Excusas sin razón

Ser sincero y decir las cosas claras. Es una actitud loable, que deja poco espacio para ambigüedades y malentendidos. Y que le sirve de excusa a mucha gente para soltar cualquier grosería que se le aparece en la mente.

Aunque realmente es imposible crear una reacción emocional en otra persona, es igual de imposible hacerse la bestia de las consecuencias que puedan tener nuestras palabras. Cada una de las cosas que decimos tiene una carga emocional y es importante conocerlas para no pasar por la vida blandiendo un bate «sin querer».

Ser sincero es excelente. Mejor que decir mentiras, por supuesto. Pero los dilemas existenciales no son entre una cosa buena y una mala, eso es muy fácil. La mayor parte de conflictos personalea vienen de tener que decidir entre dos cosas buenas.

No podemos pasar atropellando a los demás sólo porque queremos ser francos. Y tampoco podemos chocar contra nuestros propios ideales sólo por convivir. El lenguaje sirve para comunicar ideas, mejor si se puede sin herir.

A veces, toca decir cosas que no son del todo agradables. Allí es en donde no se puede usar la excusa de la franqueza para excederse en la dureza. El respeto y un poco de filtros sociales ayudan a que el mensaje que se quiere transmitir pase más fácil. Así como cuando uno le tiene que hacer una corrección a la pareja. Es mejor si se hace desde un lugar de cariño.

Se me cayó el cielo

Bueno, no fue el cielo, fue un pedazo del techo de la casa. Entramos casi a la media noche de un concierto a encontrarnos sin techo y la mitad de la casa inundada. Por primera vez preferí irme a acostar y dejarlo para el día siguiente.

Me tocó barrer agua. Recoger los escombros de mi techo y el vidrio de la lámpara del comedor, que aún no sé cómo se rompió si no fue en donde se cayó el pedazo.  Yo siempre trato de sacarle una lección a las cosas que me suceden, principalmente para poder escribir al día siguiente.

Barrer agua es como tratar de olvidar lo malo del pasado, siempre queda algo. O como argumentar contra las propias convicciones. O querer dejar de querer. Todo eso pensaba mientras me dolía el hombro con la escoba y maldecía la lámina que se había corrido.

Hasta que, verdaderamente, decidí que barrer agua simplemente es detestable. No todo en la vida es una lección. Hay cosas que simplemente molestan y tocan hacer. Y, por eso mismo, hay que tomarlas como vienen. Tal vez no podamos silbar como Blanca Nieves mientras trabajamos, pero también podemos no hacer drama de todo.

Ya mañana me vienen a arreglar el techo.

La música que nos acompaña

Me encanta Spotify. Encuentro casi todas las canciones que busco, hago mis playlists a mi antojo (desordenadas según mis amigas) y me sacan «Daily Mixes» que mezclan canciones que he estado escuchando y nuevas similares. En mi vida, las canciones han marcado mis etapas, relaciones, humores, amores. Creía que era así con todo el mundo, pero resulta que sí existen personas a las que la música las tiene sin cuidado.

Supongo que hay gustos para todo.

Lo cierto es que siempre hay música a nuestro alrededor. Los pájaros jolgoriosos dándole los buenos días al sol en los árboles de los arriates. El «buenos días» dulce de los niños amodorrados aún. El ding de aviso de un mensaje que nos hace sonreír.

Guardamos el recuerdo del timbre de voz de la gente que quisimos y ya no está. De la primera palabra que dijeron nuestros hijos. De la canción que bailamos con esa persona.

Podemos decidir escuchar el ruido, los bocinazos, el mal tono. Nos podemos enfocar en el sonido de la alarma que nos molesta. Supongo que todo es cuestión de perspectiva. Yo bajo el vidrio del carro cuando paso de madrugada al lado de los árboles. Escuchar a los pajaritos es mi premio por ir antes que el sol al karate.

Hasta las estrellas hacen música. A veces sólo hay que escuchar con atención.

El corazón dentro del corazón

Hoy le dieron un pelotazo a JM en el colegio. Fue tan fuerte el golpe en la cara, que perdió el conocimiento. Llegué antes que la ambulancia. Habiendo hablado con el doctor, me quedaba a mí el poder de decisión de llevarlo o no al hospital. Lo llevé. Le hablé durante todo el camino, lo hice reírse. Lo obligué a hablarme claro y fuerte. No lo dejé que se durmiera. Lo cargué para entrarlo y lo acompañé mientras lo examinaban.

Le hablé calmada. Respondí sin aspavientos las preguntas de la doctora. Esperé la quinimil horas que tomó el trámite del seguro (aproveché ese tiempo para hacerme exámenes de sangre que necesitaba). Pagué. Regresé a la casa, luego de mucho tráfico, a bañarme y a recoger a la niña a la parada del bus.

El niño está bien, nada roto, nada alterado. La vida parece continuar como si nada hubiera sucedido.

Y yo me quedé con el corazón latiendo con más fuerza, la angustia que no dejé escapar en la garganta y las lágrimas presionándome los ojos. Ser el adulto responsable que tiene que mantener la calma es agotador.

Qué bueno que lo puedo hacer. Pero me quedo con la sensación de querer yo también ser vulnerable y dejarme consolar por alguien que me deje ser débil.

Ser adultos no nos quita lo sensible. Sólo nos enseña a ocultarlo.

El propósito que cambia

Hace poco me preguntaron cuál creo que es mi propósito de estar en esta vida. Pregunta más desgraciada.

Los humanos tenemos la capacidad de ver que hay una vida después de nuestra muerte, aunque no sepamos bien para qué. El mundo continúa, queda gente que nos conoció. Algo de lo que hicimos puede que nos sobreviva. Y todo eso nos hace poder considerar que tenemos algo más grande qué lograr en nuestras vidas que simplemente gastar oxígeno.

Propósitos grandiosos como fundar compañías que le den de comer a nuestros nietos. Privados como aprender a cantar.

Cada persona tiene su propia medida de lo que está llamado a hacer.

Y siempre cambia.

Pasamo por tantas etapas durante nuestras vidas, que deberíamos estar tranquilos con que la respuesta no sea igual hoy, que hace unos años. No se puede.

Mi propósito de existir en este mundo ha cambiado muchas veces en su ejecución. Me gustaría pensar que el mayor, el últiml, el más importante, es hacer lo que estoy haciendo de la mejor forma posible.

Y ser feliz.

Despertamos cantando

Hoy fue el cumpleaños de JM. 9 años. Se despertó como buen niño, emocionado a mil. Y cantando. En la casa, tres de cuatro habitantes nos despertamos felices como pajaritos dándole los buenos días al sol.

Al parecer no todas las personas son felices por la mañana. Según yo, es pura cuestión de costumbre. O de actitud. O de buena disposición.

No tengo idea. Hay estudios para todo. Lo cierto es que hoy escuché a mis hijos cantando felices de mañana y me di cuenta todo lo míos que son. Para bien y para mal. Les escucho mi tono de voz. Les miro mis muecas en la cara. Reconozco mi color de pelo en sus cabezas.

Y muero de la ansiedad. Yo sé todo lo todo que me hace falta para tener una buena medida de inteligencia emocional. Tengo esa autoconsciencia de que nos permite reconocer en dónde estamos mal, pero todavía me toca arreglarlo.

Es lindo ver las cosas con las que me siento bien de mí misma, saliéndole a los niños. Pero no dejo de pensar en todas esas otras que estoy segura, no les estoy dando.

Tener hijos es tener la esperanza de no proyectarse en ellos y dejarlos a ellos ser felices por sí mismos. Y no decirles que le bajen el volumen a la cantada por las mañanas. Aunque sea muy, muy alto.

Lo malo y lo valioso

No me gustan los trabajos en grupo. No me gustan los deportes en equipo. En mi experiencia no me siento satisfecha con esas actividades y termino despotricando. Nadar. Correr. Karate. Todo individual.

Pero la vida no es así y hay que aprender a compartir y compartirse con gente. Somos seres sociales que necesitan de un grupo para desarrollar su potencial. Por supuesto que hay desventajas en la convivencia. Nos puede caer muy mal nuestra vecina próxima, el uke que nos toca en el karate, la persona a la que nos toca atender en el trabajo.

La vida viene como esas bolsas de frituras mezcladas. Algunas nos gustan más que otras. Podríamos escoger sólo nuestra parte favorita, pero eso nos satura el paladar y después ya no le sentimos el sabor a nada. Comérselo todo nos da perspectiva y nos recuerda qué queremos y qué no.

Lo malo, además, también viene acompañado de cosas valiosas, lecciones que tenemos que aprender. Cosas de las cuales nos tenemos que alejar. Tipos de personas que no queremos ser.

Por eso me meto en actividades grupales. Convivo con mis amigos a quienes quiero. Organizo fiestas. Porque me salgo de mi comodidad y aprendo todas las cosas buenas que hay en lo que antes consideraba malo.

Es importante para mí

Las katas en el karate requieren repetición. Pero no a lo bestia. La repetición de movimientos bien hechos, tantas veces, que se vuelvan parte de la dichosa memoria muscular y ya salgan sin pensarlos, perfectos, todas las veces. Yo no puedo tirar bien una patada directa en mis katas, aunque me pagaran. No sé por qué. Lo pienso y lo visualizo y según yo mejoro. Y le miro la cara al Sempai y ya sé que siempre no.

Tal vez tirar bien una patada no vaya a curar el cáncer. Su lugar en la escala de lo trascendental está bastante abajo. Pero es importante para mí.

Tenemos muchas cosas que nos interesan. Y siempre estamos dejando de hacer algo que nos representa menos satisfacción por algo que valoramos más. Tenemos un límite de tiempo y, yo por lo menos, todavía no hacemos bilocación. También pasa que no siempre podemos trasladarle a otras personas por qué algo nos mueve el tapete.

Lograr entender que, simplemente, tenemos diferentes formas de valorar las cosas, nos facilita el respeto. Debería bastar con un «es importante para mí» para dar el espacio que se necesite, aún si no compartimos el sentimiento.

Como yo con la necedad de tirar bien la bendita patada. Algún día.