El momento en el tiempo en el que estamos parados es un punto en medio de un mar. Podemos ver hacia todas partes y admirar el paso de la historia que nos vamos contando. Sucede lo mismo con todas las narrativas: el principio es elegido y el final es sólo un descanso. Por eso se pueden siempre contar los pasados de nuestros personajes favoritos, o los futuros de sus tataranietos. La línea del tiempo es un bucle, incluso con muchas cosas repetidas, lo que pasa es que es tan grande que no podemos darnos cuenta.
Cuando uno comienza a escribir, escoger en dónde comenzar es problemático, porque se puede caer en el extremo del detalle y nunca terminar. La parte final me es menos complicada porque, usualmente, se me acaban las cosas qué decir y tengo que terminar. Pero el hecho que no haya más finales que los que uno pone en la vida, me da esperanza y me hace sentirme con alguna medida de control. Esperanza, porque sé que nada termina nunca para siempre, hasta las relaciones continúan con personas que ya no están, porque uno lleva su parte. Control, porque por lo mismo uno puede decidir parar lo que está haciendo.
Hacer el tiempo para admitirse finitos y admirar la inmensidad del todo al que pertenecemos, nos ayuda a quitarnos de encima el peso de nuestra propia importancia y a devolvernos nuestra magnitud. Como todo lo importante de la vida, no son extremos que se anulen, sólo son verdades absolutas que se contradicen. Tal vez lo que pasa es que no tenemos suficiente perspectiva y vemos una pequeña parte de un cuadro más grande. Como un pez en el océano.