Bajo protesta del paciencia-de-santo de mi marido, no tengo cortinas en mi cuarto. Me encanta despertarme con el sol, incluso antes. Cuando vivíamos en el apartamento teníamos una cortina metálica que tapaba la mega ventana de dos pisos que había y la detestaba con toda mi alma. Nada tan feo como despertarse uno y no saber si es de día o de noche.
Los seres vivos tenemos relojes internos que nos indican si debemos estar despiertos o dormidos. Habemos seres diurnos, adaptados especialmente a actividades que impliquen luz y nocturnos, que se desenvuelven mejor en las sombras de la noche. Y luego estamos los humanos que logramos complicarlo todo, como siempre. Resulta que, antes del advenimiento de las luces artificiales, nos teníamos que acostar a puro tubo con el sol y despertarnos igual. No era inusual que la gente incluso se despertara a media noche, hiciera sus «cositas» y volviera a dormirse.
Obviamente estamos hablando de otro ritmo de vida, de otros propósitos y de otras ventajas. Y tampoco estoy nostalgiando por «tiempos pasados mejores», prefiero mil veces la luz eléctrica, nunca hubiera podido leer lo que he hecho sin ella. Pero es innegable que todo este progreso que tenemos encima nos ha atropellado un poco la naturaleza y la preferencia de nuestros cuerpos.
Claro, el que mis hijos sigan mis pasos, tiene como seria desventaja que no existen domingos de despertarse a las 8:00… Pero me abundan los días, duermo cansada y feliz y puedo ver amaneceres espectaculares. Aunque me toque consolar al hombre, quien felizmente se quedaría en la cama hasta las 12…