Nada, que nada

Hace poco regresé a nadar, después de mucho tiempo de no hacerlo. Las primeras veces fueron penosas, apenas me alcanzaba el aire. Ahora ya lo hago con menos sufrimiento. Pero no me sale la famosa «vuelta olímpica». Parece más «rehilete desbocado». Cuando no me volteo antes de tiempo, no llego a tocar la pared (ni el fondo de la piscina) y tengo que hacer el doble de esfuerzo para seguir. Fatal.

Como humanos tenemos una sorprendente resistencia a la adversidad. Seguimos avanzando a pesar de llevar cargas emocionales enormes. Resistimos, seguimos, pasamos. Pero nos cansamos y de vez en cuando necesitamos un impulso, un empujón para renovar fuerzas. A veces esa ayuda viene de una pared en la que nos chocamos y nos da una nueva dirección. A veces viene de tocar el fondo de nuestras fuerzas, agotarnos hasta no dar más.

La vida está llena de pequeños y grandes peligros. Las heridas al alma, esas que nos tienen a veces hecho un colador el corazón, no nos dejan disfrutarnos de lo que está a nuestro alrededor. Se puede tratar de proseguir, medio nadando, medio ahogándonos, pero, tarde o temprano, nos vamos a agotar. Es más sincero con nosotros mismos examinar nuestras carencias, determinar cuáles hay que reparar de inmediato y hacerlo lo antes posible. Aunque eso signifique que hayamos llegado hasta lo más bajo de nuestro estado emotivo. Claro, si no me molesta, ¿cómo voy a saber que lo tengo que cambiar?

A mí me gusta ignorar el dolor. Como cuestión personal, verdaderamente no le doy importancia a un músculo cansado, ni a un golpe, ni a una herida. Ya pasará. Lamentablemente, suelo hacer lo mismo con el dolor sentimental, hasta que se me acumula y estallo. Tal vez sería más fácil remendar pequeños agujeros que reparar un tsunami. Y, también, seguro que sería más fácil apoyarme en la pared de la piscina para dar la vuelta que buscar el fondo o, peor aún, quedarme chapoloteando cual tortuga boca arriba.

La memoria corta

Me da pena, pero me pasa muy frecuentemente que no le sé el nombre a la persona con la que estoy hablando. Pero aún, ni siquiera recuerdo haberla conocido antes. (Inserte una imagen de mi marido trabando los ojos en el cráneo y diciéndome que me la presentó en tal o cual ocasión.) De verdad me molestan esos olvidos, porque no me gusta ser tan poco empática.

En alguna de las historias de Sherlock Holmes, Watson se horroriza cuando descubre que su roomate no sabe que la Tierra es redonda y que gira alrededor del sol, pero que puede identificar cualquier clase de tabaco, sólo con ver las cenizas. La explicación para esta ignoracia voluntaria que da Holmes es que su cerebro es como un archivo con espacio limitado y que sólo le gusta guardar lo que verdaderamente le sirve.

La ciencia nos indica que, por el contrario, el cerebro es plástico y podemos meterle cuanta información queramos. El punto es saberla encontrar. Por eso técnicas tan maravillosas como las del «palacio de la memoria», con el que, literalmente, se construyen edificios mentales para guardar recuerdos y accesarlos fácilmente.

Yo creo que estoy entre entender perfectamente al famoso detective y querer creer lo del espacio mental ilimitado. Cuando aprendo una kata nueva, automáticamente se sale una que ya aprendí por la puerta de atrás. Pero, la rocola que ando cargando sólo necesita un par de estrofas y ya estoy cantando casi cualquier canción. Ahora, con los nombres, ni archivo finito, ni constructo mental. Ésos pareciera que se van directamente al hoyo negro de la desmemoria.

Mi gata está en celo

En serio. Mi gatita que tiene un año está en celo y no sabe qué hacer con su existencia. Maulla, ronronea, se restriega contra la pared, levanta la cola. Está visiblemente incómoda y no hay nada qué hacer, sólo esperar que se le pase.

Todos los animales tienen alguna forma de comunicación más o menos compleja. Desde el rastro de las hormigas, hasta el cuasi-lenguaje de los delfines. Pero ninguno de ellos tiene una manera tan sofisticada de intercambio de ideas como los seres humanos. Y ni así logramos entendernos del todo. Y es que le agregamos sentimientos hasta a las palabras más neutrales.

Durante una discusión, es tan importante entender la palabra, como el significado que tiene para la otra persona. Si digo que «quiero atención», tengo que dejar muy claro a qué me refiero, porque no es precisamente una llamada cada media hora (*le salen ronchas del agobio*). Y si hay que explicar las palabras, con más razón todo eso que decimos sin hablar. Que me perdone Alejandro Sanz, pero «si tú me miras» no es suficiente para entendernos sin hablar.

Yo pienso en imágenes. Me duelen las neuronas cuando tengo que explicarme. Pero lo hago, o por lo menos lo intento. Ni modo que me voy a restregar por el suelo igual que la Shadow. Pobre. Cuando le pase su crisis, la opero.

Vaciarse por dentro

Hoy comí diferente de lo usual y me siento más pesada que uno de mis usuales comentarios. También así siento la cabeza, llena de pensamientos, recuerdos, imágenes. Y el corazón hasta el tope de sentimientos. Viene mi aniversario y la fecha de cumpleaños y muerte de mi papá y fui a la capilla que lleva el nombre de mi mamá y he hecho muchas cosas distintas en las últimas semanas y siento que no he avanzado y…

Hablábamos hace poco de la pérdida del «estar en el momento». El famoso «mindfulness». Yo creo que eso de no disfrutarse la vida mientras pasa no es nada nuevo. Aunque es cierto que ahora tenemos más distractores, por algo la práctica de meditación que se enfoca en el enfoque es milenaria.

Como seres humanos, pareciera que nos encanta acumular. Desde cosas útiles como comida, hasta completamente nocivas como resentimientos.

De vez en cuando cae bien limpiar el disco. No se pueden guardar cosas nuevas en un cajón lleno. Tampoco se puede uno disfrutar a la persona que se tiene al lado si estamos pensando en miles de otras cosas.

El hámster que da vueltas en mi cabeza necesita unas vacaciones de no hacer nada. De nada. Tal vez así logre vaciarme y comenzar de nuevo.

Ayer pensé en ti

En un momento de calma me paseé por una Iglesia

La recorrí entre visita y piedad, no sabiendo bien a dónde iba

Pasé frente al Santísimo y me emocioné, un poco de fe recuperada

Seguí el corredor, hacia el otro lado, caminando lento

Y llegué a la capilla que lleva tu nombre, ése que no te gustaba

No quise entrar, excusándome el tiempo corto

Pero regresé y me hinqué y pensé en ti

Y lloré. Lloré porque no estás para verme. Porque no has jugado con mis hijos.

Porque me hace falta tu mano suave en mi cara.

Porque no me dices que estás feliz por mí.

Me haces más falta ahora, que no me duele tanto que no estés.

Quedar bien

Los niños tienen una forma especial de bajarlo a uno de la nube. Traigo una bandeja de jocotes, con el sabor en la memoria y el recuerdo de mi mamá en los ojos, sólo para que la niña me haga cara de asco ante la ofrenda. Así me ha pasado con los mangos de pashte, vestidos bordados por mí y la herencia de mis My Little Ponies.

Cuando ofrecemos algo, es casi inevitable esperar un tipo de reacción muy específica. Hacemos una comida queriendo que se la acaben con entusiasmo. Contamos una historia para que nos pongan atención. Regalamos algo con la ilusión de causar placer. Y, como la gente no lee nuestra mente, nos decepcionamos cuando no nos dicen lo que esperábamos.

Entiendo que «dar sin esperar recibir» suena utópico. Pero es una buena fórmula para no llevarse sendas decepciones. Dar debería ser el propósito en sí mismo, sobre todo si lo hicimos con todo nuestro esfuerzo. También debemos rodearnos de gente que aprecie lo que hacemos, no se trata de ser mártires. Pero, teniéndole confianza a nuestros seres queridos y sabiendo que no hacen las cosas para lastimarnos, tal vez podemos dejar de hacer drama cuando no nos elevan en hombros cada vez que les damos algo.

Ya voy aprendiendo a no sentirme ofendida cuando a mis hijos no les encanta lo que les hago. Y también ellos van aprendiendo a que, generalmente, les gusta lo que les ofrezco. Como la niña que, después de hacerme caras, se terminó comiendo todos los jocotes.

Ansiedad

Todavía estoy recuperándome de un fin de semana en el que reafirmé mi incapacidad para afrontar ciertas interacciones sociales. Entre padres que alientan a sus hijos a saltarse las reglas, hasta señoras fufas devolviendo una rodaja de pan a la canasta común. Simplemente me enferman cosas así de tontas y me dan ganas de esconderme (más) tras mi caparazón.

Las normas básicas de convivencia social son el primer piso sobre el que se construye una sociedad. La amabilidad genera empatía que genera confianza que genera relaciones sólidas que generan negocios que generan riqueza, que genera amabilidad. Puede ser una sobre simplificación de un problema mucho más complejo, pero, si la gente fuera decente en cosas tan pequeñas como no levantarse el lapicero de la oficina, porque está mal, tal vez habría menos desfalcos millonarios.

Yo soy egoísta. Soy humana. Las dos cosas, según mi cosmovisión, van de la mano. Incluso cuando me doy en tiempo, recursos, cariño, empatía, amistad, lo hago porque yo quiero. Eso para mí es egoísmo. También me mueve mi auto preservación a seguir las reglas lógicas de la sociedad en la que vivo, porque quiero seguir viviendo en ella. Así, entiendo cómo a largo plazo me conviene que todos tengan mayores y mejores recursos y estoy dispuesta a aportar para que esto suceda.

Lo que se me escapa por completo de la mente es esa miopía porcina de no poder ver más alla del derecho de una muy corta nariz y la incapacidad de medir las consecuencias de los actos. No puedo. Me supera. Me da ansiedad.

Y me hace dar gracias a Dios que las personas que me rodean forman una tribu de dementes que comparten en gran medida mis limitaciones sociales. Tal vez todavía logro fundar una comuna.

Habilidades desaprendidas

En abril cumplimos 10 años de casados y hasta el año pasado terminé la bota de Navidad que le había ofrecido a mi marido. Por supuesto mis hijos reclamaron y hoy terminé la segunda. Me ha costado agarrar el ritmo de la costura, tanto por ocupar mi tiempo en otras cosas, como porque yo tenía una manera muy particular de bordar. Me sentaba en la cama de mi mamá y mirábamos/escuchábamos la tele. Así vimos incontables temporadas de básquet, beis, series, etc. La costura nos hacía sentir que no estábamos perdiendo nuestro tiempo, la tele nos entretenía. Y nos hacíamos compañía.

Hay muchos siglos de mujeres reunidas alrededor de una luz, haciendo cosas como bordar. Misioneras sacándole hasta el último uso a la ropa y convirtiendo retazos en obras de arte que arropaban a seres queridos. Paneles para puertas que representaban las historias de la familia. Vestidos adornados primorosamente para halagar a una hija querida.

Encontrar un momento de paz para adquirir o practicar las destrezas manuales que antes eran cotidianas, es quitarle tiempo a tantas otras cosas que reclaman ahora nuestra atención. Pero saber bordar es irrelevante para el sentido principal de la actividad: hacerse compañía. Ahora, ni combinamos nuestros talentos en familia para hacer algo en común, ni nos hablamos cuando no hacemos nada.

La habilidad de estar juntos, sin necesidad de hablar, y sentirse acompañados, la hemos perdido. Pero, como muchas cosas, la podemos recuperar a fuerza de costumbre. Tal vez ya no bordo tanto como antes, pero, en los raros momentos de paz, nos sentamos a pintar mandalas con mi marido. Juntos. Haciéndonos la compañía.

¿Y si mejor nos reímos?

Con mi mamá nos reíamos aún entre lágrimas. Cuando peleaban con mi papá, lo cual era muy frecuente, decíamos que estaban «a media luz» cantando. Nos divertíamos entre las tristezas de corazones rotos, penas económicas, fallos académicos y la vida en general.

Hace poco salieron los resultados de un estudio acerca de la llamada «emotividad». Y resulta que no es que las mujeres seamos más sensibles que los hombres, sino que el detonante de las lágrimas está más pegado a la fuente de las emociones fuertes. O sea, ambos hombres y mujeres tenemos la misma intensidad de sentimientos, pero a las mujeres se les disparan más fácil las explosiones acuáticas.

Yo tengo rachas de llanto. A veces me sale más fácil. Otras, ni con un anuncio de un chucho con un bebé. Mi preferencia es no soltarme a berrear. Me siento inútil, no le veo ningún beneficio. Pero tapar una «necesidad» sólo porque uno no quiere verse ridículo, termina convirtiéndose en un océano en el que se puede terminar ahogado.

Sentir sentimientos nos hace humanos. Cómo los manifestamos depende de nuestra preferencia y, mientras no le hagamos daño a nadie, incluyéndonos a nosotros mismos, hay que darles rienda suelta.

A mí me gusta seguir la costumbre de mi mamá. Entrando a la Iglesia el día de mi boda, me puse una sonrisa de oreja a oreja que sirvió de dique para el lago de lágrimas que se me acumuló detras de las pestañas. Yo iba demasiado feliz para encontrarme con lágrimas a mi marido. Además, se me corría el maquillaje.