Es más moderno el vernos al espejo que en los ojos de los demás.
Tal vez por eso la imagen que nos devuelve no concuerda con la de nuestras mentes.
Al final del día, el reflejo en alguien que nos mira es mejor medida.
Es más moderno el vernos al espejo que en los ojos de los demás.
Tal vez por eso la imagen que nos devuelve no concuerda con la de nuestras mentes.
Al final del día, el reflejo en alguien que nos mira es mejor medida.
Ayer pusimos (uso esa persona del verbo con más fantasía que realidad) el árbol de Navidad en casa. Primer año que compro adornos nuevos desde que me casé y estaba muh ilusionada, con visiones de obras decorativas tipo Martha Stewart. La realidad es que el pobre está inclinado, parece lisiado de guerra con vendas por los listones y la proporcionalidad de las bolas es sólo una aproximación.
Hay una trampa en las expectativas: se parecen a los planes, pero nos decepcionan. Creo que queda en la rigidez del resultado, la imagen fija que tenemos de algo en específico que nunca, o muy pocas veces es lo que obtenemos porque siempre salen las cosas distintas.
Lo peor de todo ese proceso es que no nos quedamos contentos con lo que logramos, comparándolo siempre contra el ideal fantasioso que sólo existe en nuestra mente. Los planes están bien. Creo que no podemos pasar la vida a la deriva. Pero también nos sirve un poco de flexibilidad y de cariño hacia nosotros mismos.
El árbol no puede salir en una revista de decoración. Pero sí puede estar en mi casa y, ya encendido, a mis hijos les gusta. Tal vez me salga mejor el otro año.
Mi madre me decía no dejaba la cabeza tirada porque la tengo pegada al cuello. Después de tres años de ir a nadar con alguna constancia y dejar la calzoneta en más de una ocasión, esa sentencia sigue siendo vigente, lamentablemente. Soy distraída, tengo memoria de caballero y pocas caras recuerdo, menos nombres.
Lo peor que me ha pasado últimamente fue llevar a mis hijos a ver una obra de teatro un lunes que no era el lunes del cartel. Cómo decidí que era ayer y no el 10 de diciembre, aún no lo sé, pero sí tengo aún roja la cara de la vergüenza de llegar al lugar a la hora indicada sólo para reiterar que no era el día. Llevo un mes viendo el cartelito varias veces a la semana, ni siquiera tengo la excusa de que sea reciente. Todavía no lo entiendo.
Pero cenaron los niños y nos reímos mucho y nadie salió lesionado por mi falta de atención a los detalles. Tal vez eso compensa, ponerle amor a las cosas grandes aunque las pequeñas se me escapen. También por eso me organizo hasta el extremo de aplicarme los productos de higiene en el mismo orden para no olvidarme de echarme desodorante, por ejemplo.
Y por eso dejo un traje de baño extra en el lócker. Para días como hoy en los que llegué a nadar sin calzoneta.
Hay tantas formas de vivir como personas. Y el nivel de felicidad parece que viene de la genética. Todos tenemos diferentes referentes de satisfacción y no se le puede pedir a una persona con disposición más “triste” que sea eufórico y feliz como los que saltan de la cama por las mañanas.
Es complicado para uno que cría niños entenderlo, porque han pasado de depender totalmente de uno, a tener sus propias ideas y ese distanciamiento a veces desconcierta. Sobre todo porque a veces uno les hace cosas con todo el entusiasmo del mundo esperando una reacción y salen con otra.
Especialmente difícil me resulta que lo que me sirve con uno no con el otro. No hay mejor seña de que la naturaleza hala tanto como la crianza. Pero seguimos haciendo (todos, ellos y yo), un esfuerzo por adaptarnos a lo que necesitan cada vez, para lograr alcanzar lo que creemos que es bueno.
Yo quisiera el instructivo para el método infalible. Un conjuro que cambie con ellos. Aunque sea un dibujito.
Pero no. No hay. Así que no me queda otra que continuar.
He aprendido a comer muchas cosas «extrañas», aunque aún no se me antoja un hígado, por ejemplo. Con los años, la tolerancia a otros sabores me ha crecido. Recuerdo muy bien que en mi papá, esto era completamente lo contrario y cada vez le iban gustando menos cosas. Llegamos al colmo un día que, al verme preparar un huevo duro con vinagre y sal, tal y como él me enseñó a comerlos, me dijo que le parecía lo más desagradable que había visto.
Cambiamos. Es una constante. Cosas que antes tolerábamos nos parecen insoportables. Sin darnos cuenta que no es lo externo lo que es diferente, somos nosotros los que ya no somos iguales. Por eso los libros no significan lo mismo. Las personas se nos antojan lejanas. La comida nos sabe distinta. Algunas personas crecen cuando cambian. Se vuelven más tolerantes, abiertas, inquisitivas. El paso del tiempo les enseña que no lo saben todo y que les queda poco para conocer lo más que puedan. Algunas otras se cierran, enfocándose cada vez más en lo poco que les resulta familiar y se atrincheran detrás de las cosas que les son familiares.
No quiero probar jamás una cucaracha frita, por ejemplo. Tengo mis límites para nuevas experiencias. Me he subido a más montañas rusas en los últimos años que en el pasado. Hago más ejercicio ahora. Escucho música nueva. La vida es mucho más vasta de lo que puedo abarcar en una vida y qué desperdicio quedarme sólo con lo que sé. Hasta estoy dispuesta a probar hígado.
Entendemos tan poco las cosas importantes,
que medimos la eternidad con el tiempo mismo del que carece,
el infinito en términos de espacios a los que les quita el borde,
el amor en cantidades.
Resulta que no sabía qué tan poco estaba comiendo, hasta que comencé a medir la comida (ooootra vez). Tiendo a bajarle imperceptiblemente a mis porciones, hasta que termino con una nada en el plato y eso – porque la vida es cruel e injusta – me engorda.
Los humanos no conocíamos el valor del tiempo hasta que comenzamos a llevar relojes. Ahora, en vez de ser amos del tiempo, somos sus verdaderos esclavos. Pero llegamos tarde a todas partes. Antes llegábamos. Me paso desde las 4 de la mañana corriendo a cumplir con cierta hora a la que tengo que estar en algún lugar en especial, midiendo los minutos que necesito para avanzar de una tarea a la otra. Puedo contar mis noches por la cantidad de horas que dormí.
Tal vez la comida y el tiempo como medidas de vida sean las que más rigen la mía. Y, tal vez, me gustaría cambiarlas por compañía y actividades. Hay cosas que no se pueden medir, porque hacerlo las desvirtúa. La amistad, el cariño, el disgusto, el placer. Todo lo importante es tan relativo que sólo tiene valor en el momento en que se siente. Luego no hay una forma objetivamente cuantitativa de compararlo. Está o no. Lindo eso. Lo binario siempre me llama como fuego en una noche de frío.
Lo cierto es que, midiendo mis porciones, como más y estoy más satisfecha. O no, porque me da mucha hambre.
El elemento de la sorpresa es, sin duda, el cimiento de toda buena historia. Nada más frustrante para lectores que ya llevan leído varias veces su peso en papel, que saber hacia dónde va una narrativa. Pero, para los que escribimos como ocupación (remunerada con éxito o no), sabemos que no hay cosa más difícil que encontrar cuentos nuevos qué contar. Todo, todo ya está dicho. Desde antes que lo pudiéramos escribir, ya lo sabíamos. Todos los desenlaces posibles.
Nuestras propias vidas tienen finales con que nos marcaron desde que nacimos. Creer que uno se va a escapar es vivir en otra dimensión. Y ni así es suficiente.
Pero, (palabra fea para comenzar una frase, pero a veces sirve), lo que sí podemos hacer es contarnos las cosas de una forma diferente. Avisar que son cosas que ya sabemos y hacerlas interesantes de todas formas. Porque a veces lo importante no es el final, si no cómo llegamos a él. Todos los caminos, por muy recorridos que estén, ofrecen oportunidades para fijarnos. En algo, lo que sea, una piedra, la temperatura del viento, la nada.
Yo quiero contar historias. No puedo inventar nuevas. Pero sí puedo ofrecer una perspectiva diferente a las que ya existen. Es la mía, nadie más la tiene. También por eso me encanta escuchar a los demás.
Cada vez que tengo interacción con personas he llegado a entender que estoy dando algo de mí. Bueno o malo, se llevan una pequeña parte que conforma esa imagen mía que pueden guardar o no. Podría parecer cansado, irse dando así por la vida, en pedazos y alguna vez así me lo pareció. Pero creo que lo he enfocado mal.
Las relaciones, cualesquiera que sean, demandan de los seres humanos un contacto. Esa exteriorización del mundo que sólo sucede dentro de nuestros cerebros y que es nuestra realidad más verdadera, más íntima y que tenemos que ofrecer para ser compartida con lo que está afuera. Hasta al pedir un café, hacemos patente nuestro deseo (interior) que nos den algo (exterior). Cuando esas demandas sociales se vuelven demasiado pesadas, hay un cortocircuito en nuestro funcionamiento y necesitamos recuperarnos. Volver a estar completos para poder volver a darnos.
Los seres humanos no sobrevivimos fuera de nuestra tribu. Por supuesto que existen esas sonadas excepciones de ermitaños viviendo en soledad en una cueva, pero ya fueron criados por una villa antes de irse a perder.
Tal vez no nos damos a pedazos que tenemos que recuperar. A lo mejor lo nuestro es fluir, sin menoscabar nuestra esencia, hasta llegar al mar y diluirnos. Lo mejor que podemos pedir es que, en nuestro paso, dejemos todo mejor.
Viajar nos permite dejar atrás las cosas que nos alejan de nosotros mismos. Esas distracciones del día a día que nos tienen todo el tiempo enfocándonos hacia afuera, sin sentir, sin fijarnos, sólo haciendo. Es lo que hay, debemos trabajar, comprar comida, atender gente, hacer ejercicios, comer. No sé. A mí los días a veces me pasan y termino dormida a las ocho de la noche cual gallina con la puesta del sol, sólo para despertarme y repetirlo todo al día siguiente.
No me estoy quejando realmente, me gusta mi rutina, mis horarios me dan estructura, puedo saber qué hacer en cada hora del día. Pero es bueno darse una pausa.
Estuvimos de viaje en un lugar en donde se aleja uno por completo del mundo real y está inmerso por todas partes entre detalles diseñados para sentir. Desde el olor a algodón de azúcar, hasta el último pedazo de moho artificial, todo le grita a uno que está en otro lugar que el que dejó atrás y que está bien sentirse diferente. Fueron ocho días de sobrecargarme los sentidos de cosas no planeadas por mí misma y, aunque estoy con ganas de quedarme en un cuarto en blanco, vacío, sin ruidos y sin personas durante un par de días, siento que experiencias así son necesarias.
Estar presente en la vida de uno es tan importante como poder observarla desde fuera. Ese flotar entre un estado y el otro, tal vez es lo que nos permite trascender. O simplemente puede ser que necesitaba una pausa.