Me duele la cadera

El par de zapatos resplandecía rojo y me llamaba, pulsando, a través del vidrio. Altos. Altísimos. Casi un segundo piso de tacón. Bellos. Imposibles de ponerme. Tengo lastimado un dedo del pie y ya casi no puedo ponerme ese tipo de zapatos. Del tipo bonito.

Estoy en mi cama con un dolor de caderas tan constante, que tengo sueño. Porque no siento el dolor, pero sí el cansancio. Además de asomarse una migraña detrás de los ojos.

El dedo gordo de la mano derecha me recuerda que aún no paro bien una patada en el karate. Hasta tocar la bocina es una punzadita, en el dedo y en el ego.

La edad, supongo, se mide en todo lo que el cuerpo ya no puede hacer. Porque duele.

Pero yo no lo miro así. Los pies y la mano están resentidos porque me gusta aplicarme en el karate. No lo dejo de hacer, aunque tenga que irme en tennis a una boda. La cadera/cintura/espalda se resienten porque levanto todas las pesas del mundo para contrarrestar la escoliosis que pide llevarme a la cama.

La migraña es por pensar demasiado y allí sí no tengo excusa. La edad me encuentra con dolores, todos auto infligidos por gusto y gana. Y me gustan. Y me dan ganas. Aunque no me pueda poner los zapatos.

Operaron a la gata

Tengo dos años y pico de tener a mi gata negra. Es el animal más dulce que he tenido. En casa. En la veterinaria se portó como un demonio de 5 libras. Tenía que operarla desde hacía por lo menos un año. Y no lo había hecho.

Mi vida ha estado en suspenso desde lo que se siente como un siglo, pero ha sido casi tres años. Tres años se dicen fácil. Estar como libélula en ámbar esperando que el tiempo vuelva a correr, no tanto. Pero ya tengo casa casi terminada. Casi hay lámparas en todos los ambientes. La gata ya está operada. Y yo casi estoy bien.

A veces nuestras vidas tienen momentos de pausa. No son cómodos, pero son necesarios. Como osos hibernando. O, más bonito, crisálidas. Duele, porque implica una transformación profunda, quieta, callada. Hasta que uno sale, rompe, se abre. Y es una linda mariposa. O una gran polilla. Igual vuela.

He aprendido a dejar que las cosas tengan un proceso que yo no controlo. He aprendido a hacer lo que necesito, cuando estoy lista. Y he aprendido a que me pudre todo eso que he aprendido, pero que lo hago igual.

Tal vez después de operar (por fin) a la gata, ya hago el resto de cosas que. me faltan. El jardín por ejemplo.

No desperdiciar

Mi casa está llena de cosas que me gusta llamar antiguas y que en realidad son viejas. Porque no tienen más valor que el sentimental para mí. Los anaqueles de la cocina de mi mamá, por ejemplo. Recuerdo el esfuerzo que le costaron, no sólo en dinero, sino en convencer a mi papá de instalarlos. Para mi papá, cambiar de lugar un cuadro en su casa era una afrenta personal. Y ahora está una parte de esos anaqueles, lista para tirarse. Porque están viejos y la casa está nueva y ya necesitamos muebles que le vayan.

Y a mí se me parte el corazón. Porque uno tira las cosas que no sirven y tal vez no sirven, pero sí me recuerdan a mi casa. Esa casa que ya no existe más que en mi memoria. Hasta la memoria me falla, porque tengo ya tantos años de vivir en otra casa que es la misma que ya no me recuerdo de la primera bien. Ni siquiera huele igual.

Las cosas las tiramos. Está bien. Hasta a veces desperdiciamos cosas materiales, porque para nosotros ya no sirven. Aunque todavía puedan servirle a alguien más. Lo que no podemos tirar son nuestros recuerdos. Modificarlos, sí. Actualizarlos, sí. Igual que remodelé una casa que ya no servía para lo que la queríamos y ahora es diferente.

El descubrimiento más viejo del mundo

Leer a Borges es dejarse seducir. Es un hombre que habla constantemente de amor, sin mencionarlo. Un enamorado que declara sus sentimientos todo el tiempo, pero nunca abiertamente. Erótico en su sutileza. Dos poemas de él me gustan en especial. Las causas y Los límites. Uno, de amor. El otro, de muerte. Ambos hablan de lo mismo, al final del día.

Los humanos, todos los seres vivos, tenemos una compañera constante: sabemos que un día vamos a morir. Y como es una certeza intedeterminada, la dejamos pasearse entre nuestra existencia, a veces ignorándola, a veces dándole la bienvenida. Querer hacerse la bestia de esa realidad es suicida. (Perdón, no me pude resistir un poco de humor ácido.)

Llega un momento en que nos damos cuenta que, tal vez, lo que estamos haciendo sea la última vez que lo hagamos. Dan ganas de hacerse un ovillo y llorar. Que si esos labios los besamos por última vez. Que si comimos nuestra dona favorita por última vez. Que si vimos a nuestros hijos por última vez. Y pareciera que fuimos los primeros en toda la existencia de una humanidad que lleva siglos de morirse, en darnos cuenta que nos vamos a morir. A realmente darnos cuenta.

Sirve para nada y nada. O sea, sirve para, tal vez, apreciar lo que estamos haciendo. Para asignarle importancia a las cosas que nos dolería no volver a hacer. Para restárselas a las que no. Pero no sirve para retrasar el momento de ser últimos.

Me cuesta sobremanera vivir como si me fuera a morir. Porque, a mí, me dan ganas de tirarlo todo por un caño y decir que entonces nada importa. Hasta que recuerdo que sí, que sí me importa la vida. Entonces sigo. O trato. Por última vez, como la última vez y la siguiente.

Las manos

El conflicto de dos manos que se buscan

es que no siempre se encuentran

porque a veces están en otras manos

sosteniendo otras piernas

acariciando otras pieles.

Y se buscan, las manos,

sin siquiera saberlo,

sólo sintiendo que lo que sienten

no es suficiente.

Hasta que se encuentran.

Las verdades absolutas

Si les creemos a los físicos cuánticos, no existimos. Porque nuestra materia está hecha de partículas que están y no están. O a los filósofos que se debaten si la realidad que experimentamos es sólo el sueño de alguien más. Hasta las películas de personas conectadas, viviendo en mundos desaparecidos.

La realidad, esa que nos define, que está hecha de nuestros recuerdos, es una fantasía. Cada vez que sacamos una memoria y la observamos, la cambiamos hasta que, del hecho que la origina, no queda más que un recuerdo. Ni siquiera tenemos una forma completamente objetiva de utilizar el lenguaje, porque le hemos cargado tantas connotaciones emocionales personales a las palabras, que a veces eso interfiere entre lo que nos están diciendo y lo que nosotros estamos entendiendo.

Pero sí existen verdades absolutas. Hechos que no podemos evadir: el agua moja. El hielo es frío. Vamos a morir. Cosas tan reales e inevitables que son ridículamente obvias. No les prestamos atención porque no vale la pena. Y luego están las que sí importan: tenemos un valor, podemos ser felices. Sentimos. Porque los sentimientos son verdades absolutas que nadie nos puede refutar. No hay forma que alguien nos pueda decir cómo nos sentimos.

Mi verdad absoluta que no dudo es que amo a mis hijos. Eso no cambia y supongo que no cambiará jamás. Ahora, la realidad de esa verdad en términos cuánticos, es otra cuestión por completo diferente. E irrelevante.

Amigos necios

Todos tenemos algún amigo necio que nos empuja a hacer cosas que están justo afuera de nuestra zona de confort. A tirarnos en un canopy, a subirnos a una montaña rusa, a probar el rappel. O a correr un poco más, a nadar una vuelta más.

El mío, el más insistente, es el que tengo en el cerebro. Resulta que hoy no quería nadar, como no he querido nadar todo el año, que si por el frío, que si porque el agua moja. Cualquier excusa es buena. Pero resulta que había empacado una calzoneta nueva y unos anteojos para nadar nuevos. Y me los quería estrenar. Además, pasé tocando el agua de la piscina y no estaba tan fría. Salió el sol detrás de una nube justo cuando iba camino al vestidor. Ni modo. El amigo insistente me dijo «sólo cinco vueltas». Me tiré. Llegué a las cinco. «Ay, ya estamos aquí, cinco más.» Así se fueron las 11.

De alguna forma tenemos que poder hacer cosas en contra de nuestra propia voluntad. Que, si por mí fuera, me hubiera regresado tranquilamente a mi casa a ver Fargo. Pero no puedo. Porque me obligan. Me obligo. Sería un gato. Pero no. Porque yo misma soy mi amiga necia que me pide dar más.

A veces no doy lo suficiente. La mayoría de las veces. Pero doy más de lo que quisiera. Tal vez no es tan malo.

La ansiedad de las cosas

Pasé un par de días sin tener que ir a ninguna parte, ni de hacer nada. No sé cómo no hago eso más seguido. No manejé, no vi tele, no cociné. Nada. Ni siquiera sentí compulsión por hacer ejercicio.

Entre tantas cosas que tenemos que hacer, se nos van los días. Siento, como hoy que ya tuve que subirme a un carro, hacer loncheras, pensar en citas, que hago muy poco para todo el tiempo que gasto. Y que es más la ansiedad que me da todo. Lo que verdaderamente me atormenta es no saber si lo estoy haciendo todo.

Supongo que no podemos ni siquiera saber si lo que logramos está bien hecho. Esa conversación en la que uno dice muy poco o demasiado. Las palabras de cariño que pueden sonar a reclamo. El no saber de alguien al que uno quiere. El saber demasiado de uno mismo. Todo. Todo me da ansiedad. Hasta que lo mando y me mando al carajo. Porque no se puede vivir así.

Nada está ni ligeramente bajo mi total control y aprender eso me ha sacado todas las arrugas de la cara. No me gusta pensar que soy un barco a la deriva. Pero tampoco puedo pretender que yo construyo vías inamovibles en el mar. La imagen que prefiero es la de un buen barco, con velas firmes y una guía segura. Si bien no poseo el poder de cambiar el rumbo del viento, sí puedo ajustarme.

Y, en los días de calma, tirarme a nadar.

Cambiar para permanecer

Mi escritor favorito es Stephen King. Su narrativa es impecable. Rara vez hay algo que lo saque a uno de la suspensión de realidad en la que uno se sumerge cuando lee un buen libro. Me pasa lo mismo con Ishiguro, con von Shirach, con Restrepo. Estilos tan limpios que es como dejarse llevar en una embarcación segura, sin importar el estado del océano.

Lo interesante es que uno llega a esos autores cuando ya tienen un estilo. Y es muy poco probable que lo hayan tenido así desde un principio. Seguro sufrieron las transformaciones que vienen con la vida. Así como cuando miro las fotos de cómo me vestía de adolescente. Lo que me gusta ahora se puede entrever entre todo el resto de fachas.

Pareciera que nacemos con muchas cosas sobrantes. Vamos cambiando para ser más nosotros mismos. Afinamos nuestro estilo. Nos despojamos de las cosas que nos estorban. Vamos más ligeros, más limpios, mejor definidos. O deberíamos.

Ensayar para mejorar. Practicar para obtener maestría en lo que nos gusta. No tenerle miedo al dolor del cincel y el fuego. No quedarse a medias.

Nunca voy a escribir como King, Dumas, Borges. Porque no soy ellos. Tengo mi propio proceso. Pero quiero escribir como yo. Y para eso aún me hace falta.