Tomar un descanso

Hoy voy a descansar. De la vida y su reloj normal. De los paisajes de todos los días. De las palabras. De mí.

Después de más de tres años de publicar sin falta, lo suspendo.

Hasta el 13.

Felices desayunos hasta entonces.

El mejor olor

Falata un mes para diciembre. Esa época, para mí, huele a mantequilla, azúcar y harina. Pasábamos a puras galletas y pan durante 30 días. La casa se mantenía caliente por el horno y había cola de pedidos de mazapán que mi papá repartía con una gamonalidad que poco tenía en cuenta el esfuerzo de mi mamá.

Marzo huele a morado, con sus jacarandas en flor. Los fines de mes huelen a rosas. Mis hijos huelen a míos. Los gatos huelen a perfume. Mi casa huele a mí.

Los olores nos anclan en lugares y momentos especiales y a personas específicas. Ese perfume que usaba una persona querida y ya no está. El aroma de un abrazo en el que nos perdimos. El desagrado ante la química que nos repele de alguien a quien le agarramos una aversión inexpresable.

Los químicos que procesamos con el olfato, originalmente, servían para alertarnos de una posible putrefacción de la comida. Ahora, además de advertirnos que el yogurt de la refri ya pasó a otro estado de evolución, también nos afianzan los recuerdos.

Lindo eso de evocar una cita especial volviendo a usar la fragancia de la ocasión. Esas atracciones poderosas que nos unen a personas que no necesariamente tenemos cerca.

La nariz es poderosa. Y esta época es para llenarla de olores que luego nos envuelvan en abrazos cálidos. Aunque ya no nos comamos las galletas.

¿Y el estrés?

Despierta desde las 3:30 a.m. y no hubo forma que me tranquilizara lo suficiente como para dormir. Hasta nadé (sin sol, bajo protesta, como que me perseguía una barracuda), pero tampoco eso me ayudó. Me quedé como araña de corpus.

No importa qué tan racionales seamos, qué tantas herramientas tengamos contra las preocupaciones, hasta el hecho de saber qué nos quita el sueño. Siempre hay cosas que nos carcomen y que, en la balanza de las cosas, no deberían pesar tanto.

Aprendemos a estar presionados por todas partes y casi nunca nos enseñan cómo dimensionar esas presiones. Casi todos hemos tenido momentos de quiebre, noches de insomnio, arrebatos emocionales sin explicación.

Lo bueno (tal vez lo mejor) es que sí podemos aprender a no dejar que las penas nos carcoman.

En mi caso, me desvela no tener control sobre las cosas, como si no hubiera aprendido ya que el control no es poder. Y, cualquier cosa, se puede solucionar. Para mientras, dormiré con la botella de tequila al lado de la cama. Tal vez eso me ayuda.

Fondo y forma y disgustos

Últimamente he leído muchos libros que he apreciado más por su forma, estilo, narrativa, que por lo que me están contando. Historias sin un final específico, personajes que me repelen, cosas que no me importan. También le metí un par de lecturas con trama interesante y mala forma.

He de confesar que me estoy gozando leer a buenos escritores, aunque las historias no me fascinen. Forma sobre fondo. Y es que muchas veces es imposible apreciar el mensaje si está mal empaquetado. Como cantar una canción con letra estúpida, pero tan buen ritmo y melodía que no mucho importa.

Por eso es tan frustrante ver cómo se nos pierden las cosas que necesitamos decir, porque no sabemos presentarlas. El amor más grande del mundo puede diluirse si no pueden enseñar. Tragedia.

Supongo que hay que aprender a hacer ambas cosas bien.

Hablar para no contar nada

Me encanta hablar. De el libro que leo, la serie que vi o veo, de relaciones, de nadar, del karate, de escribir, de la luna, de lo que sea. Con tal de no contar nada de lo que me pasa verdaderamente. Creo que me siento más cómoda cuando estoy escuchando a alguien y no tengo que decir nada.

Antes de escribir y poder dejar en forma más permanente las cosas que nos imaginábamos del pasado, nos contábamos cosas. De la creación del mundo, de dónde veníamos, hacia dónde íbamos. Hay magia en la palabra hablada. El refrán “las palabras se las lleva el viento” no es una sentencia negativa. Es el reconocimiento de la vida que poseen las cosas que decimos. Cada palabra que escapa de nuestras bocas cobra una autonomía. Ni siquiera las podemos recoger. Una vez dichas, existen y no hay forma de ignorarlas.

Por eso las cosas que compartimos de nosotros mismos se vuelven más reales una vez contadas. Y la persona que las recibe es para siempre dueña de un pedazo nuestro. Aunque no lo quiera.

Darnos en nuestras palabras es un acto permanente, delicado, íntimo. Por eso platicamos de muchas cosas y rara vez contamos lo que llevamos dentro. Y está bien. Nuestra esencia se gasta y no siempre la podemos recuperar.

Regresemos a la base

Me encantan los libros y las películas de ciencia ficción. A parte que de para mucho en cuanto a vuelos de imaginación, una buena pieza de sci-fi se cuestiona dilemas filosóficos profundos en un vacío que rara vez logramos considerar en nuestra existencia real.

Acabo de ver BladeRunner, un clásico de «¿qué es ser humano»? y no me decepcionó. No da respuestas facilonas y queda todo a merced de la valoración considerada de uno mismo. Y tiene una belleza visual especial. Ser humano, eso que nos determina como únicos, depende tanto de lo que hemos vivido, como de lo que decidimos hacer con todo ese equipaje. A veces, el problema, es que no sabemos que arrastramos valijas tan pesadas en las que no sólo nosotros hemos empacado cosas. Y vamos por la vida con pesos sobre los hombros que, como siempre los hemos llevado, ya no nos sorprenden.

Pero salirse del ciclo de dejarse detener por cosas del pasado requiere mucho más que sólo sentirse retrasado en el avance. Necesita que nos fijemos y escarbemos y nos hurguemos hasta que no quede nada oculto. Y eso duele. Porque quitar el material extra implica usar el bisturí.

Claro que resultamos más livianos, más «nosotros». Al costo de habernos cincelado, moldeado, manipulado. Ser humano implica hacerse un poco. Decidir qué conservar de lo que traemos.

Sí, definitivamente me encanta la ciencia ficción. Y me parece igual de marciano el sólo hecho de pensar que yo logre afianzarme en mí misma. Supongo que es pura cuestión de imaginación.

La mejor de las malas cualidades

Yo creo que soy directa y clara. Digo algo que creo que se entiende a la perfección, que no va con sentido oculto, que debería entenderse a la primera… pero no. Ni se me entiende rápido, ni soy tan clara como creo.

Porque todos creemos que nos estamos expresando de manera que nos entiendan. Y se nos pasa que no somos nuestros propios receptores. El mensaje lo capta otra persona que puede tener un lenguaje muy diferente al nuestro, por mucho que hablemos el mismo idioma.

Sí. Somos complicados. Más cuando hablamos sobre una relación que ya está codificada y en la que pareciera que la conversación se lleva en varios niveles. Hablar de forma “clara”, si la otra persona no lo entiende, es tan útil como un mensaje perfectamente escrito, metido en una botella que vaga en el mar.

Los humanos tenemos un lenguaje complejo, no para transmitirnos hechos. Para eso basta señalar con un dedo. No, nosotros necesitamos las palabras para compartir nuestro mundo interior, ese que existe entre nuestras orejas y del que sólo nosotros somos sus habitantes.

Hay que tomar en cuenta que ese compartirnos tiene el mismo nivel de dificultad que describirle se sensaciones percibidas a través de sentidos propios, a alguien que no los tiene igual. Traten de hablarle de colores a alguien que no puede ver…

Yo soy muy clara. Para mí. Pero no vivo sólo conmigo. Me toca ser clara para los otros. O quedarme hablando sola.

Los hechos sin lados

Comerse un helado es un hecho. De hecho, tengo ganas de comerme uno de pistacho forrado de chocolate desde hace varias semanas y no lo he hecho. Porque la realidad del helado me va a dejar con ganas de no habérmelo comido. Los hechos no tienen discusión. Las realidades sí.

Cada uno de nosotros teñimos lo que nos pasa de acuerdo al prisma personal con que los vemos. Porque un helado es un postre para mí, pero es un recuerdo de una última salida para alguien más y un premio por buenas notas para otra persona. Hasta los recuerdos de los hechos los guardamos distorsionados y los manoseamos cada vez que los revivimos.

El enfoque de la realidad que nos rodea depende, tanto del equipaje que traemos, como de nuestra propia voluntad. Escogemos qué tipo de hechos guardar, cómo evaluarlos, qué emoción asignarles. Y eso hace que podamos hasta reescribir nuestro pasado. Porque casi siempre tenemos más información ahora, que antes y podemos considerar las cosas que nos han pasado desde otra perspectiva. Ayudarnos a reescribir nuestra propia historia nos prepara para mejores futuros. Porque podemos considerar que un hecho tiene varias interpretaciones y que en una al menos podemos encontrar una realidad mejor.

Los hechos suceden. Pero nosotros los convertimos en realidad. Y yo sigo queriendo mi helado.