La vida secreta de la ropa

Tal vez no pueda decir con sinceridad que me fascina lavar ropa, pero tampoco me disgusta. Clasifico, limpio, lavo, seco, doblo y hasta plancho, en un ritmo predecible de rutina y eso me da paz. Es clasificar, después de todo y cómo no va a gustarme hacer eso.

Las tareas domésticas que son aparentemente tan idiotizantes por su monotonía, si uno de verdad les pone atención, ayudan a estar cerca de lo que pasa en una familia. Cocinar permite complacer, limpiar y ordenar ayudan a ver si todo funciona y lavar la ropa me alerta de las pequeñas cosas que suceden a los niños y cómo van creciendo y cambiando sus gustos. Es como tener un mapa de sus días.

Lo que hacemos se imprime en lo que usamos. Y a mí me conviene enterarme sin interrogar. Es bonito. Y la lavandería huele rico.

Qué poco nos movemos

A veces nos quedamos en el mismo lugar con tal de no ver que las cosas cambian. Pero hay que moverse hacia un rumbo deseado, porque hasta el mundo mismo se desplaza y lo arrastra a uno. A mí me cuesta mucho hacer cambios pero he aprendido a hacerlos antes que se me vuelva a caer la vida encima.

Es un poco como jugar Jenga. Sólo es cuestión de tiempo el tener que volver a empezar. La única forma de no botar la torre, es no jugando. Y eso no tiene chiste.

Tal vez lo mejor que estoy aprendiendo es que, mientras pueda reconstruir, no importa tanto quedarme con los pedazos. Y que, la única justificación para no moverme es cuando tengo a un gato encima.

El último día

Marcamos nuestras vidas con fechas un poco forzadas, para hacer notar el paso del tiempo. Conmemoraciones de días buenos y malos que celebramos o no, depende del asunto que los inicie. Yo soy pésima para recordar cosas como el día en que mis hijos dijeron por primera vez algo o cuándo caminaron. Las fechas exactas se me escapan. No el sentimiento. Me emociono igual al recordarlos.

La realidad es que ni el tiempo mismo es lineal y nuestra memoria sólo es un guión que editamos y volvemos a editar cada vez que lo leemos. Nada fue exactamente como lo recordamos. Pero tampoco importa. Lo que sí hay que tener en cuenta es que todo lo que hacemos es la última vez que lo hacemos. Por el simple hecho que nosotros jamás somos iguales.

Mañana martes cumplo años y, aunque cambia el numerito que digo cuando preguntan mi edad, el cambio es constante y tiene poco qué ver con la fecha. Y, si hoy es el último día de 45, igual mañana será el último primer día de 46. No hay fatalidad en aceptar el cambio, sino una claridad suave. Ante lo inevitable, lo mejor es volver a editar la historia hasta que quede como nos guste.

Hay melocotones

Quiero un pastel

de los que no me gustaban

una magdalena con turrón

o un pie

ahora hay melocotones

y como todos los años

soy yo quien los hornea

recuerdo a lo lejos la receta

no sé si ya me gusta

o sólo encuentro consuelo

en servirme lo que me hacía mi mamá.

Las cosas son complicadas

Comenzamos sin saber ni siquiera hablar. Para cuando morimos, habremos olvidado muchas más cosas que las que recordamos. Tengo particular habilidad para enterrar las cosas malas. Y todos los seres humanos estamos perfectamente diseñados para olvidar el dolor.

La vida es complicada. Innecesariamente. Sólo debería ser compleja. Movemos una infinidad de piezas sin darnos cuenta y lo hacemos tan naturalmente como respirar. No imagino cómo sería el asunto si yo tuviera que hacer que me lata el corazón, que funcione aparato digestivo, etc.

Pero tal vez lo que más nos hacemos un nudo es con nuestras emociones. Ninguna es simple. Y mientras más vivimos, más teñimos nuestra mente con sutilezas y capas de experiencia. La complejidad es interesante. La complicación no.

La comida a la fuerza

Mi papá detestaba la gelatina. (El ajo y cebolla tampoco los toleraba, pero eso era más alergia que maña.) Era espectacular la repugnancia que le tenía a ese postre tan común. Y a mí me encantaba. Mi mamá me hacía cuadritos de gelatina casi sólidos que parecían gemas. Recuerdos bonitos.

Hay cosas que no nos gustan. Y punto. Por más que objetivamente sean buenas. Eso aplica para todo, incluyendo personas. No importa qué tan buen partido crea nuestra mamá que es el fulano, no hay forma que haya química forzada.

Me sigue gustando la gelatina. Y el ajo y la cebolla. Pero no le hice caso a mi mamá.

El camino sólo se hace corto andando

El único viaje que se hace solo, es el que lleva a la muerte. Allí no importa que uno no se mueva, llegamos al destino, aún aferrándonos al dintel de la puerta. Pero para todo lo demás, hay que tomar parte activa. Y mejor si recordamos que una no-decisión es una decisión en sí.

Creo que se nos cae el entusiasmo de comenzar algo nuevo cuando hacemos cuentas de cuánto nos va a tomar terminarlo. Pero esperar a comenzar nos asegura que no nos acercamos ni un poco a esa meta. Tal vez por eso es tanto más productivo avanzar un poco con consistencia que mucho de una vez y dejarlo.

Yo quise estudiar psiquiatría hasta que creí que era demasiado tiempo y que cómo me iba a pasar todos mis veintes estudiando. Igual me casé a los treinta y tuve tarde a mis hijos. Bien pude haberme pasado 12 años estudiando. En fin.

En sueños, todos somos yo

Hay que saber que los sueños son la pantalla de reproducción del hemisferio derecho del cerebro. Aprovecha y nos enseña todo lo que vio e integró en el día. Pero… sólo nos tiene a nosotros mismos y dentro de esa esfera, es horriblemente difícil que las cosas tengan algún verdadero orden. Es más; podemos soñar “con alguien”, pero somos sólo nosotros mismos en varios papeles.

Son horribles los sueños angustiantes. Pero sirven. Todos sirven para darse cuenta de lo que estamos viendo.

Hace poco soñé que lloraba. Horrible, de nuevo. Pero también me han tocado unos mejores. Sólo es cuestión de poner atención.