Las Relaciones Enfermizas

No lo puedo dejar. Me incomoda, me lastima,  me tortura, pero siempre regreso a él. Lo valoro por sobre los demás que me tratan mucho mejor. Es mi fiel compañero desde hace muchos años y siempre le he tenido un cierto resentimiento. Veo a otras por la calle que pueden darse el lujo de no necesitarlo. Yo, en cambio, no pongo un pie fuera de mi casa sin él. Imposible presentarme ante el mundo sin brassiere. Detestable artefacto de tortura, difícil de conseguir, costoso de comprar. Si uno encuentra uno bonito, no es funcional y los funcionales, pues… no son como para concurso de sensualidad. Pocas relaciones así de tormentosas y dependientes.
Todos tenemos algo o alguien que nos hace sentir así. Una piedra al cuello es más fácil de soportar que algunas reuniones familiares a las que se está «obligado» a asistir. Los comentarios afilados de la gente que nos quiere, parten el espíritu con una presición de láser de oculista. Unos zapatos que nos encantan, pero que nos dejan los pies como que hubiéramos caminado sobre brasas. Una cuenta de Tuiter que nos revuelve el hígado cada vez que la leemos.
Lo pesado en todos esos casos es una pura ilusión. Nadie está obligado a tener contacto con cosas o personas que le molesten. Con ninguna. Por supuesto que el cortar el hilo conductor tiene consecuencias, sólo es cuestión de medirlas y ver en dónde se encuentra el mayor bienestar. ¿Le cae mal cómo escribe alguien en su tl? Deje de seguirlo. ¿No le gusta una religión? No la profese. ¿Le parece que cierta conducta sexual está mal? No la practique. ¿Los zapatos le sacan ampollas? No se los ponga. ¿Una persona lo lastima? Deje de verlo. Por lo menos podemos tener el consuelo de la posibilidad de tomar decisiones como éstas.
En teoría, yo podría salir de la casa con las comadres sueltas y ser feliz. En la práctica, ayer se me olvidó empacar el bra en el maletín del gimnasio y pasé la mañana más incómoda de mi vida. Lo primero que hice cuando regresé a casa fue ponerme un sostén. Lo maldije a la media hora.

Limitantes Naturales

Hasta ayer, en mi casa sólo había una planta: una maceta de violetas puesta en la ventana de la cocina. La bendita planta florea constantemente, un revuelo de morado que alegra la vista de cualquiera que entra al lugar. Yo procuro ni siquiera verla demasiado. Tengo tan mala «mano» para las cosas verdes, que se me muere hasta la mala hierba. Alguna vez intenté darle una compañera. La violeta nueva murió y la que quedó se resintió tanto, que dejó de dar flores durante tres meses. Delicada la infeliz.
Simplemente, la horticultura, orquideología (no se dice así, pero así se entiende), plantación de hortalizas, sembrado de rosas, cuidado de macetas, ni regado de cactus son mis fuertes. Tampoco pararme de manos, montar en bicicleta, distinguir fácilmente entre izquierda y derecha, atrapar una pelota, bailar con ritmo, la geografía y el recordarme del nombre de las personas (aunque me las hayan presentado mil veces), entre muchas otras. Tengo, como todo el mundo, límites naturales impuestos por mi estructura corporal (jamás hubiera podido ser gimnasta olímpica, ni baletista), mi (falta de) destreza física, la poca atención mental que ocupo para ciertas cosas y mi carencia de empatía.
En general, las personas que más se esfuerzan en desarrollar una destreza, la que sea, que no tienen en abundancia natural, son las que terminan dominando de mejor forma el tema que les interesa, aún más que alguien para quien se le hace fácil y no le pone atención. Por eso se nos dice a los nuevos padres que no se deben felicitar cualidades innatas de los niños como ser «inteligentes». Se les recalca lo orgullosos que podemos estar de su esfuerzo. Porque los humanos poco podemos cambiar de las cosas con las que nacemos. Pero definitivamente tenemos dominio de qué hacemos con ellas.
Nuestras limitantes son las fronteras que podemos traspasar para encontrar nuevos mundos, mejores experiencias, más autoconfianza. Después de más de 35 años, aprendí a hacer una rueda, lo que me dio más satisfacción que cualquier otra cosa que, tal vez haya podido desempeñar mejor, pero que no me costó el mismo esfuerzo.
Por eso, ayer, adquirí un precioso tulipán en maceta. Hay que regarlo una vez a la semana, secar los bulbos cuando deje de florecer, meterlos tres meses a la refri y replantarlos dentro de un año. Por el momento, ya pasó 24 horas vivo bajo mi cuidado.

Los Benditos Pecados Capitales

«Ah, Vanidad, mi pecado favorito», concluye el personaje de Al Pacino en El Abogado del Diablo (si no ha visto la película, deje de leer esto de inmediato, consígala, mírela y luego puede regresar conmigo). No sólo esta lica habla de los pecados «capitales», que son 7, como el título de la película con Brad Pitt. Tampoco la literatura se salva de nombrarlos, como podrán atestiguar Dante y Virgilio en su famoso paseo por el Infierno (de los tres libros, el Infierno es, por mucho el más entretenido. Allí, Dante rostiza, cuelga, desholla, ahoga en excrementos, etc., a sus enemigos. Simpático.)
Todos caemos en uno, dos, o varios de ellos en algún momento de nuestras vidas. Somos más vulnerables a uno en particular, que es al que regresamos como mujeres maltratadas.
El mío es la vanidad. Por mucho. La gula y la pereza se pelean el segundo lugar, pero cada vez que me quiero meter dentro del bote de Nutella, la vanidad me susurra en su verde voz y me aleja de las garras gorditas de la gula. Mi cama se convierte en un vientre vaporoso que me incita a visitarlo, pero allí va de nuevo la vanidad a sacarme del letargo y hacerme partirme la madre.
Bendita vanidad. Porque todas las cosas «malas», aún los clasificados pecados capitales tienen algo bueno qué sacárles. Los humanos sólo somos tan fuertes como la más fuerte de nuestras debilidades, esas cualidades que llamamos «defectos». Pero todos podemos aprender a tomar ventaja de esas carencias.
Una persona con deficiencias de veracidad puede utilizar toda esa energía en inventar cuentos, fantasías y enriquecer el mundo con historias épicas. Nadie calificaría a Tolkien de «mentiroso», al contrario, se le tiene en la cima de las épicas fantásticas.
¿Qué sería del arte culinario sin personas que padezcan de debilidad por la comida? Terminaríamos comiendo un menjurge pastoso con todos los nutrientes necesarios para subsistencia, pero sin nada del placer.
La pereza es la madre de todos los inventos que utilizamos para facilitarnos la vida. ¿O qué? ¿Mejor seguir lavando la ropa en el río sobre una piedra, en vez de apachar un botoncito en la lavadora? No. Gracias.
El chiste es conocernos a nosotros mismos, saber en dónde flaqueamos y utilizar esas debilidades a nuestro favor. Lo más difícil es el primer paso, porque estamos acostumbrados a ver nuestros defectos únicamente como eso: defectos. Todo tiene dos caras, hasta las virtudes. Y, así como la mejor forma de vencer una tentación no es enfrentarla, sino salir huyéndole lo más rápido que se pueda, lo ideal para superar un defecto no es luchar contra él, sino utilizar su fuerza para ser mejor.
Por eso, yo también prefiero la vanidad sobre los demás, porque me empuja a vencer mi gula y mi pereza. Y también soy abogada, tal vez por eso me gusta tanto esa película.

El «No» en Positivo

«No me quiero ir a dormir.» *Lo mandan a dormirse. «No me quiero comer el brócoli.» *Lo hacen tragarse el arbolito. «No quiero hacer deberes.» *Termina sentado haciendo lo que tiene que hacer. Y así, la infancia y mucha de la adolecencia se pasa uno diciendo que no quiere hacer algo, sólo para hacerlo de todas formas y, encima de todo, sin poder alegar.
El «no» es una palabra poderosa. Tanto así, que si usted le da una instrucción en negativo a una persona, como: «No me traiga papaya», diez a uno que la fruta más prominente en el plato va a ser la que más le ofende. Porque nuestro cerebro tiende a borrarla cuando la escucha. Por eso se dan instrucciones en positivo a los niños: «Ven. Siéntate. Suelta. Deja. Respira.»
Cuando uno es padre, son contadas las veces que permitimos a los niños ejercer el «no». Es en aras de la convivencia social dentro de la casa. Pruebe usted soltar a sus hijos a que hagan lo que les venga en gana y después me cuenta qué tan rápido va a buscar el palito con el que algunas personas disciplinan a sus hijos (en serio, hasta los venden. Sin comentarios.) Pero existen áreas de ejercicio de opciones, sobre todo las más personales, en las cuáles es casi obligatorio: si el niño no le quiere dar un beso al extraño que lo está saludando, déjelo; si ya no quiere comer, que se levante de la mesa, eso sí, que se espere hasta el siguiente tiempo de comida.
Poder decir que no implica que uno sabe decir que no. Si nos enseñaran cómo desde temprano, probablemente no nos juntaríamos con dos compromisos sociales a la vez, no hubiéramos salido con el monstruo de la laguna negra que todos tenemos en nuestro pasado y podríamos establecer mejores límites en nuestras relaciones. «No (inserte el nombre del(a) jefe aquí), no voy a trabajar el sábado. Le termino todo en el tiempo acordado, pero mi tiempo personal no se lo doy, si no me lo paga.» ¡Ja! Suena difícil, ¿verdad? Pues así debería ser con todo. «No gracias, no quiero salir contigo.» «No gracias, no puedo ir a tu fiesta.» «No gracias, no quiero drogas.» Etc., etc.
El sólo hecho de poder decir que no, libera tiempo, energía, emociones y posibilidades para hacer otras cosas. Pero, como dijo el Tío Ben, con un gran poder viene una gran responsabilidad. El no es simplemente un director de opciones conscientes, que nos hace darnos mejor cuenta de lo que hacemos. Y sí, el riesgo es caerle mal a la gente, pero el premio es más libertad. Hay que pesar qué prefiere uno.
Para mientras, tengo que ir a ejercer mi obligación de decirle a mi hija enferma, que no puede salir de la cama. En fin.

La Nece(si)dad de Torturarse

Lo abomino con cada molécula de mi ser. Su voz me persigue por el laberinto de mis peores pesadillas. Contraigo los músculos de ese glorioso pedazo de mi cuerpo que se encuentra justo debajo de la espalda cada vez que lo miro. Y, aún así, regreso cada mañana de estos dos meses a pasar con él media hora retorcida por la relatividad de Einstein hasta parecer media semana. «¡Vamos! ¡Cinco segundos más! ¡Quiero que ya no aguantes!», y otras cosas peores para que suba otra vez la pierna, dé otro salto, levante el cuerpo del suelo.
Maldita la necesidad de hacer ejercicio. Duele, cansa, rompe y rasga y allí sigue uno, dándole, porque quiere «estar bien y saludable». Viene cualquiera de nuestros ancestros (de los alienígenas que salen en el History) a observar lo que hacemos con tal de estar en forma y definitivamente nos manda al equivalente del manicomio de su planeta, que seguro será «re bonito».
¿Se dan cuenta que para que el músculo crezca, se tiene que romper? Las microfracturas que uno le causa hacen que se repare para volverse más fuerte. Al corazón hay que llevarlo al límite para que no nos haga la gracia de quedarse parado en el más inconveniente de los momentos. Y no basta con encontrar una actividad que a uno le guste y repetirla para siempre, porque el gracioso de nuestro cuerpo se acostumbra y nos hace trampa. Hay que cambiar constantemente de tortura, todo con tal de forzarnos a mejorar.
Mientras tanto, lo que realmente quisiera estar haciendo es dormir. Leer. Ver tele. Cualquier cosa que no implique el dolor, el esfuerzo, el sudor (guácala). Pero tengo la escuela de mi madre, quien no movía una sola falange del más pequeño de sus dedos y murió antes de conocer a sus nietos, con el cuerpo plagado de achaques. Eso no es para mí.
El sacudirme la pereza y saltar como demente, levantar pesas, hacer abdominales, me representa una incomodidad. Así es la vida. Todo lo que se obtiene con esfuerzo repercute para bien en nuestras vidas por un tiempo casi indefinido. Además que impacta a las personas a nuestro alrededor. Si usted sabe caminar hoy, es porque de pequeño se cayó al suelo y se lastimó más veces de lo que sus propios padres se pueden acordar. Si es un adulto con alguna medida de cordura, es porque su cerebro recortó todas las conexiones neuronales que no necesitaba en un proceso adecuadamente denominado «adolescencia».
Así es que me trago el dolor, resisto el llamado de sirena de mis sábanas, me visto de forma ridícula y pongo el video del capataz del infierno. Lo odio. Si alguna vez lo conozco en persona, le doy un beso.

Una Triste Epifanía

Las fresas con crema explotaron en mis papilas gustativas y mi cerebro me informó que eran lo más exquisito que hubiera comido jamás. Fresas con crema (y un poco de Stevia). No un pastel decadente de chocolate, no una pizza desbordándose de queso, o cualquiera de las comidas que normalmente asociamos con placer alimenticio.
Casi lloro de la tristeza.
Durante los últimos cuatro meses y un poco más, suprimimos de nuestra ingesta toda clase de granos (trigo, maíz, avena, etc.), leguminosas (manías, lentejas, garbanzos, frijolitos), azúcar y alimentos procesados. Lo que comenzó como un programa de 21 días para terminar de bajar un porcentaje de grasa a nivel de vanidad satisfecha, ha devuelto en un cambio completo de hábitos de compra, cocina y consumo por razones de salud, bienestar, energía y, sí, también estética.
Entonces, ¿por qué la desolación? Como especie, el ser humano se encuentra en el pináculo de la disponibilidad de alimentos. Si usted tiene el dinero para comprarlos, puede obtener dos o más veces su requerimiento calórico en cualquiera de los menús de la cadena de comida rápida de su elección. Nuestros antepasados se rifaban el físico cada vez que debían cazar el animal, o recolectaban la comida a riesgo de ser cazados a su vez. ¿Se puede usted imaginar la parálisis cerebral que le ocasionaría a uno de esos cavernícolas la posibilidad de doblar la esquina y encontrarse que, no sólo no tiene que cargar con sus armas, acechar, correr, matar, destazar, regresar con el cadáver, cocinarlo y, por fin, mangiárselo, sino que le ofrecen papitas agrandadas para acompañar su menú?
De nuevo podrá preguntarme, ¿por qué el drama? Simple. El hecho de tener una sobreabundancia de elección, no significa que estemos mejor. Al contrario, la cima sobre la que nos paramos es un sofá amplio sobre el que derrapamos nuestras más amplias posaderas, consecuencia directa de lo gordos, enfermos y fuera de forma que estamos. Y no creo que el prehistórico e hipotético señor que trajimos a comer se comportaría diferente. Ante la opción de comer hasta hartarse o más, seguro que pronto estaría para concurso del hombre más gordo del mundo.
Resulta que hemos logrado llenarnos de comida extra que sólo nos enferma. Que nuestros cuerpos funcionan mejor con combustible limpio (para estar ecológicamente al día). Que mientras menos cosas modernas/procesadas/artificiales nos metamos, mejor.
Que, mientras más parecido comamos a nuestros antepasados, mejor.
Si esto es así con algo tan básico como la comida, ¿qué tanto no aplicará para el resto de cosas de las que nos rodeamos? ¿Verdaderamente necesito comprar lo último de la moda? ¿Trabajar 10 horas al día? ¿Meter a los niños a 99 actividades extracurriculares?
No sé. Lo estoy pensando. Y por eso, al darme cuenta que esas fresas con crema estaban bailando una danza de erotismo gustativo en mi boca, porque ya no me gusta un alfajor (comprobado esta Navidad), me contuve la lágrima que quería escapar.