De Noche

Horas llenas de cansansio que llenamos de sueño.

Los niños ya no son parte de la rutina.

Tu peso en mi cama me recuerda que eres real y que estoy viviendo mi fantasía.

Hay gatos por todas partes.

La tele ya no nos entretiene.

Oraciones y buenas noches.

Pants y t-shirts, por aquello de los temblores.

Han sido tantas ya, que ya no recuerdo dormir sola.

La cama grande para que quepas.

La venta abierta, cerrada, abierta, cerrada, no puedo dormir con el ruido, no puedo dormir por el calor, la ventana a medias.

La rutina.

La rutina que nunca es suficiente para esconder que allí estás tú.

El cansansio que no borra las ganas.

Los gatos que salen y se cierra la puerta.

Los pants y t-shirt que igual se quitan, los temblores los hacemos nosotros.

Las horas que ahora están llenas de posibilidades y posiciones.

Y el sueño que nos termina de acompañar.

El Miedo a Cumplir los Sueños

Siempre he querido un gato negro peludo. Ha de ser la vocación de vieja bruja que dicen que llevamos todas las mujeres dentro. O que, simplemente, son hermosos. Hace unos meses rescatamos a un gato de un tragante que tiene de negro y peludo lo que yo tengo de colocha y morena. O sea, nada. Es lindo, pero es corrientemente lindo. Y justo cuatro meses después, una amiga postea una foto de una gatita negra y peluda que necesita dar en adopción, porque la mamá llegó a parir a su garage junto con otra gata y ya parecen refugio de mascotas.

Y allí me tienen, con la posibilidad de cumplir un deseo, justo al alcance de mi mano. Con más dudas que noviecita en su primera noche.

Cada vez que estamos cerca de cumplir un sueño, por pequeño que sea, dudamos. Es como que si nos diera miedo que la realidad no cumpliera las expectativas que nos hemos construido en la imaginación. Y está bien. El mundo exterior pocas veces corresponde con lo que pasa entre nuestras orejas. Pero todo es cuestión del enfoque. En lo personal, me detienen muchas veces mis propias barreras y pocas veces hago algo impulsivo. No me como un helado, porque sé que después voy a estarlo sudando. O un jeans porque después voy a querer gastarme ese dinero en otra cosa.

Pero también he aprendido a separar mis experiencias en dos etapas: la planificación y la realización. Ambas tienen sus encantos. Para preparar viajes, toda la parte de hacer itinerarios, comprar entradas, hacer reservaciones de comidas, estudiar mapas, aprenderme horarios de transportes públicos, etc., es lo que me prolonga la experiencia, antes de la experiencia. Luego, cuando estoy allí, el ver que mi esfuerzo tiene como fruto que no estemos estresados, que le saquemos el mayor beneficio a estar en un lugar extraño, sin cansarnos porque no sabemos qué hacer, me da una satisfacción agregada. Allí es una de las pocas ocasiones en las que he aprendido a disfrutar de hacer realidad mis sueños.

Al final del día, lo que nos detiene muchas veces es el miedo a decepcionarnos. Lo cuál es sumamente triste, porque de todas formas ya estamos en negativo cuando no tenemos lo deseado. Adivinen quién durmió hoy con una gatita negra peluda.

Vivir Dormido

Rara vez me despierta la alarma. O es por el gato, o un pajarito en la ventana, o las ganas de ir al baño, le gano usualmente la carrera al timbre desgraciado. Las veces que eso es lo primero que me lleva a la consciencia, es porque estoy muy cansada y el resto de mi día va a pasar como entre neblina. Mi cerebro trabaja a un tercio de velocidad cuando tengo sueño, hasta el desayuno es un reto del Juego de la Oca y tengo suerte si salgo con zapatos iguales a la calle.

Pasar semi-vivos por allí es una buena definición de ser zombie: caminas, comes, emites sonidos, pero no estás realmente del todo allí. No dormir, comer chatarra, no moverse más que para ir a traer otra bolsita de papalinas, ni hablar de estar alcoholizado u otras hierbas. Si ya de por sí la vida es difícil de apreciar con todos los sentidos alerta. Estudios demuestran que percibimos un ínfimo porcentaje de lo que sucede a nuestro alrededor. Nuestro cerebro deshecha todo lo que no es esencial y hasta llena espacios con información que ya posee. La cara de las personas con las que tenemos más familiaridad, ya está almacenada, entonces no es eficiente que nos la aprendamos cada vez que les hablamos. Por eso es que las parejas de muchos años se perciben como eran de jóvenes, pues sus cerebros tienen ese rostro asignado a esa persona. (Lo cual no me molesta del todo, si les he de ser sincera.)

Parar un momento a vivir, multiplica nuestra experiencia y nos saca de la neblina de la que nos rodeamos. Pueda que nos moleste la luz al principio, pero es por mucho mejor que no darnos cuénta qué hay. Excepto cuando tengo sueño. Allí sólo me arregla una siesta.

Constructos

Dicen que si mueres en un sueño, mueres en la vida real. Pero, ¿cuál es la verdadera vida? ¿La que llevamos dentro? ¿La que percibimos con nuestros limitados sentidos? Con cada sensación, recuerdo, pensamiento, emoción, ampliamos nuestra mansión mental. Por algo hay personas que prefieren vivir adentro. También, si lo que construimos es una casa de espantos, es de esperarse que jamás querramos disfrutar de nuestra interioridad.

Yo he sostenido conversaciones más satisfactorias conmigo misma, que con muchas personas que he tenido que toparme. También contengo dentro de mi imaginación el mundo que esté viviendo en el libro de turno. Soy más bonita, más inteligente, más encantadora y habilidosa en mi cerebro. Estar conmigo misma no es problema. Pero, también me gusta conocer otras realidades. No soy tan ermitaña.

Encontrar gente con arquitecturas mentales interesantes es uno de los mejores descubrimientos de la vida. Porque podemos compartir universos, explorar imposibilidades y arreglar el mundo. Todo empieza con una idea y considerarla entre más de una persona, mientras sea adecuada, la expande. El truco está en no dejarse apantallar por un buen repello exterior. Antes de unificar edificios, hay que cersiorarse que haya algo más que una fachada llamativa.

No hay ingeniero que pueda reparar los escombros de una vida deshecha, sin el consentimiento del dueño.

Yo sigo añadiendo cuartos a mi construcción y buscando vecinos de quiénes rodearme. Sólo espero no morirme soñando.

El Mejor Cumpleaños

En algún lado perdí mis ganas de tener celebraciones para mis cumpleaños. No es que no me guste «estar más vieja», eso es inevitable. Simplemente ya no hay piñata, ni velitas, ni saltarín, ni ganas de tenerlos.

Es un día «que se trata de mí». Y lo acabo de tener. Cayó en domingo. Desayunamos, fuimos a Misa, al cine, comimos un helado y regresamos a la hora usual de la cena y cama de los niños. Un domingo normal en mi familia: o sea, el cumpleaños más especial.

Porque una de las metas de la vida es ser feliz y hay que encontrar la felicidad en las cosas cotidianas y normales. Ésas con las que uno se topa siempre: un desayuno acompañado, la sonrisa torcida de uno de los peques, un cuerpo querido en la cama. Pretender ocasiones exageradas, fuera de la rutina, como la única forma de sentirse bien, es como casarse por la fiesta y no por vivir juntos.

Claro que los viajes, las fiestas, los regalos, los escándalos, bombos, platillos, mariachis, todo eso es alegre. Pero no hace la felicidad. La felicidad se la hace uno tomándose una taza de café. O una copa de vino. Como me toca ahorita, para terminar la parte pg de mi día.

Empanadas de Ciruela

Desde que yo misma me tengo que celebrar mis cumpleaños, éstos me hacen menos ilusión. Es apenas en los últimos años que me los he gozado un poco más, porque tengo un grupo de amigos fantástico a quiénes invitar. Salvo este año. Se avecina un evento algo portentoso en esta familia y mis recursos econónimos, de tiempo y anímicos están volcados hacia otro camino. Sin embargo, no voy a desaprovechar la ocasión para celebrármelo de una forma muy particular: me voy a comer todas las empanadas de ciruela que pueda. Y es que no son cualquier empanada de ciruela. Son las empanadas de la receta de mi mamá. Era tal el estatus exaltado que gozaban estas míticas piezas de masa en mi casa, que mi papá las contaba cuando mi mamá invitaba a sus amigas y le ponía número tope de cuántas se podían compartir, a riesgo de armar la de San Quintín.

Mi cumpleaños siempre fue sinónimo de planear menú. Pero yo no estaba involucrada en el asunto. Por ejemplo, yo siempre quise pastel de chocolate con «frostin» de caja. Negativo. Se hacía magdalena y turrón de claras batidas. Porque eso les gustaba a mis tías. Más adelante, como mi venida al mundo coincide con la temporada de melocotones, siempre había pie de esa fruta. No me gustaba. Se ponía aguado abajo y se desperdiciaban los melocotones que prefería comerme crudos y en cantidades navegables. Si quería que me hicieran baklavá Y spanacópita, tampoco se podía, porque muy feo poner dos cosas de comer con la misma masa… En fin, ya podrán haberse dado cuenta de la melodía de la canción.

Muerta mi madre, me hicieron falta todas esas cosas, sobre todo porque no tenía quién me las hiciera. Ni siquiera tenía las recetas, porque no encontraba sus recetarios. Hace poco me devolvieron uno y encontré otras páginas sueltas. Están escritas en su letra, sobre papeles llenos de harina y mantequilla.

Mi casa ha tenido un par de Navidades con sabor a las galletas de guinda y pecanas que me volvían loca, al eggnog del Dr. Sweeney, un sueco doctor en acústica que trajo mi papá para que diseñara la parte correspondiente del Teatro Nacional, al Stolen que hay que emborrachar.

Y ahora, a unos días de mi cumpleaños, tengo dos bandejas llenas de empanadas de ciruela esperándome en el congelador. Lo siento, las tengo contadas.

Montañas Rusas

Logré pasar 27 años de mi vida sin subirme a una montaña rusa. Recuerdo haber ido a Bush Gardens en uno de esos tours de RonalTours con mi mamá (ella se perdió a medio Disney, pero ésa es otra historia) y ver los dragones pasar como proyectiles casi rozándose, mientras pensaba: «Hay que estar demente para subirse a una vaina de ésas.» Un par de décadas después, allí me tenían, entrando a Six Flags en el DF, sintiéndome como el condenado que llevan al potro. Sudaba frío, tenía el intestino en la garganta, la lengua seca y la cara más pálida que de costumbre. Hice fila, me subí al artefacto, sujeté el seguro, reuní toda la valentía que encontré y puse en cola todas las malas palabras que pudieran salirme de la boca. Todavía siento en la columna los golpes de la cadena que engancha el carrito del Hades y lo eleva. El momento en suspenso entre regresar y desplomarse me ilustró mejor que cualquier clase de física lo relativo del tiempo. Nos inclinamos y alcancé la velocidad de la luz (bueno, así sentí yo). Terminé esa cita con el destino, increíblemente en una pieza. E inmediatamente regresé a ponerme en fila para ir otra vez.

Las aventuras extremas bajo ambientes controlados son el sustituto artificial de una humaninad que pasó cientos de miles de años huyendo de tigres dientes de sable y cazando mamuts, osos, jabalíes, otras tribus. Así como tenemos que forzar nuestros cuerpos a moverse, porque no estamos hechos para vidas sedentarias, una dosis de adrenalina pareciera mantener nuestras ganas de vivir. En nuestra modernidad, podemos darnos el lujo de, como dije, controlar esas emociones fuertes, inclusive en deportes extremos. Tal vez pensaría de forma diferente si fuera uno de mis engendros el que se tire de un edificio y arriesgue el pellejo que me costó 9 meses cocinar, pero serían él y sus pulgas los que estarían exponiéndose. El problema viene cuando, para sentirse vivos, se involucra a más gente con comportamientos de alto riesgo. Pasarse semáforos en rojo no es precisamente una actitud inteligente, como tampoco manejar ebrio, ni quemar rancho. Lo que haga uno con uno mismo, o con alguien más y su completo consentimiento, es válido. Si las consecuencias de los actos trascienden a terceros no involucrados, allí ya no vale el jueguito.

Sigo sufriendo sólo de pensar encaramarme a una charada que dé vueltas. Me estresa hasta el choconoy del IRTRA. Pero me subo cuantas veces puedo.

La Última Palabra

Quedarse con algo qué responder, atraganta más que un arroz trabado en la garganta. A veces sueño despierta pensando en la nariz que hubiera roto al pendejo que se me atravesó en el tráfico y, encima, me regaló con un recuento de mi árbol genealógico, comenzando por mi santa madre. Otras, no termino una discusión hasta que la mato, martillando mi punto para tener la razón. Me he cachado insistiéndoles a mis hijos en alguna falta, dándome cuenta que ya perdí su atención.

Supongo que es muy humano querer tener la razón. Es parte de sentirse entendido. Si no tuviéramos esa necesidad, la de compartirnos con las personas nuestro alrededor, nos daría lo mismo vivir solos en una cueva. El saberse comprendidos, reconocidos como parte de la humanidad, es lo que nos cohesiona a un grupo, a una familia, a una pareja, a nosotros mismos. Nos explicamos inconscientemente cada vez que le damos «like» a un post de FaceBook, cada vez que ponemos una estrellita en Tuiter o compartimos un artículo. Le contamos al mundo quiénes somos y qué nos mueve con la ropa que usamos, la música que escuchamos y los libros que leemos. Sobre todo porque tendemos a ser los mejores promotores de las cosas que nos gustan.

Nuestra «verdad» sirve para unirnos, sí, pero también sirve para crear brechas del tamaño del Gran Cañón. Porque es cuando no coincidimos, que no nos compartimos dulcemente, sino que queremos que los demás nos traguen como píldora. Difícil, muy difícil, aceptar que el constructo que tengo en la mente no está bien. Que la forma en la que percibí una situación está equivocada. Que una creencia que habita mi corazón y me ha formado como persona, no es correcta.

He encontrado que, conforme he crecido y madurado mis ideas, me es más fácil aceptar que haya otra forma de pensar. No sé si es que me importa menos ser aceptada, o si he logrado ser más abierta a los demás. Me gustaría pensar que es lo segundo, aún cuando sospecho fuertemente que es lo primero. Porque todavía me quedo con las ganas de romperle hasta los sentimientos al tarúpido del carro que casi me choca. En fin.

Amar el «Raro» Interior

Tener peculiaridades generalmente nos amarga los años de colegio. Que si uno es muy gordo, flaco, alto, bajo, rubio, moreno, feo, bonito, inteligente, tonto, nerdo, huevón… Cualquier cosa que sobresalga de esa media mítica que se forma en la adolescencia. Todos con los mismos zapatos, la misma ropa, el mismo corte de pelo, la misma marca de ropa interior. Que nos agarraran confesados si éramos los primeros en hacer, decir, o llevar algo. Tuve la fortuna de nunca encajar. Lo digo ahora con algunas décadas de por medio, porque en ese entonces, hacía todo lo posible por mantener atrapada a la «rara» que llevaba dentro. Nunca lo logré.

La mayor parte de la gente a la que tengo aprecio y toda a la que le tengo cariño, tienen algo que los distingue del montón. Pareciera que formáramos una tribu de aborígenes de un continente perdido. Yo reconozco a mi gente a leguas, desde un tuit particular, hasta un primer saludo pesado. Hay algo en las personas que me atraen. Resulta que todas tienen historias personales peculiares, muchas veces duras, que templan su carácter y las hacen más humanas a fuerza de golpes. El hecho de ser diferentes, las hace interesantes.

Lo simpático es que todos llevamos un «raro» dentro. Ese talismán que nos hace reconocernos al espejo y distinguirnos del vecino. Porque somos únicos, no hay nadie más en el mundo igual. El problema es que nos gustaría ser como los de nuestro grupo. Porque caminar solo a veces da miedo, otras da pereza y muchas más da vergüenza. En una fiesta, todos bailan más o menos igual y nadie pone atención al montón. Pero sí sobresale el mejor. Y el peor. Y si uno no está muy seguro de cuál de los dos se es, prefiere pasar inadvertido.

Qué aburrido. A estas alturas del partido, con el resguardo que me da conocerme y quererme mejor, me encanta poder ver una foto de grupo de tiempos del colegio y encontrarme a la primera. Por diferente.

¿Y Si Me Gusta?

Cuando se trata de comida, hay que navegar con bandera de explorador. Imposible saber si nos gusta la masacuata o no, hasta que la tenemos en la boca (sin albur) y nos damos cuenta que, en efecto, sabe a pollo. Tener amplitud de gustos culinarios permite visitar otros países sin sufrir de inanición porque todo nos da asquito. ¿Qué pierde uno con probar?

Hay muchas cosas en la vida que uno no sabe si le van a gustar, o si tiene una habilidad no explotada, o si, simplemente, puede ser la próxima gran pasión. Poder informarse de todo lo que hay para entretenerse en el mundo y escoger en qué invertir el tiempo, es una forma de distracción en sí misma. Se da uno cuenta que no hay suficiente tiempo ni vida para leer, contar, hacer, pasear, parrandear, estudiar, meditar, surfear, o cualquier otra cosa que a uno le guste.

En general, existen dos tipos de adquisición de conocimiento: el profundo, pero angosto y el extenso, pero superficial. Yo califico en el segundo, porque rara vez me quedo explorando hasta el último rincón de algo que me haya llamado la atención, sino que paso a lo siguiente. No es ni mejor, ni peor. Simplemente no quiero perder la oportunidad de que me guste algo más. Practico esta filosofía con algunas restricciones: no pruebo nada que pueda causarme serios problemas más adelante. Allí, la pregunta ¿y, si me gusta? se vuelve en la advertencia. Por ejemplo, nunca he probado drogas, porque me da pánico no poder dejarlas.

Cada quien pone sus parámetros y conoce mejor qué puede tolerar. Hasta con la comida. No creo que alguna vez pudiera comer una cucaracha. Aunque, con hambre, quién sabe si también tiene sabor a pollo.