No hay descanso

Antes llegaba el viernes y sentía que podía tener un descanso. Pues. No tenía trabajo, podía levantarme relativamente tarde, no había obligaciones… Tengo por lo menos nueve años que ya no sé qué es eso.

La vida sigue. Siempre. Creer que se detiene los fines de semana es como querer separar lo que hacemos de lo que nos gusta. Sería lindo que fuera como un círculo que gira sin trabarse, pasando de una actividad a otra. Siempre hay momentos más satisfactorios que otros, incluso en nuestras actividades favoritas. Pero eso no es excusa para tratar una parte importante del uso de nuestro tiempo como algo pesado.

La vida no es fácil. Por lo menos no todo el tiempo. Pero tampoco es un camino de vidrios rotos que haya que pasar siempre descalzo. Por lo menos no todo el tiempo.

Siempre me gusta recordarme que mi cerebro evolucionó para fijarse más fácil en lo negativo, por pura supervivencia. Y que es tan plástico, que lo puedo recalibrar. Es cierto que la actividad a la que me dedico no conoce vacaciones ni fines de semana, pero tengo dos pares de manitas que me buscan para darme abrazos y dos pares de ojos que me miran con amor. No siempre compensa el cansancio celular que siento en días como hoy que parecen de 72 horas. Pero casi siempre.

Cambiar de hábitos

Si alguien mira mi clóset, podría creer que trabajo en una funeraria. Un importante porcentaje de mi ropa es negra. Aunque digo que mi color favorito es el morado, tal vez tengo un vestido de ese color. Mis amigas, que me tienen cariño, me han acompañado a escoger ropa y me alentaron a probar otros colores.

He escuchado que tratar de cambiar un hábito es tan difícil como sacar a una persona necia de un asiento en un cine abarrotado. Obvio es más fácil sentar a alguien en un puesto vacío. Por eso es que, mientras más recorrido está uno, más tiempo necesita para hacerse nuevas costumbres.

Pero la flexibilidad es una de las características del aprendizaje y del crecimiento. Por lo menos con la edad se supone que viene más consciencia, juicio, voluntad. Se supone. Y uno debería poder darse mejor cuenta que hace cosas que no son del todo buenas. Que las puede mejorar. Vencer la hueva que da hacerlo es la parte complicada, porque el fulano que está sentado, ya está muy cómodo y es pesado.

Revisar lo que uno hace «por costumbre» y decidir si es mejorable o no, me cuesta. Es más rico irme por lo que me ha funcionado siempre. Por lo menos ya tengo blusas azules. Aunque lleve otra vez unos cinco días de vestirme de negro.

La experiencia que no aprende

Si algo me he dado cuenta es que puedo hablar mucho acerca de mí misma, pero muy poco acerca de mis sentimientos. Pídanme que les dé mi opinión acerca de cualquier tema, que les cuente una anécdota, que escriba un blog de lo que pienso todos los días durante los últimos tres años y, pues… Aquí estamos, ¿no? Pero, invariablemente, si alguno me pregunta cómo estoy, la respuesta va a ser bien. Aunque esté deshecha por dentro.

Parte del crecimiento emocional que se les trata de transmitir a los niños desde pequeños es que aprendan a identificar sus emociones y les pongan nombre. En los ejercicios se les pide que se fijen en qué parte del cuerpo sienten una emoción fuerte: enojo en dolor de cabeza, miedo o ansiedad en el estómago, felicidad en el corazón y así. Poder decir qué sienten los hace dueños de sí mismos y ayuda a lidiar con situaciones difíciles.

Parte de lo que uno debe aprender de adulto es a no desvalidar las emociones «negativas». Decirle a un niño «no te enojes», es abrir la puerta a cualquier tipo de represión e inhabilidad para expresarse sanamente. Sentirse mal no es malo. Es lo que uno hace con ese sentimiento, cómo lo externaliza, lo que sí puede tener consecuencias adversas. El niño puede estar muy enojado, decirlo, llorar de la rabia, pero no tiene derecho a pegarle a la hermanita, ni a tirar cosas, ni a insultar a la mamá.

Estoy aprendiendo a aceptar mis momentos no perfectos. Es más, no existen momentos perfectos. Todo el tiempo se viven sentimientos encontrados. No es malo estar triste. Es cierto que no pretendo pasar toda la vida como el burrito en Winnie the Pooh que parecía llevar una nube de lluvia encima de la cabeza todo el tiempo. Sólo que, tal vez alguna vez, pueda responder «No estoy bien, pero ya voy a estarlo», cuando me pregunten.

Verdades no objetivas

Estoy bronceadísima. Tengo líneas del traje de baño que demuestran la diferencia de color. Pecas también. Esa es mi verdad subjetiva, relativa únicamente a mí misma. Objetivamente, podría decir que estoy beige. O sea. No paso de ser una aspirinita salvaje.

Vivimos nuestras verdades en diferentes planos. No estamos hablando de hechos irrefutables. Si hay 29 grados de temperatura un día, hay 29 grados. Punto. Pero, para mí, eso puede ser muy caliente y para alguien más no. Lo mismo hacer algún deporte pueda ser aburridísimo para alguien y divertido para mí. El deporte en sí no cambia.

Tal vez lo que más varía son nuestras emociones. Reaccionamos de formas radicalmente diferentes al mismo impulso. Por eso es que cada relación es única y funciona (o no), para los que están en ella.

Lo más valioso de aprender a ser empático es que se experimenta el mundo de forma diferente. Sólo con tratar de ver el arte con otros ojos nos amplía nuestra propia existencia. Hay más allá afuera que sólo lo que sentimos, aunque parezca descabellado.

La relatividad es maravillosa. Yo sigo pensando que estoy tostada. Sólo no me comparo con mi hija, que sí tiene color de diocesita del sol.

El fin del mundo

vendrá a cerrarme los ojos

a borrar tu mirada de mi piel

a lavar el sabor de tus besos.

El fin del mundo

será cuando me sueltes

cuando ya no me toques

cuando te alejes.

El fin del mundo

pasará como una ola

me quemará como un rayo

se llevará mi alma.

Y, después, seguiré.

Gente querida

Hoy vi a una señora amiga de mi mamá y a su mamá después de mucho tiempo de no verlas. Gente encantadora que me trae recuerdos felices de tardes viéndolas decorar pasteles con una habilidad que aún me parece sobrenatural. Encontrarme con gente así, que me recuerda a mi mamá y lo maravillosa que era, me llenan de un sentimiento difícil de describir.

El lenguaje tiene serias limitaciones para transmitir ideas complejas, peor si se refieren a sentimientos. Resulta que tenemos miles de millones de conexiones entre las neuronas y pocas de ésas se requieren para observar el mundo exterior. Nuestra vida interna es muchísimo más rica, más complicada, más gratificante, que lo que nos pasa de la piel para afuera.

Por eso se han gastado ojos y dedos y papel y tinta y corazones y vidas en tratar de describir cosas como el amor. Nos podemos aproximar. Leer un poema y sentir que está describiendo lo que llevamos dentro. Pero nunca es exacto. Igual para esa sensación de pérdida y felicidad y cariño y tristeza que se me mezcla en un frasquito lleno de una pócima dulce y amargo cada vez que me recuerdan a mi mamá con cariño.

He aprendido a tragármelo con una sonrisa. Porque me duele, sí. Y porque la extraño, también. Y porque la quiero. Pero, sobre todo, porque la sigo llevando conmigo y ya no me pesa.

Mañas

Duermo sin calcetas. Bueno, en realidad duermo sin ropa, pero es porque leímos en alguna parte que eso acelera el metabolismo y lo mantiene a uno más fácilmente delgado y que da menos frío porque se regula la temperatura y un montón de cosas más. Eso lo puedo hacer en la comodidad de mi cuarto, pero cuando salimos con los peques de viaje, se me complica el asunto. Y no puedo dormir. Como si lo de dormir en bolas fuera cosa de toda la vida y no de los últimos seis meses.

Con el paso de los años, uno va acumulando mañas. Para comer. Para dormir. Para hablar. Unas se quedan para siempre. Otras van cambiando y resulta que lo que le fascinaba a uno comer de pequeño, no puede ni probarlo de grande y al revés. Supongo que es parte de afianzar lo que nos define a nosotros mismos. Es fácil asir la personalidad propia a pequeñas cosas muy puntuales que nos diferencian de otros. Por algo decimos que nos somos repetibles, aunque encontremos a personas muy parecidas.

Creo que nada de eso es malo. Se vuelve en algo negativo cuando una maña no nos permite disfrutar de lo que tenemos alrededor. Cuando, si el huevo no viene en el exacto punto que nos gusta, no podemos comer y nos arruinamos el desayuno. Las preferencias nos alegran la existencia. No deberían amargárnoslas. Porque nunca nada es siempre como lo queremos. Y nadie tiene obligación de estar cumpliéndonos todas nuestras pequeñas necesidades ficticias.

Así que, si estoy en mi casa, duermo sin ropa. Si no, me conseguí unas pishamas de Mafalda geniales que hasta con gusto me pongo. Aunque no duerma tan bien.

Tormentas

Detesto llorar. Lo aborrezco. Me parece inútil, un acto de debilidad, una demostración de fracaso. He dicho miles de veces que tengo el corazón frío, duro y pequeño. Que no lloro.

Y heme aquí, con lo que sólo puedo justificar como un desbalance hormonal causado por mi ya avanzada edad media, llorando por todo. Que si la niña me dio un abrazo. Que si el niño me dijo que me quería. Que si me recuerdo de algo triste. Que si me recuerdo de algo alegre. Que si no me recuerdo de nada. Alguien abrió las compuertas de un mardito dique que no he logrado cerrar. Me brota agua salada de los ojos y se me rebalsa y termino mojando hasta el piso.

La sensibilidad es una parte de experimentar el mundo a nuestro alrededor que nos amplía la gama de emociones. Podemos sentir profundamente la alegría, la emoción, el amor, todo eso bonito. Y también nos tocan más profundo las tristezas, las nostalgias, las ausencias.

Resulta que todo eso es parte de ser humanos emocionales. Que está bien. Reprimir emociones enferma, nos hace distantes, nos borra la empatía. Nos hace menos abiertos a vivir.

No se puede pasar como zombie, sólo porque uno no quiere sentir dolor. No querer llorar para no demostrar una supuesta debilidad sólo nos socaba por dentro y nos deja vacíos.

Tal vez había acumulado años de lágrimas y la tormenta ya fue imposible de seguir deteniendo. Espero que, luego de este derroche de fluidos, también salga más brillante el sol.

Rutinas, benditas rutinas

Ya puse las alarmas de mañana. Luego de dos semanas de tenerlas desconectadas, de no poder correr, de no poder nadar, de gozarme a los niños como pocas veces, de sol, agua, trajes de baño, mar, club, amigos, comida extra, vino extra… Benditas sean las alarmas, aunque me suenen a las 4:30.

Nos movemos generalmente entre una necesidad de estructura y un deseo de libertad. Ambas cosas en exceso son imposibles de llevar por mucho tiempo. O nos da un ataque de ansiedad por no sentir que hay un orden en nuestras vidas, o nos sentimos aplastados por la rutina que nos embrutece.

Tenemos épocas en que preferimos una o la otra. Mi inclinación es hacia el orden, un método. Pero he aprendido a apreciar el no saber exactamente qué va a pasar en un día de viaje, por ejemplo y decidir según la gana que se tenga. No siempre es necesario sacarle lustre al pavimento de donde uno está. Se puede perfectamente vegetar en una hamaca y ni siquiera terminar el libro que se llevaba preparado.

Pero qué rico poner las alarmas. Estar en casa y regresar a los niños a acostarse a sus horas. Moverme en mis espacios y saber que mañana hago pesas y yoga y voy al súper. El descanso me sirvió para poder venir a sentarme hoy y escribir cuatro entradas diferentes. La rutina me mantiene escribiendo todos los días. Ambos son buenos.