No hay cosa tan intangiblemente trágica como un dolor de cabeza. O sea, no hay sangre, huesos rotos, moretes, ni nada a lo que se pueda apuntar. Pero existe. Como el que tengo ahorita que me cierra medio ojo, me baja siete decibeles la voz y me quita el resto de dulzura que me queda.
Y quiero que pare el mundo, que mis hijos se vuelvan adultos serios y callados y mi marido me consienta cual geisha masculino. Sí pues. Resulta que sigo siendo mamá de dos niños pequeños que requieren mi atención, que tengo cosas qué hacer y que no me puedo quedar tirada en la cama, con una toalla húmeda sobre la frente.
Y no está del todo mal. Mi papá decía que el dolor está en la mente y que uno simplemente no le tiene qué hacer caso. Nunca palabras más ciertas. Porque los receptores nerviosos estarán en la piel, pero son las neuronas las que le dicen a uno que algo dolió. Lo más simpático es que no existen receptores EN la cabeza y que el dolor que sentimos todavía no se explica a ciencia cierta.
Yo no puedo dejar tirada mi vida por un simple dolor. Mejor dicho, puedo, pero qué hueva. Lo que sí es que puedo sacar un poquito de cariñitos extras.