Crónica avanzada (3)

Hoy es el último día en esta exploración de cosas maravillosas y, como siempre, el día de viaje es uno perdido, como si necesitáramos un portal que nos transporte, no entre lugares, sino entre nuestros distintos yos. Espero haber aprendido a estar más tranquila, porque vine con muchas cosas pendientes de la vida que me espera al regreso, de esas que siempre hay porque la rutina no se va de vacaciones nunca.

La experiencia fue todo lo que me imaginaba y ahora me quedan unos días de estar en soledad casi completa, el contraste entre tanta gente y el silencio. Ambas cosas me gustan, sobre todo si las puedo alternar.

Ojalá el lugar a donde voy sea tan apacible como lo necesito y, de nuevo, lo que más me hace ilusión es dormir.

Una crónica avanzada (2)

Ya llevo varios días sin perderme, porque ya me conozco esta ciudad casi de memoria. He estado en varias conferencias, una más interesante que la otra, en donde he escuchado a algunos autores que conozco y algunos que voy a conocer, hablar con mayor o menor gracia de cómo hacen lo que hacen.

Habitar una construcción temporal, hecha para durar pocos días, implica ponerle atención a cosas más transitorias que lo normal. Si uno tiene en cuenta que todo se acaba, pero que no sabemos cuándo, podríamos apreciar lo precioso de lo que nos rodea. Pero somos demasiado distraídos y tal vez por eso las cosas que tienen fecha de caducidad nos animan a considerarlas más valiosas.

Yo sé cuánto tiempo me queda en este lugar, que es mucho por todo lo que nunca había estado antes, pero es poco, porque se termina. Como todo. Espero que, entre tanto libro, comida, risas y encuentros, regrese con la gana de ponerle fecha de caducidad a todo, aunque sea día a día y que aprecie cada uno de ellos como si fuera el día de cierre.

Una crónica avanzada (1)

Voy a pasar una semana completamente fuera de mi normalidad y quiero documentarla por adelantado, como si fuera una pitonisa leyéndome mi propio futuro. Y, aunque estoy publicándolo mientras sucede, lo estoy escribiendo una semana antes. Así, tal vez me calmo el estrés de lo que no sé, porque ya yo pasé.

Hoy lunes, por ejemplo, ya llevo dos días entre libros y personas interesantes, jugando a ser la adulta que habla de literatura y se ríe y no tiene ninguna preocupación. Alguien que duerme de corrido por las noches porque no suena una alarma que se aferra al cuello. Sin gatos en la cama. (Qué interesante que me ilusione más dormir sin interrupciones que la feria en sí misma. Dice mucho de mi nivel de cansancio.)

Estar en una feria internacional del libro en un país que se lo toma en serio, es un parque de diversiones para gente como yo. Es el único lugar en el que me lamento verdaderamente de no ser millonaria. Los libros son esas sirenas en las que me encallo, sin lamentarme de quedarme allí. Estos eventos están llenos de personas que se pueden perder entre los laberintos de una ciudad pequeña, levantada entre libreras, en donde los personajes de los libros tienen más importancia que la gente que los lee. Es su función: ser el universo entre dos tapas, recreado tantas veces como escritores los imaginen.

Yo me paseo con absoluto abandono. Nadie me espera en ninguna parte y, en estos días, soy sólo de mí misma. Será interesante seguir así.

Lo más sencillo

El pedazo más lindo del día

no se puede describir con justicia

porque siempre es lo menos dramático

el agua fría que pasa por la garganta

la nube iluminada por detrás

un pájaro que se despierta

y el lenguaje se queda corto, por cotidiano, por común

la divinidad se esconde

entre cada momento sencillo.

No hago listas

Tengo varios años de celebrar el Thanksgiving, porque la Navidad ya tenía demasiada carga nostálgica para mí. Además que ya hay muchos compromisos familiares a dónde ir en esa época y los amigos que generalmente están enconviviados, aún tienen tiempo. Es excusa para cocinar y me paso haciéndolo durante varios días. Es excusa para invitar a mi gente. Es excusa para arreglarnos y reírnos con los niños y tomar fotos y comer. Pero lo más importante, aún que la comida, es que damos las gracias por las cosas del año.

No importa qué haya sucedido (y vaya que he tenidos años terribles), siempre hay algo que se puede agradecer, aún más allá de lo evidente que es tener comida y techo y cariño. Ese poder poner en palabras las cosas que le hicieron a uno la vida soportable, hasta más que eso, me ha centrado. El agradecimiento, esa habilidad de encontrarle la semilla de dulzura hasta al fruto más amargo, nos eleva. Nos salva de agriarnos. Nos mantiene agradables. Yo quiero ser una vieja chilera, no una de esas pobres señoras a las que nadie quiere cerca porque sólo se quejan de todo.

Así que, yo no hago listas de las cosas que agradezco para decirlas en la cena, porque no me alcanzaría la noche entera. Tal vez lo que más aprecio es tener cosas qué agradecer, el hecho mismo de siempre poder ser feliz, aunque sea con esfuerzo.

Ni con máquina

Estoy dando mil vueltas y encima, fui a gastar mi tiempo en el salón, como si tuviera horas extra en el reloj. Parece que es mi destino, esto de sentirme siempre empujada hacia delante por cosas que tengo qué hacer. Tal vez por eso también le dejo de poner atención a lo que ya pasó.

Nos llenamos de ocupaciones, como si la vida fuera hacer cosas y rara vez tenemos la dicha de apreciarla. La muerte de seres queridos puede darnos una pausa, pero lamentablemente, es una lección que no aprendemos siempre.

Me tronó la mandíbula comiendo hoy, lo cual me indica que he estado rechinando los dientes del estrés. Y la pregunta principal es ¿se va a morir alguien si yo llego un poco más tarde de lo usual a hacer el almuerzo o si pasan un par de días más sin planchar las camisas? La respuesta es obvia. Ahora sólo me la tengo qué creer, porque así como voy, el tiempo que tengo no me alcanza ni que tuviera una máquina de hacerlo.

Gustos heredados

En esta época del año, saco el famoso libro de recetas de mi mamá, escrito de su mano, bordada la tapa. Tiene páginas manchadas, como debe tenerlas todo libro de recetas que se respeta, porque quiere decir que lo han usado, varias veces. Allí está cómo hacer la magdalena que pedía mi papá casi a diario y que fue mi pastel de cumpleaños todo el tiempo que mi mamá me los hizo (siempre quise uno de chocolate, pero eso es para otra historia). También hay comida que no recuerdo y, pecado de pecados, no está cómo hacer las empanadas de ciruela.

Yo uso pocos libros para cocinar, ahora todo lo saco del internet. Pero mis hijos me están pidiendo que apunte cómo cocino lo que les gusta. Tal vez ya son más notorias las canas y las arrugas y les da miedo que me entierren con mis recetas. Seguro les he pasado un gusto especial por comer cosas hechas con cariño, aunque sea un huevo con sal.

La forma más tangible que tengo de seguir conectada a mi mamá es cocinando lo que ella me hacía, que me haga recordarla, pero sobre todo, que le guste a sus nietos. Las galletas de almendra, el mazapán, el Stolen (que todavía sólo a mí me gusta)… El soufflé de camote con marshmallows que pide la niña todos los años. Y que mi casa huela a comida. Me recuerda todo a ella.

A la víspera

Los días antes de EL día transcurren en paralelo al tiempo normal. Estamos a la expectativa de lo que viene, como si lo que está pasando no importara. No se puede evitar, sobre todo en ocasiones demasiado importantes.

El fenómeno de la observación del tiempo nos compete únicamente a los humanos. Un animal no sabe que mañana es lunes, por ejemplo, o que en cierta fecha es el cumpleaños de su hijo o que en tres semanas va a entrar a la universidad. Todo eso es artificial, hecho por nosotros, para marcar la vida a través de anotaciones en un calendario.

Pero… (siempre yo y los peros, que no me gustan, pero) las marcas en el camino sirven de posiciones de memoria. De recuerdos a dónde volver. Y, aún así, no son lo más importante. Lo importante es ahora. Y después, pero en el momento. Las vísperas, por muy largas que sean , son igual de portentosas que lo que se espera. Porque la vida es ahora y eso es lo que realmente cuenta.

Se cayó la última

Se me derrumbaron las palabras

una a una las letras

disueltas entre aire, agua, sal

todo lo que te habita

y se desborda cuando me hablas

el alfabeto entero en el suelo

lanzado de mis labios

lo recojo

y lo vuelves a tirar.

La sorpresa y la constancia

Todo lo nuevo tiene un elemento de sorpresa, por eso es nuevo y llama la atención. Pero el problema viene cuando lo único bueno que tiene la experiencia es que es nueva. Nada se vuelve viejo tan rápido como lo nuevo.

Cuando uno tiene una relación, se enamora de lo que no conoce, pero sólo perdura cuando lo familiar es más atractivo que lo nuevo. Es la diferencia entre un show de comedia y un concierto. Los chistes repetidos no llenan álbum. En cambio la música que uno quiere, la puede escuchar en repetición infinita.

Luego de mucho tiempo, uno tiende a olvidar que lo nuevo cansa más rápido que lo familiar. Y que aún en la relación más antigua, además siempre hay cosas nuevas. Porque todos cambiamos todo el tiempo. Vale la pena fijarse.