Floréame

Murieron los rosales

los quitaron y yo no sé plantar otros

la enredadera de flores fragantes

quedó en casa de la vecina

a mí no se me quieren pegar sus vástagos

las lavandas se las llevan las palomas

me hace falta la cacería

poca grama en tanto jardín.

En toda la aridez

de mi poca habilidad con lo verde

me consuela ver que mis cactus

florean.

Igual que yo.

El conocimiento disperso

Parece frase de profesor, pero es increíble cómo se olvida uno que no lo sabe todo. (Más aún las cosas que uno no sabe que no sabe, pero ese es otro tema.) Creo que aprovechar la edad ayuda a escuchar a otras personas, porque siempre aportan algo. Hasta un punto de vista distinto alcanza para darle otro sentido a lo que uno está viviendo.

Me sucede mucho hablando con amigos que me contradicen. Cosa que detesto, obvio, pero que voy aprendiendo a apreciar cuando es justificado. ¿Qué mejor regalo que el de compartir cosas que uno sabe?

La realidad puede ser una, pero todos tenemos una versión ligeramente distinta de ella, simplemente por el hecho que la asimilamos diferente. Si nos quedamos sólo con lo que nosotros vemos, hacemos cada vez nuestro mundo más angosto.

Un momento antes

“Después de la tormenta llega la calma” es el refrán común. Pero he sentido muchas más veces la quietud de la anticipación previa al estallido que la paz subsecuente. Es como la retención del aliento en los pulmones justo antes de soltar un grito desesperado. No tiene ni un ápice de calma, es todo su contrario, en quietud.

Todos los momentos duros de mi vida los he podido pasar teniendo ese pequeño espacio de silencio. Aunque sea ominoso. Me ha dado tiempo para pensar, clavar los pies, encontrar asideros y enfrentar el desastre. Se logra uno hacer una especie de colchón que, aunque no quita del todo los golpes, los esparce un poco. Los peores dolores de mi vida los he sentido cuando no me he permitido ese escape.

Hay que aprovechar todos los momentos callados. Allí encontramos de dónde atarnos para permanecer una vez deja de soplar el viento. Porque lo deja de hacer, eventualmente y, sí, llega la calma.

Los recuerdos falsos

Hace poco conté un recuerdo que, según yo, ya era conocido. Resulta que nunca lo había hablado, a pesar de ser fundamental en mi crecimiento. Tal vez por lo mismo, por no sacarlo e inspeccionarlo, siguiera nítido en mi memoria. Igual de duro, de doloroso, los colores perfilados y con sabor a angustia.

Es sorprendente que cambiamos nuestros recuerdos con cada “uso”. Como si se tratara de figuras moldeables a las que les imprimimos una nueva huella cada vez que las tocamos. Puede ser que examinamos el momento desde un par de ojos distintos, que se mezclen con otros sucesos o que, simplemente, olvidemos los detalles.

Podría angustiarme, suponiendo que nada de lo que recuerdo realmente sucedió así. Pero, como no se trata de la Historia de la humanidad, sino de la mí propia, si la forma en que tengo memoria de las cosas me ayuda a la que soy hoy a mejorar, da lo mismo que no sean precisamente un video fiel. Pueden ser falsas y sentirse verdaderas, mientras lo que suceda sea que me sirvan.

Un poco más

Salirse de la rutina hasta donde no la perdamos. Tal vez ése sea el verdadero secreto de las escapadas. Todo lo que me gusta que no hago siempre, como comer mucho, me aleja del aburrimiento y me hace añorar la constancia. Por eso hago ejercicio hasta de viaje y trato de seguir cierto orden. No suena necesariamente alegre, pero no me da miedo el aburrimiento.

Para no desviarme tanto que no encuentre el camino, me alejo sólo un poco de la ruta. Hago los cálculos de cuánto me pueda tomar regresar a mi vida normal. Y tomo las decisiones que quiero. A veces no con los mejores resultados.

Tal vez un poco más.

La belleza

Todo lo que sé de la belleza

se lo aprendí hoy a un plátano maduro

pasado de viejo, de mal color y peor aspecto

sin posibilidad de salir en una portada

atrás sus días fotogénicos

arrugado, si tuviera ojos, los rodearían surcos

no le quedaba nada de firme

más cercano el ataúd de la basura que el árbol de su nacimiento

totalmente inapetecible, por fuera,

pero un tesoro de dulzura por dentro

perfecto para comerse entre risas de almuerzo

bello, inmensamente bello.

Las últimas veces

Tomando café, después de almuerzo, tuve un pequeño momento de nostalgia futura para cuando el mundo vuelva a «funcionar» y esos momentos de intimidad ligera se nos desvanezcan de nuevo entre el tráfico. Mala costumbre esa de arruinar el ahora por su posible desaparición mañana. Lo cierto es que, de todo lo que hacemos, tenemos un número finito. De lo bueno y de lo malo. Es la verdad de la muerte, que nos va quitando días sin parar una sola vez a considerar que tal vez necesitemos otro para darnos cuenta que sólo ése nos queda.

Apreciar el trago de agua fresca que nos quita la sed toma un cierto ejercicio de estar presentes que a veces da pereza hacer. Es más fácil dejarse rebasar por la existencia de todos los días. Como cualquier hábito, hay que instalar una cierta atención y decidir continuar haciéndolo todos los días, hasta con las cosas pequeñas.

He encontrado dos formas de recuperar mi capacidad de asombro por la vida, la de un miércoles cualquiera a las cuatro de la tarde. Una, verla a través de los ojos de mis hijos, quienes están estrenándose en muchas cosas y que me ayudan a reconsiderar sus experiencias primeras. La segunda, considerar que pueda ser la última vez que haga lo que estoy haciendo. Cualquiera de las dos cosas me reenmarca (sí, palabra inventada) el momento y puedo disfrutarlo. Termino el día con pequeños cuadros muy vívidos que puedo archivar bajo «viví». No hay cosa mejor que pueda hacer.

Un tiempo aparte

Todo pasa en el momento que debe. Si es cierto o no, da lo mismo. No tenemos opción. Los minutos se suceden, dicen ellos que siempre a la misma velocidad, aunque yo dudo un poco de eso. Nunca es tan pegajoso el transcurso de un momento como cuando hay dolor ni tan resbaladizo como cuando hay placer. Podría deberse a que nuestros propios corazones se aceleran. Observo desde lo que puede ser la mitad de mi vida los años que pasaron y cómo se repiten sobre mis hijos. Hay diferencias enormes entre la edad que tengo y gente diez años menor. Puedo ver las marcas que se acentúan cada día y me sé envejecer. Está bien, tendría qué durar un poco más de tiempo en buen estado hasta que ya todo se me desborde. Lo bonito es que parezco una pieza rota y vuelta a armar con un poco de imaginación. No todo caza como cuando fui nueva, pero hasta las grietas se miran bien. Fueron reparadas con esmero.

El filo

La cosa más importante en una buena cocina es tener cuchillos con filo. De ese que corta una hoja en el aire. Es más seguro manejarlos cuando se deslizan sin esfuerzo al cortar, se hace menos presión y hay mucho menos riesgo que se resbale y adiós falange. Parece un contrasentido, pero es cierto. Claro, para tenerlos así, hay que darles mantenimiento, porque el mismo uso los va limando. Tomarse un momento para pasarles la piedra también es un acto de cariño.

Lo mismo pasa con la atención, que debe ser enfocada hacia las personas que queremos. Fijarnos en nuestra gente es indispensable para mantener frescas las relaciones. Cuando diluimos el interés, se nos escapan cosas importantes que luego nos pueden lastimar. Por supuesto que toma tiempo detenerse a fijarnos. A regresar a escuchar la voz que nos dice que nos quiere, a dar un beso por las mañanas al despertar a los niños, a ver los ojos que nos pierden. La alternativa es el desvanecimiento en el más aburrido de los casos y el derrumbe en el más aparatoso. Ninguna de ambas opciones es buena.

Yo uso la piedra de afilar navajas que era de mi papá. Les paso los cuchillos con mejor filo a mis hijos cuando me ayudan en la cocina. Y me tomo una pequeña pausa para recordar qué es lo que me tiene feliz en donde estoy.

Preparar

Las cosas que más ricas me salen son las más simples. Requieren únicamente dedicarles tiempo. Como la salsa verde que pasa un día y medio en la olla de cocimiento lento. Yo no necesito estar allí, pero sí hay que planificarse para no sacar la panza y que no haya salsa en qué cocinarla. O cuando quiero comer arroz frito con ajo, sé que debo hacerlo una hora antes, al menos y ya teniendo el arroz cocido. En general, lo que cocino necesita más tiempo y dedicación que ingredientes especiales.

Hay momentos extraordinarios en nuestras vidas que ciertamente nos dejan los recuerdos tatuados. Para eso hay fechas apuntadas en calendarios. Pero si nos ponemos a contarlas, no son ésos los días que forman la mayor parte de nuestras vidas. Éstas transcurren más bien entre momentos que tendemos a dejar pasar como agua tibia entre las manos. No nos marcan.

Al final es lo mismo darse cuenta del aire que entra en nuestros pulmones y hacer el esfuerzo por darle la importancia que tiene, que hacer un buen huevo estrellado. Ningún cocinero que se precie de serlo puede darse el lujo de hacer mal los huevos, por muy sencillos que sean. Debería uno tener el mismo cuidado y planificación para los momentos de siempre.