Pierdo el tubo negro de noche
se desaparece en la oscuridad
lo encuentra mi mano, se vuelve corpóreo
no todo lo que existe se puede ver
pero siempre se puede sentir.
Pierdo el tubo negro de noche
se desaparece en la oscuridad
lo encuentra mi mano, se vuelve corpóreo
no todo lo que existe se puede ver
pero siempre se puede sentir.
Hoy dije una barbaridad al aire. Me salió sin pensarla, como cuando a uno se le salen las palabras de una canción. Es inevitable que a veces uno no se tome el tiempo de autoeditarse en vivo.
Escribir tiene la ventaja del tiempo. Uno puede regresar a revisar lo puesto, cambiar alguna palabra, ser más preciso con la intención. Aunque eso lo hace menos inmediato. En el calor de un beso, uno quiere escuchar el “te quiero” allí mismo, no en una misiva dos semanas más tarde, por muy bonita que sea.
Igual se me sale el mal genio, basta con frotarme un poquito el botón del ensatane. He aprendido a hacer espacio entre el estímulo y la reacción, pero a veces esa distancia es corta, muy corta. Espero volver a ajustar los filtros. Y a separar las dos orillas de mi comportamiento. Mañana.
Meterle la pastilla hasta la garganta a la pastor alemán, con mis dedos entre sus dientes, no deja de parecerme un acto de valentía. Son animales, después de todo, y no tienen por qué no seguir sus instintos. Claro que son cientos de años de evolución conjunta y por algo nos entendemos.
Creo que todo ser vivo tiene la capacidad de lastimar. “Si tiene boca, muerde”, es el lema de la casa. Que no quiere decir que vaya a suceder. Pero podría. Cualquier relación conlleva un riesgo. Pero la alternativa es impensable porque duele aún más el aislamiento.
El chucho hizo su mejor imitación de luchador mexicano y se lanzó contra la hembra desde el sillón en un ataque sorpresa. Eso no lo vimos venir y la pobre se vino a refugiar entre mis piernas como si no pudiera ella defenderse. Claro que puede y el otro cutre también. Pero se adaptan a ser parte de mi manada. Les sigo metiendo las manos a la boca, porque, aunque podrían morderme, el riesgo es menor a la tristeza de no tenerlos. Y por eso también sigo teniendo relaciones con gente.
Hoy, entre llamadas de seguros, lavar, doblar y planchar ropa, hacer almuerzos y loncheras, me di cuenta lo cargados de rutina que están mis lunes. Es un buen día para estar ocupada, comienzo con aviada la semana. Ya para el viernes no quiero salir de mi casa, pero eso es el viernes.
Ayer escribí una buena definición de felicidad dada por San Agustín. Hoy voy a parafrasear a Harari: el ser humano es más feliz, mientras mejor adaptado esté a su entorno. Eso incluyen constructos sociales, normas culturales no escritas y presiones familiares. La clave, aparentemente, es estar contento con nuestras circunstancias. Porque, al final del día, es lo que hay.
Los lunes termino tan cansada, que me cuesta dormir. Pero también con la consciencia que es una rutina auto impuesta y que corresponde a mi gana de tener más libertad conforme pasa la semana. Así que, a hacerle ganas. Hasta el viernes.
Uno nunca regresa. Porque aunque llegue al mismo lugar, uno no es el mismo. Jamás.
La vida avanza y uno con ella. Es mejor hacerlo acompañado.
Y me quedo con esta frase de San Agustín: La felicidad consiste en seguir deseando lo que uno ya posee.
Nos damos por partes
cuando estamos con otro
recibimos algo a cambio
o deberíamos.
¿Cuál parte mía te quedaste?
No importa. No la quiero.
Tampoco la tuya.
Hablar con otra persona siempre implica que hay un espacio, pequeño o grande, de falta de entendimiento. Y es simplemente porque el otro es otro, no yo y no está dentro de mi cerebro para sentir mis pensamientos. Las emociones le dan tonos a las cosas que decimos y nunca tenemos la misma escala de color con alguien más, por mucho que miremos el mismo dibujo.
Lo bueno de esto es que la comunicación no tiene que ser perfecta para ser efectiva y llegar a lugares felices en común. Si no fuera así, no podríamos ni salir a caminar con alguien. El problema viene cuando queremos entenderlo todo, todo. Simplemente no se puede y ni siquiera es necesario. En las peores situaciones, basta con ver las acciones del otro y hacerse cargo uno de sus sentimientos para seguir adelante.
Yo siempre voy a preferir poner las cosas lo más en claro que pueda, desde un principio. Sobre todo si hay un alto nivel de interés en el otro. No siempre me ha ido bien con esa estrategia, pero me siento más fiel a mí misma y eso compensa las citas posteriores con la psicóloga. Ya sé que me va a decir que no es necesario entender para sanar. Pero necesito escucharlo de vez en cuando.
El perro deja caer su juguete debajo del sillón donde no lo puede agarrar. Para que yo le ponga atención y se lo alcance. Ambos alegamos, me tardo en complacerlo, lo regaño, termino capitulando, juega un rato y… corre y va de nuevo.
Repetimos patrones que en agregado tal vez nos traen más frustración que satisfacción. Pero ese momento de felicidad es tan intenso, que repetimos. Puede ser bueno, como en el caso del ejercicio. O pésimo, como con una aducción. Tal vez lo importante es saber si uno está mejor al final.
Ya lo volvió a meter debajo del sillón. Trato de ignorarlo, pero tiene un ladrido de berrinche tan agudo, que, otra vez, me rindo. A ver cuánto le dura ahora.
Los peores momentos son los que pasan de una etapa a la otra. Claro, podríamos definir la vida como el movimiento por excelencia y decir que nunca se llega a una etapa final hasta que uno muere. Pero hablemos de los estados de transformación exagerados como la pubertad, el divorcio, la perimenopausia, la agonía. Pareciera que lo que tienen en común es una grandiosa incomodidad.
Vivir con adolescentes le ilumina a uno ese sufrimiento. Para ellos, obvio, porque están a un paso de ser adultos pero pareciera que siguen un poco sentados en la infancia. Y también para uno, que navega con cada acontecimiento la necesidad de tratarlos de forma distinta e irlos soltando un poco a la vez.
Todavía no sé cuál es el grado de ese poco que tengo que darles de libertad, sobre todo sabiendo lo biológicamente incapacitados que están todavía para tomar decisiones sensatas. Pero tampoco los quiero atados a mi voluntad. Y mucho de eso, la preocupación que me dan cuando se enferman, la angustia que tengo cuando no están, la exasperación porque no terminan de ser independientes, es que me tiene desde el fin de semana con migraña. Bienvenidas las transiciones.
Donde estoy ahorita, no estoy feliz. Me trae demasiados recuerdos de los peores momentos de mi vida, verdaderamente importantes. Pero aquí estoy, haciéndole ganas porque hoy vengo bajo otras circunstancias. No muy felices tampoco, pero no son de vida o muerte.
Tenemos lugares seguros,’donde todo nuestro organismo se relaja. O personas con las que nos abrimos. O recuerdos en los que nos refugiamos. Es rico encontrar incluso dentro de uno mismo un pedazo de calma a donde recurrir para calmarnos. Al final, para eso nos ejercitamos el espíritu: para caminar con calma por los lugares donde acechan los lobos.
Me queda esperar, pero puedo escribir, que es mi forma de tejer una colcha de protección bajo la cual arroparme anímicamente y poder continuar. Porque yo soy el lugar seguro de mi gente y no puedo estar en desorden. Por ellos.