La verdadera fuerza

Una de las cosas que más me parten el corazón es ver cuando mis hijos me dibujan enojada. «Ala gran,» pienso con el corazón estrujado, «¿será que así me ven todo el tiempo?» No voy a negar que mi modo emocional de default es el ceño fruncido, la voz estridente y el gesto de mano severo. No es excusa, porque definitivamente me he instruido de otras fuentes, pero obvio esa es la forma en la que me criaron a mí.

El uso de la fuerza es sencillo. Las reglas inconmovibles son fáciles de dibujar y mucho más sencillas de mantener. Un trabajo con normas rígidas tiene poco grado de dificultad. Pero tampoco da mucha satisfacción. Si una relación no admite un cambio evolutivo, muere. ¿Quién no ha preferido ganar un argumento a pura alzada de voz que con poder de convencimiento?

Resulta que el árbol más fuerte no es el que es tan tieso que se rompe ante un viento fuerte, sino el que soporta la tormenta aún doblándose. De igual forma, de mamá, mis hijos no me hacen más caso porque les suba la voz. A veces parece contraproducente. Estoy aprendiendo a mantener la firmeza, pero soltando la rigidez. Si puedo hacer eso con el yoga, lo debo poder hacer con mis hijos. Y ya también ellos me están dibujando más frecuentemente con una sonrisa.

Frenar

Yo no sé montar bicicleta. Bueno, sí sé montar, lo que no sé es parar. Y eso resulta siendo un poco importante para no estampar la carita en el aslfalto. O las rodillas. Alguna vez despegué cuál Challenger de la bajada cerca de mi casa y ya no volví por otra.

Poner altos en las actividades, sentar límites en las relaciones, poder parar los pensamientos nocivos, nos mantiene con cierto grado de salud. El mayor problema de una situación que se nos sale de control es que ya lleva un cierto ímpetu. A veces no es suficiente querer cambiar el curso que llevamos, es necesario frenar por completo.

Y detener algo en marcha es difícil, porque se necesita la misma cantidad de energía que lo tiene en movimiento. Cansa, agota, duele. Pero hay que saber cuándo hacerlo, o nos vamos a ir a dejar toda la humanidad de calcomanía emocional ante la pared con la que, eventualmente, nos vamos a chocar.

Me cuesta frenar en una bici. Al menos he aprendido a parar las situaciones que me dañan.

El mérito

He conocido mucha gente talentosa. Y mucha gente exitosa. Estas dos cosas no siempre se conjugan. Yo coso muy bonito, pero no lo hago seguido y mi hija termina vestida en t-shirt y tights. Tengo otros talentos que se quedan en la mera teoría y que me sirven para lo mismo que saber en dónde queda Parangaricutirimícuaro.

La perseverancia es un músculo accesible a todos, es sólo cuestión de ejercitarlo. El talento es sólo una posición en la salida de una carrera: algunos comienzan a correr más cerca de la meta que otros. Pero no todos avanzan y muchas veces gana el que no para. Tiene más mérito sentarse a practicar todos los días un idioma y masticarlo con algún grado de fluidez, que la gente super dotada con habilidad idiomática, que no dice ni un «Buenos días» sin faltas gramaticales porque qué aburrido aprenderse las reglas.

El talento sin práctica se queda en la mera teoría. Somos los únicos seres vivos sobre este planeta que no necesitamos ser buenos en nada para sobrevivir. Pero también somos los únicos que podemos lograr hacer cualquier cosa, independientemente de nuestro talento. Sólo hay que pagar lo que uno quiere con tiempo. Tampoco todo lo que «podemos» hacer lo «tenemos» qué hacer. Sólo no hay excusa para no hacerlo bien.

No coso. Puedo, pero no lo hago. Pero sí escribo, todos los días, no tan bien como lo otro, pero obtengo más satisfacción de las palabras saliendo de mis dedos y pago el precio que eso me implica. Gracias por darme de su tiempo para leerme.

Las cárceles

Pensando en qué canción pedir para el programa de radio de los viernes que tanto me gusta, me estaba acordando de la que dice «en la cárcel de tu piel»… Como con tantos ejemplos líricos, idealizamos situaciones de entrega de control y nos imaginamos romántica e inexorablemente atados a alguien o a algo. ¡Uy no! Eso de no tener agencia sobre mis actos me pudre.

Las peores cadenas salen de nuestras propias mentes, comenzando con las palabras con las que nos definimos: «soy X o Y» forjan cadenas más fuertes que las de cualquier calabozo. En su esencia, la forma en la que nos vemos a nosotros mismos es un reflejo de los valores básicos que tenemos y que nos dan la cosmovisión interna y externa con la que crecemos. Lo bonito es que todas esas palabras que sirven para presentarnos a nosotros mismos, son flexibles y pueden evolucionar.

Sentirse encerrado en el propio cerebro es agobiante. Además, se vuelve un poco complicado escaparse cuando el carcelero lo lleva uno pegado al cuello. El mejor trabajo de liberación que podemos hacer es indagar con qué palabras, en qué voz y con cuál tono nos describimos en la intimidad. Nuestros peores miedos, ésos que no queremos que los demás sepan, no son siempre cosas fatales que hayamos hechos, sino que la gente nos mire como creemos que somos. Lo mejor para huir de allí es llenar esos espacios tenebrosos de luz, examinar desapasionadamente nuestras creencias y desechar lo que nos hunde.

No me gusta estar amarrada. Me fascina compartirme. No es lo mismo. Supongo que no suena tan romántico decir «me comparto en tu piel» que «estoy atrapada por ti». Ni modo, tal vez por eso no soy escritora de canciones.

Conformarse con sustitutos

Cuando trabajaba en una institución muy competitiva, era casi necesario buscar el reconocimiento de los demás, sino, pues no había aumento… Tenías a muchas personas que, no necesariamente hacían bien su trabajo, pero sí lo anunciaban alto y fuerte y todo el mundo los miraba. Cuando estaba en otras relaciones, me importaba mucho que la gente me viera feliz, no importando si lo estuviera o no. Cuando estaba más gorda, quería enseñar más, para que la gente me chuleara…

Las cosas que nos hacen falta, las verdaderamente importantes, no tienen sustitutos. No es como el azúcar y la stevia. Conformarse con compañía, porque es muy duro el amor, es dejar una parte del corazón muerta. Querer cambiar la autoestima con aprobación externa nos deja sintiéndonos más vacíos que antes. Alardear de un trabajo mediocre, en vez de hacerlo calladamente excelente y que hable por sí mismo, nos deja sentados a la mitad del camino.

Todos tenemos estándares propios de lo que nos satisface. Hay que trabajar mucho para encontrarlos, porque muchas veces están «adornados» de las cosas que nos dijeron nuestros papás, de lo que vemos en la tele y de lo que escuchamos de las demás personas. El proceso puede ser hasta doloroso, sobre todo si lo que uno quiere va en contra de todo lo que le han dicho a uno que es lo «bueno» o lo «moral». Atreverse a pararse sobre su propio centro y quedarse firme en sus creencias, hacen del ser humano un verdadero inmortal.

Hay cosas que son intercambiables. Todas las que no tienen mayor importancia. O sea, un carro que te lleve a salvo de un lugar a otro es igual de bueno que otro que haga lo mismo, indiferentemente del precio. Pero un buen amigo, ése que va a responderte con empatía tus problemas, que te va a acompañar durante tus cambios de vida, que te va a querer, eso no es substituible.

La vida nos da un montón de opciones. Necesitamos flexibilidad para sobrevivir y firmeza para permanecer. Hay cosas que yo ya no puedo cambiar.

Hay que apuntar las cosas

Pero yo no lo hago. Nunca pongo qué tengo que hacer en papel (o teléfono). Apenas me gusta que me notifiquen de los cumpleaños. Porque todo se me olvida. Llevo más de 20 años de conocer a mi marido, en todo ese tiempo no ha cambiado ni de mamá ni de hermana y ésta es la hora que no me sé cuándo cumplen años (encima de todo, se llevan como dos días, entonces es más difícil). Tengo mini ataques de ansiedad cuando creo que se me juntan dos cosas y muchas veces paso el lunes pensando qué me toca esa semana.

Cada vez estamos más dependientes de nuestros ayudantes móviles para guardar datos que antes ocupaban espacio en el cerebro: números de teléfono, fechas de cumpleaños, datos históricos, accidentes geográficos… Recuerdo muy bien que una de las idiosincracias más simpáticas de Sherlock Holmes era que no sabía que la Tierra era redonda. Cuando Watson se lo dice, completamente sorprendido y hasta ofendido de la ignorancia de su compañero de cuarto, Holmes le contesta que es un dato completamente irrelevante y que sólo le quita lugar a conocimiento que sí le puede servir. Y que, muchas gracias por la información, pero que va a proceder a olvidarlo inmediatamente.

Nuestros cerebros son plásticos, siempre están creciendo y queda en nosotros ejercitarlos para que no se queden tiesos. Parte de lo que nos ayuda a mantener conectadas las neuronas, es trabajar la memoria, pero en estos tiempos en los que llevamos todo el conocimiento del mundo en nuestras manos, la hueva vence a la necesidad. Y estaría perfecto si, como no tenemos que atiborrarnos la cabeza de cosas irrelevantes le estuviéramos pasando la sabiduría de los filósofos antiguos, la historia de los imperios, hasta las aventuras de Holmes y Watson… Qué, si no. Y nos quedamos con gente que sí es inteligente, pero que no alimenta lo que tiene entre las orejas de nada interesante. El resultado es patético. Nada más triste que potencial humano desperdiciado.

Por eso yo no llevo una agenda. Así como levanto pesas, trato de hacer trabajar mi cerebro. Claro, me pasa como hoy, que casi me pateo por haber puesto dos cosas en el mismo día. Lo bueno es que pude chequear el Feis y ver que no son el mismo día.

Dos dagas juntas

Cuando uno piensa en dos personas que se llevan bien, se imagina que «encajan», como si fueran una daga y una vaina. Mi problema es que yo siempre he sido daga y que han buscado una vaina. No ha funcionado. Imagínense dos dagas: tienen punta, cortan, no se mete una dentro de la otra. No encajan. Pero yo no quiero ser vaina y sólo recibir la punta cortante y no poder cortar yo. No sé. No tengo carácter para eso. Y entiendo que no es para todos.

Ahora, imagínense un par de dagas con filo, largas, peligrosas. Apuntadas una frente a la otra, es obvio que no van. Evoca una pelea mortal. Así no funciona ninguna relación.

Hasta que se pone una al lado de la otra. Las puntas se dirigen hacia el mismo lado. Si se alinean bien parecen una misma. Tienen un mismo objetivo y se dobla su fuerza.

Eso es lo que tengo ahora. Una daga que le hace juego a la mía, que se dirige hacia el mismo objetivo que yo, que me ayuda a cortar, a luchar, a seguir. Incluso, si me falta el filo, allí está mi partner.

Y, a veces, también soy vaina.

Perderse para encontrarse

El año y medio entre agosto del 2005 y diciembre del 2006 fue mi «Annus Horribilis». Y sí, fue tan feo como suena. Peor. Comenzando por el derrame de mi mamá, pasando por la muerte de mi papá y culminando con la muerte de mi mamá. Terminé de pasar a la adultez en esos meses y no me gustó. Ni modo, es un proceso irreversible.

«No sabemos de qué estamos hechos hasta que pasamos por los momentos más fuertes de nuestras vidas.» Tantas veces que uno escucha esa frase, un poco como oír llover, hasta que tiene que enterrar un pariente, nace su primer hijo, pierde el trabajo, se gana la lotería (ya mero). Lo muy malo igual que lo muy bueno, el trancazo de la emoción no distingue y nos pega duro. Allí podemos probar qué tan fuertes son nuestros cimientos.

Supongo que es como un barco que se pierde en una tormenta; mientras navega por un mar en calma, ¿qué necesidad tiene de comprobar que sirvan sus motores y los instrumentos de navegación? Pero, cuando se pierde entre la tempestad, allí es cuando le sirve todo lo que trae para las emergencias. Nuestros valores, nuestro carácter, nuestra adaptabilidad, hasta nuestro buen humor son el gps que nos saca de la nube. Ninguna nave sale ilesa luego de un embiste de la naturaleza, pero sí con un mejor conocimiento de su capacidad. Igual nosotros, nuestro espíritu sí se resiente, pero las heridas cicatrizan y continuamos, mejores y más fuertes.

Salir de los momentos duros nos prepara para los felices. Disfrutar de las cosas buenas nos llena el tanque de reserva para los períodos de estío. La clave está en seguir encontrándonos cada vez que el viento nos saca de nuestro rumbo.

Dentro de ese mismo año, también tuve una de las emociones positivas más fuertes de mi vida: me casé con mi marido.

Soltar

El resultado de mi trabajo como mamá no lo veo. O por lo menos no cuando cuenta. Yo no estoy allí en el colegio con mis hijos, para llamarles la atención si se comportan mal con un amigo. No estoy cuando tienen la oportunidad de decir una mentira a una maestra. Tampoco voy a estar a su lado cuando estén en una fiesta y les ofrezcan drogas. O cuando, de adultos, puedan ser deshonestos, ladrones, aprovechados… Simplemente tengo que confiar (rezando hincada sobre maíz muchas veces), que ellos escojan ejercer los valores y seguir el ejemplo que les hemos tratado de dar con su papá. ¿Tienen idea de lo que me jode la existencia esa falta de control?

Y esa es la cuestión: se trata de control. Yo no tengo control total sobre mis hijos. Ni debería querer tenerlo. No tengo mascotas, tengo proyectos de adultos que tienen que poder desenvolverse solos en la vida. Eso se traduce en todo lo que hagan las demás personas con las que nos relacionamos. Somos amigos de la gente que confiamos que no nos va a meter la daga. Somos pareja de personas a las que (espero), no estamos vigilando para ver si nos queman el rancho o no. Compramos cosas creyendo que nos están dando lo que nos están ofreciendo.

El resultado es que soltamos nuestra desconfianza y terminamos aceptando que vivimos en sociedad. No siempre nos va bien con eso, pero el secreto es no regresar a donde se tropezó uno, sino seguir avanzando.

Poder dejar ir a mis hijos a casas de extraños, esperando que coman con la boca cerrada, digan «por favor» y «gracias», no rompan cosas y (si fuera necesario) se sepan defender, me quita a mí una carga inútil. No podría hacer nada si no están enfrente mío y pobres ellos si estuvieran todo el tiempo enfrente mío.