El par de zapatos resplandecía rojo y me llamaba, pulsando, a través del vidrio. Altos. Altísimos. Casi un segundo piso de tacón. Bellos. Imposibles de ponerme. Tengo lastimado un dedo del pie y ya casi no puedo ponerme ese tipo de zapatos. Del tipo bonito.
Estoy en mi cama con un dolor de caderas tan constante, que tengo sueño. Porque no siento el dolor, pero sí el cansancio. Además de asomarse una migraña detrás de los ojos.
El dedo gordo de la mano derecha me recuerda que aún no paro bien una patada en el karate. Hasta tocar la bocina es una punzadita, en el dedo y en el ego.
La edad, supongo, se mide en todo lo que el cuerpo ya no puede hacer. Porque duele.
Pero yo no lo miro así. Los pies y la mano están resentidos porque me gusta aplicarme en el karate. No lo dejo de hacer, aunque tenga que irme en tennis a una boda. La cadera/cintura/espalda se resienten porque levanto todas las pesas del mundo para contrarrestar la escoliosis que pide llevarme a la cama.
La migraña es por pensar demasiado y allí sí no tengo excusa. La edad me encuentra con dolores, todos auto infligidos por gusto y gana. Y me gustan. Y me dan ganas. Aunque no me pueda poner los zapatos.