Dejé de hablar de ti en presente
cuando no te pude conjugar en futuro
el pasado se hizo menos que perfecto
ya no hay más que el final
y ahora sólo hablo de ti
declinando el futuro
en lo que nunca será.
Dejé de hablar de ti en presente
cuando no te pude conjugar en futuro
el pasado se hizo menos que perfecto
ya no hay más que el final
y ahora sólo hablo de ti
declinando el futuro
en lo que nunca será.
Que es cualquier día que no es hoy
en el futuro que viene
pero no sé cuándo.
Me voy a morir mañana
lo sé y no me importa
tampoco puedo evitarlo.
La muerte es una buena amiga
nunca se aparta de mi lado
espero que me proteja de la enfermedad.
Con certeza, sin lugar a dudas,
me voy a morir,
pero no hoy.
Hablando con el niño, le dije que tenía que probar pedir algo. Es complicado imbuir de valor a alguien pequeño que cree que las consecuencias de todo son absolutas. Guiarlo a que dimensione que un “no”, simplemente lo deja igual que como está, cuesta paciencia con las emociones desbordadas de adolescente. Cosa que no siempre tengo.
Todos tenemos miedo de pedir. Porque no nos gusta que nos digan que no. Que nos rechacen. Es muy feo. También es porque no hemos aprendido que uno puede tomarse las cosas como no personales, aún las que sí lo son. Nada malo hay en nosotros si otra persona simplemente no quiere nuestro afecto. Es cuestión que está fuera de nuestro control. Lo más que pasa es que nos quedamos igual. Porque de todas formas no teníamos lo que pedimos. Hasta ganamos el conocimiento de nuestra situación.
Yo prefiero preguntar y no quedarme con la duda. Lo mejor que me puede pasar es que me digan que sí.
Ha pasado casi un año desde que cambiamos radicalmente de forma de vivir. Se nos hizo más pequeño el mundo y más amplio el alcance. Las casas se convirtieron en escuela, oficina, gimnasio, cine… Muchos no aguantaron la presión. Todo ha tenido cosas buenas y malas.
Si he de ser sincera, lo que más me hace falta es un momento en soledad. Sin tareas pendientes, comidas qué preparar, ropa qué doblar, clases qué supervisar. Días que pueda planear tiempo sin fijarme en alguien más. Un tiempo aparte.
También sé que en el momento en que no tenga a los míos todo el día a mi alcance, me van a hacer falta. Tal vez por eso estoy apreciando tanto las comidas juntos, las tardes tranquilas y levantarlos más tarde. Entiendo que tendremos de recuerdo el año (o más), que estuvimos todos juntos. Espero poder apreciarlo pronto.
Hay un lugar en donde la gente sabe intuitivamente qué quiere uno y se lo da. En que la pareja conoce a la perfección cuáles son nuestras necesidades y está dispuesto a otorgarnos nuestros gustos. En que no tenemos qué decir nada para obtener lo que queremos. Generalmente ese lugar existe cuando estamos dormidos y se llama «sueño», porque en la vida real, esto no funciona así.
Lo primero que le dice a uno la terapista de parejas es que se aprenda a expresar: los sentimientos, los deseos, los disgustos. Comunicar qué quiere uno y aprender a escuchar al otro para encontrar el punto medio. Porque lo cierto es que cada uno de nosotros estamos hechos para agarrar un camino específico. Por allí van nuestras preferencias y nos dirigimos con naturalidad. Y la pareja es igual, sólo que para otro lado.
Si no podemos articular cuáles son las cosas que queremos, tendremos que esperar mucho tiempo para obtenerlas. Porque nadie es adivino, salvo en las películas de Marvel, ni nosotros. Estoy segura que si no pregunto, no sé qué le gusta a quien tengo enfrente, aunque pueda aventurar una suposición más o menos acertada.
Si lo tengo qué pedir, y no me lo dan, entonces, tal vez, lo quiero otro día.
Hay muchas formas de tener relaciones a largo plazo. Desde pésimas a buenas. Y en todas la constante es que siempre cambian. No soy la misma persona que hace veinte años, definitivamente para peor en el lado físico, pero espero que para mejor en lo de adentro. ¿Por qué habría de suponer que las personas a mi alrededor no pueden cambiar, peor aún, que no deben hacerlo?
Lo cierto es que las relaciones son como un barco que va perdiendo piezas en cada tempestad. Al salir de ellas no se está indemne, hay que cambiarle piezas. Y esperar que éstas cacen para poder seguir avanzando. El problema es que uno no siempre encuentra el repuesto. O no le gusta el resultado de la reparación. O no reconoce lo que va formándose. Y así perdemos el interés en seguir una travesía en conjunto.
Quisiera decir que el resultado de muchas tormentas es siempre un fortalecimiento. No es cierto. Pero sí sé que para lograrlo, hay que estar preparados para cambiar. Transformarse. Y aprovechar los mares calmos.
Te mandaría en la noche a encontrar la luna sobre un lago
que el viento frío te curta la piel tierna aún, y sientas miedo.
Pasarías noches con hambre, recordando el calor de mi cocina
querrías un plato de algo humeante, que te acaricie el alma.
Te mandaría a pescar un tiburón, los dientes haciendo fila para morderte,
en un océano sin orilla, que la sal curta tu piel dulce y el sol la dore.
Flotarías al límite de las estrellas, viendo cómo se expande la galaxia,
añorarías tu cama firme, sin olas, sin peces y la sombra del techo.
Te dejaría caer por una torre con alas que no se derritan,
que vueles tan cerca del sol como quieras y nunca te desplomes.
Hijo mío, te diría que tienes que cazar un lobo, todos los días,
el que llevas dentro, para domarlo y tener toda su fuerza cuando la quieras.
Y, como todas las madres que han sacado niños queridos al mundo
para que se conviertan en buenos hombres,
continuaré siendo puente, faro, calor, comida, pasado firme, viento, océano,
forjaré cualquier arma que necesites para salir.
Te alejarás, como debe ser, y yo permaneceré para que vuelvas cuando quieras.
¡Felices trece años, pequeño pedazo mío, ve a cazar!
A los 18 decía que no cocinaba, limpiaba y que tenía mal carácter. Varios años después, cocino rico, tengo ordenada la casa y dos de tres no me han parecido mal. Más tarde he dicho que sólo sé hacer arroz en arrocera y que no plancho ni un pañuelo.
Creo que hay algo infantil en encasillarse en todo lo que uno no hace. Es parte algo de haraganería, seguro. Pero tiene un gran componente de miedo. El no querer darse uno cuenta que no puede aunque trate. Pareciera que adquirimos cierta cantidad de habilidades a temprana edad, nos sentimos cómodos allí y luego no queremos probar otras cosas porque sabemos que al principio las vamos a hacer mal.
Le tengo cero miedo al ridículo. A meterme a algo nuevo cuando quiero. A hacerlo mal, mediocre. No todo lo tengo que hacer bien. Hace poco planché 15 camisas. Seguro no pasarían revista en un cuartel, pero están usables. También sé hacer arroz en olla. Pero me sigue gustando más el de arrocera.
Tengo un pozo de emociones. Todos lo tenemos. Se llena y se vacía y los únicos encargados de lo que haya (o no) somos nosotros. Conforme pasamos los años, el pozo se vuelve más profundo, da oportunidad de meterle más cosas. Eso, sólo si dejamos que la vida cave en nosotros. No es un proceso sin dolor. Pero no he conocido a ningún ser humano que verdaderamente valga la pena, que su pozo no sea hondo.
Los mejores son los que tienen agua clara, que deja ver el fondo, sin esconder los defectos de las paredes. Siempre he desconfiado de lo turbio que quiere hacerse pasar por más de lo que es. Lo más triste es que muchas veces, lo que se oculta es un charco superficial con poco qué sacar.
Tengo años sintiendo el azadón y la pala abrir la tierra de mi corazón para dejar entrar más agua. Ha sido un proceso que me ha dejado muchas veces exhausta. Pero estoy conociendo la profundidad de una corriente tranquila y cristalina. Puedo seguir cavando.
No hay manera de sustituir una bolsa de agua caliente cuando se necesita ser reconfortado. Tampoco hay muchas otras cosas que anuncien una incomodidad. Por algo son rojas. No han cambiado mucho desde que mi mamá me ponía una para el dolor de panza. Misma textura, misma sensación de peligro si se abriera, mismo olor.
Los enfermos de mi casa gravitan hacia mí y mi cama. Justo ahora tengo a la niña dormida sin visos de despertarse en el futuro predecible. El cuarto huele a hule caliente. Es una belleza poder darle a los míos un lugar que los consuele.
Pasamos tantos días haciendo lo que nos piden, que poder hacer lo que debo me hace sentir mejor. Y, tal vez, también me consuelo a mí misma con el agua caliente.