Lo mismo, pero no igual

Les envidio los desayunos a mis amigos cuando postean nachos y panqueques y pan y pan y pan. Sobre todo al desayuno. Esa hora se presta para fardear. Y siempre les digo que me están apretando la envidia. Que yo no como así, porque exploto. Tal vez hasta consumo más calorías, pero repartidas distinto.

Podemos calcular las cosas para que nos den el mismo resultado, contando distintos factores. O sea, llegamos al ocho sumando cuatro más cuatro o tres más cuatro más uno… igual llegamos al número. Y así con la vida entera, porque cada uno tiene una manera distinta de hacer ciertas cosas, adaptándolas para sí mismo. Más importante aún, cómo les damos la libertad a nuestros hijos para que encuentren su propio camino. Claro que les podemos explicar y enseñar el nuestro, pero pretender que lo hagan exactamente igual es, no sólo iluso, es casi tiránico.

Así que seguiré envidiando las tostadas a la francesa de mis amigos, mientras como tocino.

El reflejo

Encontrar la postura de calma en la meditación no es dejar de pensar, sino fijarse que uno lo está haciendo. Es ser un espejo sobre el que pasa todo, sin imagen propia. Tampoco quiere decir borrarse uno, sólo ser claro.

La parte de fijarme tal vez no me cuesta tanto como la de estar callada en mi mente. A veces hasta música suena allá adentro. El mono de mi cerebro se agarra hasta de tres ramas a la vez. Pero lo poco que me ha quedado me ha servido para cosas tan grandes como una emergencia hasta pequeños momentos de sentirme de mal humor y no dejarme arrastrar. Es poco, pero es un avance.

Reflejamos, al final, lo que tenemos dentro y lo externo nos debe servir para darnos cuenta de eso.

Comencemos por la postura

Desde que me creció el busto, hice los hombros para delante. Una de las posiciones más dolorosas de yoga, con los brazos debajo del cuerpo, me es cómoda. Porque los hago para delante. Es una cuestión de protección, pero ahora no me sirve. Necesito aprender a abrirme.

Las posturas corporales informan al mundo de cómo nos sentimos, pero también nos dicen a nosotros cómo debemos sentirnos. No se puede llorar con una sonrisa, por más que sea fingida. Todo está en la forma que nos presentamos, la apertura que estemos dispuestos a tener, la seguridad de nuestros pasos y el ángulo de las comisuras de la boca.

Trato de pararme distinto ahora. El yoga y la felicidad (al menos su aproximación), me ayudan. Además, es más fácil defender una postura abierta, del lado, que cerrada.

Los pares

Llevo tres semanas

encontrando los pares de las calcetas

me sorprende quedarme sin una suelta

siempre empiezo esperando lo peor.

Esa nostalgia trágica de un par separado

la historia del compañero perdido

en un espacio cerrado

parece el crimen perfecto.

Los misterios del universo

los hoyos negros y los agujeros de gusanos

se esconden en el trayecto entre el pie

y la secadora.

O es la magia.

El caos en el que todo existe en potencia.

He logrado parar el desorden

al menos entre las calcetas

la vida no se me está escurriendo por allí.

Las cosas cotidianas

Consagrar las cosas de todos los días suena tan etéreo que se nos escapa. Mejor dicho, me suena tan cursi que lo evito. Pero en una de las lecciones de meditación, mi maestro insistió en hacer de la tarea más común un sacramento, ponerle atención, fijarse. Hoy estaba lavando mi olla de cocimiento lento y sentí el agua correrme entre las manos. Fue maravilloso en la sencillez, en fijarme en la bendición que es tener agua corriente en mi casa. No me estoy elevando a ningún plano inalcanzable. Simplemente estoy en donde estoy.

Poco a poco retomo el poder leer sin interrupciones, comer una cena entera sin ver el teléfono, lavar la ropa con intención. Eso lo es todo: la intención. El permanecer en un estado de permanencia. Las cosas cotidianas tienen un elemento sagrado por el simple hecho de que de ellas está hecha la mayor parte de nuestra vida. Si no les ponemos atención, es como pasar dormidos.

Mañana y pasado y el resto de días, no sé si logre esa claridad, pero los momentos que sí lo haga, no se esfumarán de mi memoria. Y allí está lo sagrado.

Todo tiene fin

Hasta el infinito tiene límites. La eternidad se mide en función del tiempo que no tiene y el amor… pues el amor tiene un tope en la muerte. Podríamos quejarnos y sentir que eso hace la vida triste. Lo cierto es que la finitud de las cosas nos las hace más agudas. No sabemos a ciencia cierta cuántas veces nos quedan de lo que hacemos. Una salida al cine, en estas épocas, fue hace seis meses y no sabemos cuándo la volvamos a tener. O cuántos abrazos nos quedan en la cuenta con alguien.

Ponerle atención a eso no es que nos haga perfecta la vida. Las peleas con la niña porque haga (bien) sus tareas siguen siendo el pan diario, pero me consuelo pensando que también tienen fin. Y, aún haciendo el firme propósito de hacer cada interacción especial, me sigue ganando el carácter y me sobrepasa la gana de tener la razón.

Igual, todo termina. Tal vez se me agoten los enojos y eso no está nada mal. Y cada abrazo de mis hijos puede ser el último y eso es hermoso.

El poder de dejar ir

Cuando me enojo, me quedo abrazada al sentimiento. Aclaremos que no me enojo (muy profundo), seguido. Las cosas cotidianas se me olvidan y no ando todo el día amargada por lo que pasó en la mañana.

Pero las cosas que me han dolido, se anidan en mí y tienen alquilado a largo plazo el espacio que ocupan. Sí, me sigue molestando el maltrato que tuve en el colegio. Entiendo que debo dejar ir, pero a veces ese sentimiento de cólera es también una fuente de energía y cuesta tirarla.

Estar disgustados con alguien por mucho tiempo no es productivo. Nos ata a ese malestar, al pasado negativo, incluso a la misma persona que nos lastimó. No es poder sobre ella, es un peso sobre nosotros y no vamos a perder nada bueno al soltar. Tal vez da miedo el cambio. Nos justificamos en nuestros resentimientos. Cuesta ser libre.

Intento caminar sin trabas todos los días. Hay disparadores de mis malos recuerdos que trato de mitigar. No sé si pueda hacerlo del todo, pero sí sé que (al fin) quiero.

Y helado

Domingos de carne, vino y helado. Se caen los límites y como papalinas. Hay sol, saco la parrilla, pruebo hacer mollejas. Los niños se pelean y se ríen. Hubo desayuno. Me sale panza de domingo. Vemos football americano. Hice yoga.

Los domingos hay magia, si uno sabe usarla. Se trata de vivir en el día sin lamentar que mañana es lunes ni recordar el sábado de ayer. Es una pausa, la calma entre otros días. Se vale tomar tequila y cerveza. Ver a los hijos que preguntan mil cosas. No esperar nada. Dejar que salga la noche.

Hasta el gato quiere helado.

Cortadas

Encontré una cortada en mi dedo

por el ardor en la piel cuando toqué sal

había olvidado hacérmela, hasta que dolió,

regresó el recuerdo del metal.

Pensé que el filo no había pasado

no vi sangre

sólo sentí el aviso de un dolor futuro

indeterminado pero inevitable.

Razones para leer

Si tuviera que enumerar razones para leer, tratando de convencer a alguien (hijo mío), comenzaría diciendo que mejor no lo hagas. La Historia que se escribe y nos ha dejado de recuerdo en palabras necesita que alguien la lea para no olvidar pirámides, elefantes en montañas, conquistas y amores. Tal vez si ya nadie lee, podemos comenzar de nuevo.

O diría que mejor no lo hagas y pienses que sólo lo que ves existe. Que no hay mundos enteros que te piden el uso de tu mente para vivir. Prestarle tu imaginación a un grupo de personas que no existe es de locos. No hacerlo es de seres racionales. Sólo racionales.

Te explicaría que la poesía es el lenguaje de lo oculto pero sentido. Que allí se revela cómo sabe el dolor, cuántas veces se ama, en dónde nada la tristeza. Tal vez si no lo nombras, no lo sientes.

“No leas”, aconsejaría. “Serás más, o menos, pero serás distinto.”