quería uno que puede caber en un tatuaje. Lo llevo desde hace tanto que ya es parte de mí y es el que menos me llama la atención cuando miro mi cuerpo desnudo. Amo mi dragón. Pero ya no me gusta mi tatuaje.

Como personas, nos transformamos muchísimas veces. No somos los mismos de ayer para mañana. Menos de década en década. Y nos decimos que somos otros, que lo que hemos hecho, buscado, anhelado, ya no es lo mismo. Y, sí. Pero no. Hay cosas nuestras que nos hacen ser distinguibles del resto de la humanidad, que permanecen. Los ojos pueden estar rodeados de arrugas, pero siguen fijándose en lo mismo. las personas que nos hacen suspirar son distintas, pero el corazón que guarda los recuerdos es el mismo. Las causas contra las que luchamos evolucionan, pero nuestra pasión sigue ardiendo.

Nosotros cambiamos, evolucionamos, nos transformamos. Y permanecemos.

Amo mi dragón. Soy yo. Con todo lo que ese animal mitológico significa para mí. Pero esa representación que llevo en la cadera derecha ya no me representa. Y por eso lo voy a cambiar. Por otro dragón. Diferente, pero igual.

El modo de las cosas

Como para todo en esta vida, hay karateguis diferentes para diferentes tipos de entreno. Se usan más livianos para las clases de técnicas básicas y de combate en donde la velocidad (la que uno alcance a su edad, claro), es más importante y unos mucho más gruesos para hacer las katas, porque suenan bonito y se miran mejor. Mi traje de kata es tan tradicional, que no tiene elástico y se lo ajusta uno con unas pitas que van dentro de la cintura del pantalón. Me encanta mi traje. Detesto ponérmelo y peor aún, quitármelo. Es tan tieso que me cuesta un mundo aflojarlo de donde me lo apreté para que no se me cayera a media clase (ya me pasó, no fue divertido).

Mi papá decía que todo tiene un modo y que, si uno lo conoce, las cosas se pueden hacer suavecito, así, alargando la «i» y haciendo una seña con los dedos. Es de esos temas recurrentes sobre los que patina mi cerebro: todo tiene un método que hace la vida más fácil. Las cosas tienen una forma adecuada de hacerse y, aunque se puede luchar en contra, la consecuencia es sufrir más de lo necesario e inevitable. Como querer meter algo circular en un agujero triangular más pequeño que el diámetro. Eventualmente, a la fuerza seguro, se puede. Pero mejor si encontramos el agujero que le corresponde…

Los métodos ya comprobados por supuesto que pueden mejorarse. Todo puede mejorarse. Pero hacia el lado de lo más eficiente y sencillo, nunca a la inversa. Igual que mi forma de arrancarme el hombro para poder bajarme el karategui… Resulta que sólo hay que halar de las pitas de los lados.