Mi papá olía a una mezcla de tabaco de pipa, colonia, cuero, caballos y aceite de pistola. Además me pasó una predilección por la lavanda, la cuál sigo mezclando con todo.
Mi mamá dejaba su aroma en todo: un collar de perlas, sus pañuelos, hasta en el gato que murió seis años después que ella. Lloré la muerte de ese gato con mares, porque se me fue el último lugar donde podía meter la nariz y encontrarla.
Mis hijos… Creo que lo primero que hice en cada parto fue olfatearles la cabeza. Me pueden quitar los ojos y los oídos y los reconocería por su olor. Aún es dulce y cada mañana que abro la puerta de su cuarto me acaricia una bocanada de recuerdos de leche y ser humano recién estrenado.
Luego está él: el único hombre que conozco que usaba una loción que amé y luego detesté en el primer embarazo. Guácala. Le conozco el humor por el aroma que despide. Siempre cálido, grande, dulce. Recién bañado huele a pan. Y aunque duermo a su lado, no me es suficiente y me envuelvo en la camisa que usó ese día, como un escudo contra cualquier pesadilla, para que su olor me acompañe en sueños.