Cambios de hábitos

Hay piano y batería en la casa porque es parte del plan que los niños toquen un instrumento. Mientras no han comenzado las clases, hemos tenido ruidos con más entusiasmo que pericia. Justo el tipo de vecinos que nadie quiere. Y probablemente, aún con las dichosas clases, el estruendo continuará durante mucho tiempo. Simplemente porque nadie agarra una baqueta a la primera y puede tocar en un concierto. Se necesita práctica y persistencia.

Hàbitos. Que son la parte positiva de la rutina. Eso que lo lleva a uno a decir buenos días siempre, a comer bien siempre, a esforzarse siempre. Precusores de los resultados que buscamos, aún cuando no sabemos que eso es lo que estamos persiguiendo. Porque todo lo que hacemos de forma repetitiva y sin fijarnos, nos lleva a una parte, buena o mala.

Estoy incorporando un nuevo hábito a mi rutina. Uno. Eso es todo el cambio de este año. Espero que sea suficiente para mejorar en todo.

Y que este año que empieza mañana martes, sea gratificante para todos.

Cuando no queda de otra

Salí a correr. En lo que podía, porque tenía más de un año de no hacerlo. Tampoco es que esté entrenando para una maratón, así que me lo tomé con calma. Detesto correr. Me duele la cintura, no he logrado encontrar mi ritmo y no avanzo. Pero lo hago. Porque la piscina está helada y no quiero morir en el agua, congelada. Traté, me dolió hasta el recuerdo de la juventud perdida. No hay forma que me meta a esa piscina antes de febrero. Así que tengo que hacer algo diferente. Ergo, correr.

Las cosas que hacemos no siempre nos gustan, pero las terminamos porque nos llevan a un lugar que buscamos. Como practicar un instrumento, o hacer planas, o escribir estas tonteras todos los días. El ejercicio repetitivo nos permite liberar la mente al momento de ejecutar. En el karate se dice que hay que hacer las katas tantas veces como para que se nos olviden. No lo entiende uno hasta que está en el examen y no quiere estar pensando cuál movimiento toca, porque igual no lo recuerda. Pero el cuerpo lo hace solito y allí se va uno. Haría la analogía de montar bicicleta y nunca olvidarlo, pero nunca aprendí, así que no me queda bien.

Todos necesitamos un momento de descarga, algo que nos exija un esfuerzo incómodo, porque eso nos enfoca en lo que hacemos y nos libera la menta de todo lo que andamos arrastrando. Antes, cuando decidí que iba a correr, decía que lo hacía, no para alejarme de mis problemas, si no para alcanzarlos y patearlos. Ahora nado con la misma mentalidad, pero no hasta que caliente el sol.

Me mordió un perro

Hace añales. Pero a veces lo cuento como si hubiera sido ayer. Así como uno cuenta del día que conoció a la pareja, de cómo fue el emba rade sus hijos, la vez que lo despidieron y no tenía ni para regresar a casa.

Hay eventos personales que nos marcan la vida y podemos partirla en un antes y un después. Lo malo es que a veces nos quedamos reviviendo esos momentos fuertes y nos perdemos los que vienen. Porque siempre vienen más. Y no sólo los que parecen grandes y portentosos, sino todos los que se suceden. Es igual de vital un día en el que no pasa nada memorable que uno en que sí.

No ponerle atención a lo que sucede ahora por estar pensando en lo que nos sucedió se puede volver un impedimento para ser feliz. Me refiero a la felicidad como la línea base de la personalidad, no a las alegrías de momentos específicos.

Trato de fijarme en lo que tengo enfrente todos los días y guardarlo bien. Porque las cosas que pasaron y me marcaron, sólo son eso, cosas que dejaron alguna huella pero que yo puedo decidir cómo seguir. Como el perro. No me dan miedo. Aunque nunca me han gustado.

Comí demasiado

Entre el desayuno con la familia de mis hijos y el almuerzo con mi familia y la cena en mi casa, pareciera que celebramos las fiestas comiendo. Supongo que es una forma tangible de sentir el cariño, nada tan poderoso como la química de la comida para disparar sensaciones de felicidad. Si no piensen cómo se sienten después de un plato de pasta o unas tortillas o un helado.

La comida es un atajo hacia las emociones y los recuerdos. Abre las puertas del tiempo junto con el olfato y nos regresa a personas y situaciones especiales. A mí me es más sencillo recordar acontecimientos por lo que estaba comiendo que por la ocasión en sí. Una de esas tarjetas de memoria que disparan los conocimientos asociados.

Es rico comer con la gente que uno quiere. Hacerles las cosas que les gustan. Lo que me cae mal es engordar tan fácil. En mi interior luchan una gorda reprimida y una vanidosa. Algún día dejaré que triunfe la gordita y tal vez seré feliz.

Espero que todos hayan pasado unas felices y celebradas fiestas. Que se hayan rodeado de personas que les demuestren que los quieren. Y que, si estuvieron tristes, les hayan dado un buen abrazo.

Recurrir al recuerdo

No hay veinticuatro de diciembre para mí sin sentirlo agridulce. Me hace falta mi mamá, las cosas que cocinaba, no me sale igual el Stolen ni el mazapán, no he vuelto a comer jamón así de rico y ya no bordo cruceta para hacer botas y colgarlas. Era su cumpleaños y eso lo hace doblemente difícil, además que murió un veintiséis de diciembre y yo ya no sé si ponerme muy triste o celebrar las fiestas con mis hijos muy feliz. Termino haciendo ambas cosas, horneando galletas que desaparecen en cuanto salen del horno y visitando casas de familias que no son la mía, pero sí las de mis hijos y donde, aunque yo no tengo raíces, soy bienvenida.

Pertenecer es una de esas necesidades tan humanas que nos aferramos a las cosas que la construyen. A casas, batidoras, hilos y agujas. Aunque no las usemos por no arruinarlas. Buscar hacer uno su propia maceta en dónde echar raíces es un poco complicado también, al menos para mí, porque no tengo ese lugar en dónde sólo seguir la corriente de una tradición que me acoja. Mis tradiciones personales de la familia que tengo desde hace doce años no llevan ni una generación y aún huelen a nuevo.

Si puedo ser sincera, a veces me aferro (palabra fuerte, complicada) a las personas con las que hago amistad, porque busco esa interconexión que he sentido me falta y eso no siempre me deja satisfecha. No es culpa de los demás, es mía por pretender una correspondencia de algo que nunca fue pedido.

Lo cierto es que estas fechas son complicadas para mí (no soy la única ni de cerca), que a mi edad sigo siendo una persona con pocas raíces y que lo que más quiero es que mis hijos sientan que pertenecen.

La ilusión de lo inmóvil

Hoy no tenía ganas de vestirme. Ya había gastado las ganas del día en el súper, regresé con lo justo para bañarme y me quedé parada, paralizada, sin poder ni pensar en qué ponerme y contemplando la posibilidad de acompañar a los gatos en la cama. 

Esa necesidad de salirse del camino que uno lleva, aunque sea una mañana, se parece a disfrazarse de niños. Sabemos que seguimos siendo los mismos por dentro, aunque llevemos una máscara de protección contra el conocimiento del mundo. Nos vamos de vacaciones, nos sentamos, dejamos el libro a medias, vemos una pared sin cuadros. Podríamos hasta querer dejar de respirar. Hay varias leyendas que cuentan de personas que se pierden del mundo varios años, con variadas consecuencias. 

Igual que uno. La inmovilidad es sólo una ilusión, porque el tiempo sigue corriendo y toca alcanzarlo para que no lo arrastre a uno. Así que respiramos hondo, nos vestimos y continuamos. Aunque a veces se nos pierda la mirada. 

Como si fuera el fin del mundo

Ayer me tomó dos horas hacer un tramo de media hora en circunstancias normales y, aunque ya la canción de queja contra el tráfico es vieja y todos la conocemos hasta el cansancio, nos sigue persiguiendo. Dan ganas de no salir, pedir todo a la puerta de la casa y esperar que llegue el fin del mundo, porque eso es lo que parece que está sucediendo.

Tan difícil que es acomodarse a las circunstancias cuando éstas no se acomodan a lo que queremos. Las expectativas, al contrario que el esfuerzo, es tener una idea fija de cómo debe ser algo y muy rara vez caza en el molde que le hicimos. Algo leí de eso para las precuelas de películas: nos encasillan a una sola imagen de algo que en nuestra mente tal vez tenía otros escenarios. Imposible abarcarlos todos y nos quedamos insatisfechos.

La realidad es que ahora hay tráfico y que hay que hacer de tripas corazón si uno quiere trasladarse en carro hacia cualquier parte después del mediodía. Ayer fue porque los niños tenían entrega de cintas nuevas en el karate. Hoy llenan de globos el dojo, pero sospecho que no iremos. Salvo que pudiera agarrar uno y volar de regreso.

En busca de lo que no existe

Me gustan las cosas que me gustan. Tautología ridícula hasta que me siento a ver qué realmente me emociona, me conmueve y es todo lo que quiero compartir con la gente a la que quiero. Tanto, que me paso de vehemencia, tratando de hacer que les guste igual que a mí. El sobreentusiasmo es una de mis fallas más grandes, junto con ser binaria, que supongo son una y la misma cosa: o me gusta o no, o es blanco o es negro. 

Examinamos las cosas que vemos y que disfrutamos desde lo que nos da placer, aún en lo que nos duele o atemoriza como una película de miedo, una montaña rusa, una relación medio rota. Nos aferramos a los lugares que pueden ser recuerdos de personas que ya no existen aunque las tengamos enfrente, porque la felicidad como nos la han vendido no es más que una euforia efímera y nunca nos explicaron que estar contento poco tiene que ver con reírse a carcajadas. La felicidad es una mujer plácida, sentada sobre una mecedora, completa en su movimiento estático.

Nada existe como lo imaginamos, pero tampoco importa, porque no hay forma de vivirlo de otra manera. Tal vez sólo podemos ser entusiastas y contagiar a quien queremos con las cosas compartidas. Y dejar de buscar lo que creemos que debería existir.