Recordatorio

Justo en el momento en el que creo que ya se me pasó

el amor adolescente que quiere dormir pegado contigo

el deseo de estar siempre juntos

el sentimiento de necesitarte.

Justo en ese momento en el que creo que soy madura

que mi cariño tiene moderación

que ya no estoy para sentirme arrastrada

que ya soy persona cuerda.

Justo entonces mi subconsciente me regala

uno de esos sueños

y no estás conmigo

y todo vuelve a su lugar.

Ignorancia consciente

Hoy hablaba con una amiga de por qué no como pulpo: tienen autoconsciencia, se reconocen a sí mismos en un espejo, poseen un nivel de inteligencia emocional equiparable al de un perro, hacen conexiones afectivas si se les tiene como mascotas y, en general, son animalitos que podrían acompañarnos igual que un gato, salvando claro el problemita ese de que necesitan agua para vivir. Ella es vegetariana y me dijo que el resto de animales hacen lo mismo, que las vacas tienen sistemas sociales complejos y que se les ha tomado video jugando futbol.

No quiero saber. En serio. Así como me rehuso a ver noticias o documentales de las guerras o reportajes de abusos a niños. A ver, por supuesto que sé que existe todo eso. Sé que el mundo es un lugar hostil. Sé que el ser humano es una bola de maldad. Sé que pasan cosas atroces todos los días, muy cerca de mí. Pero no lo quiero saber. Yo estoy criando dos seres humanos y tengo que confiar que, a pesar de todo esto que pasa, el mundo puede ser mejor. Que con las herramientas y oportunidades adecuadas, ellos pueden salir adelante y ser de provecho al resto de sus compañeros de planeta. Que lo que hago por mejorar la raza tiene algo de impacto, hace algo de diferencia.

Tener esperanza es creer que, a pesar de la evidencia que nos rodea, podemos cambiar nuestras circunstancias y las de los demás. Que luchar por nuestros ideales sí sirve de algo. Que las cosas sí pueden cambiar. Yo, para lograr eso, tengo que hacerme conscientemente la bestia. No podría avanzar de lo contrario.

Y dejaría de comer por completo si me quedara pensando en las pobres vaquitas jugando con una pelota.

«Ujú»

La niña tose cerca de la media noche. Por mucho que yo quiera hacerme la bestia, me tengo que levantar a ver qué le pasa. Abro la puerta con el cuidado de no hacer ruido, como si al par de enanos los fuera a despertar un tren pasándoles encima. Obvio, la niña está sin calzetas, sin sábana y con la cabeza casi colgando fuera de la cama. «Fátima, ven, súbete bien sobre la almohada, no puedes dormir así», le digo a su subconsciente. Salgo con menos sigilo. Y escucho un «ujú-ujú».

Darse un recorrido mediático por el mundo es ver que, como humanidad, somos perversos. Las pasiones que nos mueven, más parece que nos arrastran. Por todas partes apesta nuestra naturaleza. Y es que yo estoy del lado de la gente que cree que, en el fondo, tendemos al mal y que es la meta de nuestra vida el trascenderlo.

Claro que la cosa es mucho más compleja, pero yo le atribuyo esa inclinación a la necesidad de fijarnos en todo lo malo que nos mantenía vivos en la prehistoria. Es probable que la evolución favorecía al peludo que no se confiaba y que siempre creía que esa sombra era un depredador. Al optimista seguro se lo mangiaban.

Pero vivir así, fijándonos en todo lo malo, nos mina. Resultamos deprimidos, irritables e insatisfechos. Así como me he sentido tantas veces, aún en medio de la abundancia de cariño en la que estoy. Y eso no se vale.

Por eso, esa noche, en vez de lamentar el tener que levantarme de la cama, me permití sentir un verdadero placer al escuchar al búho.

Hacerme especial

Se acerca mi cumpleaños. La vida pasa en todo momento, no sólo en fechas específicas. Aún así, les asignamos importancia porque nos sirve.

Cumplir años va pasando de pedir la piñata del personaje de turno y esperar regalos, a hacer parrandas, a no querer nada, a aceptar felizmente que es un día más. Que cada día es especial. Y que la única persona que tiene obligación de hacerlo sentir importante a uno, es uno mismo.

Hay un riesgo delicado entre ser narcisista y tener una buena autoestima. La diferencia principal está en que, el primero exige que el mundo gire a su alrededor y el segundo tiene un mundo interior propio qué compartir. Es como ser vanidoso y tener autoconfianza. Uno quiere que lo alaben para sentirse bien, el otro se siente bien solito.

Tal vez la vida es sabia y con el paso del tiempo nos va quitando los adornos externos de la juventud para regalarnos una forma más centrada de querernos. Es innegable que el tiempo se nota en el físico, pero si uno ha sembrado relaciones duraderas, experiencias edificantes y cariños cercanos, esa felicidad también se nota.

Ya va a ser mi cumpleaños y me siento importante. No por que me feliciten, sino porque estoy rodeada de personas que quieren hacerlo. Y porque, viendo todo lo que me hace falta mejorar en mí misma, creo que me gusto más hoy, que antes.

La amabilidad que mata

A mí en la calle se me reconoce generalmente por andar en fachas. Pues, en fachas bajo los estándares de «arreglo» que tienen mis contemporáneas que pareciera que hubieran salido de las páginas de una revista de modas. Se miran preciosas. Pero no es para mí. Y está bien, ya aprendí a no pelear contra mí misma. No es que parezca escapada de un manicomio, simplemente no ando con el pelo planchado, ni maquillada, ni en tacones… Fachas. Digamos que no llamo la atención ni por una cosa ni por la otra, porque ni me doy cuenta cuando me miran feo, ni si me miran bonito.

Ahora, cuando me toca interactuar de forma más cercana con otras personas, ya ven que estoy tatuada por todas partes, que tengo la clase de voz que se escucha a tres cuadras y que platico hasta con las piedras. Tal vez eso antes daba alergia y yo me sentía mal al respecto. Hoy, lo miro como un buen filtro que me ayuda a escoger a quiénes tener al lado.

Pero hay situaciones sociales que obligan a toparse con gente que no está dentro del círculo de uno, pero con las que sí se tiene cierta convivencia. Como los papás de los demás compañeros de colegio de los niños. O la gente con la que uno comparte vestidor en el gimnasio/club/piscina. Allí sí me ha tocado sentir la mirada juzgona de la doñita fufurufa que me mira de pies a cabeza. Puedo escucharla contándome los tatuajes… Se les aprieta la quijada, fruncen el ceño y resoplan.

Cuando se vive en sociedad, hay ciertas reglas no escritas. Se pueden seguir, o no. Todo tiene consecuencias. Lo importante es conocerlas, tanto las reglas como las consecuencias, para poder tomar una decisión informada de qué va a hacer uno. Evaluar qué le va a pasar a uno y a la gente que quiere con la mayor información disponible, es el secreto de tomar riesgos.

A mí me gustan mis tatuajes y mis fachas. A esa señora no. Menos mal que no me los patrocina ella. Igual, cuando terminé de vestirme, la miré con una linda sonrisa, le dije un muy fuerte «¡Buenas tardes!» y le vi cómo se le descomponía la cara por tener que devolverme el saludo.

Estar afuera

Nunca me he sentido verdaderamente parte de la sociedad como grupo. Probablemente sea desde mis tiempos de colegio en los que fui la recha oficial. Ser hija única tampoco ha de haber ayudado. Ahora que estoy en lo que estadísticamente es probable que sea la mitad de mi vida, puedo ver con cierta separación emocional el proceso ese de haber crecido conmigo misma.

Sigo queriendo atención, pero no me gusta tanta ni tan frecuente como yo hubiera pensado hace algunos años. El concepto de espacio personal que no hubiera podido definir en mi adolescencia, pero del que disfruté en abundancia, es ahora una de mis más preciadas posesiones. Puedo encontrar con precisión matemática en dónde residen todas mis inseguridades, aunque no me las haya podido quitar todavía. Conozco mis vicios y me alejo de mis tentaciones porque sé que puedo resistirlas.

Estar afuera de lo que se mira como «normal», no implica que sea excéntrica, ni que tire al carajo todas las reglas sociales, ni que desdeñe papeles tradicionales. Para mí, no ser parte del grupo desde el principio sólo me ha servido para observarlo y decidir entrar o no de forma más pensada, no por inercia. Esto me ha costado el doble de esfuerzo, porque es una dicotomía extraña entre unas ganas de pertenecer a algo más grande que yo y el cuestionamiento constante de cosas que se dan por sentadas y con las que no comparto.

También creo que nadie es completamente parte del grupo, ni nadie está completamente fuera de él. Hay grados que simplemente se adaptan a las necesidades de las personas. Y eso está bien. Yo tengo mi propio grupo, al cuál pertenezco. Lo bonito es que ya no es como cuando era adolescente, cuando ese grupo estaba formado por una membresía de uno.

La magia de lo esperado

He tratado de recibir clases de canto toda mi vida. Es algo que hago de todas formas, por qué no aprender a hacerlo bien. Pero, por una u otra razón, hasta hoy pude tomar la primera.

Tendría que haber sido hace tres semanas, pero a la profesora se le olvidó. Dos veces. Y a mí no se me ocurrió avisarle un día antes. Pues. Ya habíamos quedado.

La seguridad de algo que suceda nos da confianza en el mundo. La teoría moderna de criar bebés es que uno debe cargarlos cada vez que lloran por lo menos los primeros tres meses de su vida. Eso les da confianza, se sienten seguros y, lo que me parece un poco contraintuitivo, los hace más independientes. Saber a que uno tiene un lugar dónde dormir, algo qué comer y alguien con quién compartir, nos alienta a aventurarnos más. Es cuando hay incertidumbre en nuestra vida que padecemos de estrés y dudas y dolores.

También puede uno hacer muchas más cosas cuando organiza el tiempo. Rara vez he viajado sin saber qué iba a llegar a hacer. Aún cuando lo que haga sea «nada».

Pues ahora resulta que también tengo clases de canto, sobre todo lo demás que ya hago. Estar así de ocupada no me atormenta, porque sé qué me toca hacer. Sí me mata no tener seguridad. Menos mal ahora sí ya no se le olvidó a la profesora.

Días normales

No sé si en mi vida ya no hay normalidad, o ésta es sólo un mito. Yo creo que lo que hacemos en casa es normal, porque es «mi» normal. También me rodeo de gente con costumbres similares y gustos afines. Entonces concluyo un poco precipitadamente que eso es lo que sucede en el mundo. Claro que hay cosas que me escandalizan, como los atentados y las matanzas y niños muriéndose de hambre. Pero si soy sincera, hay un «adentro» y un «afuera» de mi burbuja para eso, que no implica que no me involucre y haga lo que puedo por ayudar.

La ilusión de lo que pasa «en todos lados» se me estrella contra la gente que tengo cerca y que me batean hasta el fondo del parque. Y, generalmente, no me molesta lo que hacen. Al final del día es su vida y su problema. Me saca de quicio lo que opinan acerca de lo que los demás hacen.

Las reglas sociales tienden a radicalizar posiciones: o eres completamente cuadrado y te conformas a lo que se debe hacer, o te sales por completo del cuadro y eres el «rebelde.» Pero siempre en blanco y negro. Y siempre el otro está mal. Dudo mucho que venga el día en que aceptemos que lo «normal» no existe y que sólo hay realidades distintas.

Al final del día, yo ya no sé si soy normal. Sé que me siento afortunada. Con eso me basta.