Llenar el saco

De acuerdo con la época, tengo metida la imagen de un Santa con su saco de juguetes al hombro. Esos recipientes mágicos a los que les cabe de todo, como la bolsa de tela de alfombra de Mary Popins, de la que saca hasta una lámpara, siempre me han fascinado. Cuando los niños eran bebés, no estuve lejos de hacer actos de prestidigitación con lo que lograba encontrar entre la mía.

Algo así parece ser la mente. Se alimenta de lo que le metemos y le da vueltas a lo que dejamos entrar. Hasta cuando estamos dormidos, el subconsciente se encarga de seguir masticando lo que le dimos durante el día.

Las ideas son poderosas, le dan forma a nuestra vida, porque son el lente que le da la distorsión con que la vemos. La percepción de lo que ocurre a nuestro alrededor sólo está dentro del cerebro. Allí procesamos toda la información sensorial que nos informa del mundo «real». De allí sacamos los sentimientos que asociamos a ciertas reacciones. Y allí creamos los mundos interiores que no siempre podemos compartir.

Qué le metemos a nuestra mente determina qué sacamos para dar. Mientras más cosas tenemos para confrontar ideas nuevas, y más abiertos estamos a entenderlas, mejor preparados estamos para lo inesperado.

Quién sabe cuándo necesitemos sacar del saco de nuestra cabeza algo semejante a una lámpara.

Ser binaria

Para mí, las propuestas binarias tienen una fascinación especial. Me encanta pensar en un mundo simple en el que las cosas son claras, los sentimientos se dicen sin pena y hay sí o no. El otro lado de esa moneda es que soy radical en mis decisiones y me parece que no puedo volver atrás jamás.

En la naturaleza no existe el negro. Ni el blanco. Siempre es un matiz de varios colores que dan la impresión de oscuridad y claridad. La vida no es radical y de lo único de lo que no se vuelve es de morirse. Y como eso de todas formas nos va a pasar a todos, ya ni siquiera es algo de qué preocuparse.

Todas las decisiones que tomamos tienen consecuencias buenas y malas y nos toca decidir si unas son más que las otras. Pero tenemos que escoger. Allí sí que hay que ser radical. Quedarnos de brazos cruzados, esperando que la vida nos lleve a donde quiera, es triste, es haragán, es un desperdicio. Prefiero mi clase de fatalidad.

Quisiera, por ratos, perder un poco de mi propensión a verlo todo partido en dos. Probablemente sería más amable, sobre todo conmigo misma.

Terremotos

Ni el planeta en el que vivimos se mantiene estático: terremotos, erupciones, deslaves, avalanchas. La faz de la Tierra cambia todoel tiempo. ¿Por qué entonces nosotros nos empeñamos en que todo permanezca igual?

Hablábamos con amigas de algo tan superficial como vestirse y arreglarse igual que uno lo hacía veinte años atrás. Puede que sea lo que mejor nos sale. O que nos recuerde de alguna época especial en nuestras vidas. Lo cierto es que ya no somos los mismos y retroceder el tiempo no se puede, aunque paremos el reloj a pura necedad.

Nuestra vida debe ser un constante avance, a veces suavecito, como deslizarse por una colina con un costal. A veces nos agarra un buen terremoto que nos cambia todo el terreno.

Lo importante es tener una meta más allá del siguiente paso, algo que nos sirva de guía permanente, grande, importante, que nos trascienda. Una estrella que parezca inmóvil en el firmamento, así nos enseña el camino a seguir, aún y con un mapa diferente.

Y bienvenidos los terremotos. Hay que sacudirse de vez en cuando.

Quemar puentes

Siempre le dicen a uno que no se deben quemar puentes, porque no se sabe cuándo se va a querer regresar. Como todas las posiciones a medias, me molesta, aún y cuando le miro la utilidad.

Hay cosas en la vida que definitivamente hay que saber dejar atrás y no voltear a ver. Relaciones que sólo nos trajeron dolor, o que simplemente ya no van a ninguna parte. Hábitos que nos enferman y matan. Recuerdos que nos ahogan. Todo eso vale la pena jamás volverlo a visitar.

Sin embargo, creo que la expresión se refiere, no tanto a repetir algo pasado, como a la forma de alejarse de él. Poder reconocer personas, cosas, situaciones por las que uno pasó y hacerlo sin vergüenza, eso creo que es lo valioso de no arrasar todo a nuestro paso. No es el chiste dejar cadáveres en el camino con la excusa de que de todos modos no vamos a volver a pasar por allí.

Quisiera pensar que la gente que me ha conocido, aún que no quiera «estar» conmigo, por lo menos se recuerden con cariño de los momentos que pasamos juntos. Que mi exjefe aún quiera trabajar conmigo es un excelente ejemplo.

Confieso que sí he dinamitado puentes, caminos, senderos, de todo para terminar algunas relaciones. Aunque no es de mis momentos más maduros, ya lo hecho, hecho está. Espero no volver a toparme a los involucrados.

Tener miedo

Hace poco hicimos un viaje de aventuras con mis amigas. Nos tiramos de canopy entre las nubes, cosa que a una de ellas la petrifica del terror. Nos quedamos completamente solas a pasar la noche para poder despertar al amanecer en la montaña. Se nos quedó atascado el carro a media subida de un camino desgraciado y nos tuvieron que halar con una pita mal puesta. Éramos tres mujeres viajando solas por Guatemala, lo cual de por sí lamentablemente ya presenta un riesgo enorme.

El miedo es un buen indicador de las cosas que nos importan más. Nos sentimos incómodos de sacar a bailar a la persona que nos gusta, porque no queremos que nos diga que no y terminamos sacando a quien nos da lo mismo. Dejamos de estudiar la carrera que nos reta, porque no sabemos si seremos capaces de terminarla. No nos metemos a practicar el deporte que nos llama la atención, porque quién sabe si tendremos el talento para ello.

¿Es esa la forma de llevar la vida? El temor a pasar vergüenzas ha paralizado más descubrimientos geniales que los fracasos mismos. La inseguridad que nos hace vacilar es el mejor faro para iluminar en dónde debemos caminar, aventurarnos, dejarnos ir.

La vida termina para todos en el mismo lugar, pero no de la misma forma y yo no quiero llegar intacta al final. Quiero entregar un corazón roto por tanto haber sentido, un cuerpo lleno de cicatrices por haber hecho tantas cosas, una cara arrugada por haber reído y, sobre todo, unos brazos gastados de tantos abrazos repartidos entre la gente a la que más quiero. ¡Ya quiero hacer más viajes así!

No conocer los límites

Algo me enfermó de la panza. Ni idea qué pueda haber sido. Comimos sólo en casa todo el fin de semana, yo preparé todo, no comí en exceso… Y, aún así, hoy mi cuerpo ha protestado todo el día. Dolores, retortijones, molestias… Me sonó el despertador a la hora acostumbrada y pasé buenos cinco segundos pensando si me levantaba o no. Cinco segundos. Por supuesto salí de la cama, me puse el karategui y me fui al dojo.

Superar obstáculos físicos nos fortalece en todos los aspectos. Nos da seguridad en nosotros mismos, nos ayuda a pasar mejor las pruebas sentimentales, hasta nos hace que trabaje mejor el cerebro. Nuestro cuerpo es parte de lo que somos y hay una traición especialmente cruel cuando no quiere hacer lo que le pedimos. Obviamente no se pueden ignorar cosas graves como rompimiento de ligamentos y todas esas cosas que arruinan la funcionalidad esencial de la máquina. Pero siempre se puede trabajar alrededor de los obstáculos.

Saber que no hay fiebre, ni intoxicación, ni huesos rotos, ni frío, ni hueva que nos boten permanentemente, nos amplía los límites de lo que creíamos posible. Y terminamos encontrando el cómo hacer lo que queremos, no el por qué no.

Terminé la clase, regresé a desayunar, corrí 2 millas, ocupé mi tiempo en todas esas charadas que me tocan hacer y, después de almuerzo, me puse a hacer meditación… se supone que es de veinte minutos. Me desperté dos horas después. Aparentemente, mi mente inconsciente puso límites que no hubiera aceptado despierta. También eso pasa a veces.

La vida en pedazos

Tengo muchas actividades durante la semana: choferear, karate, choferear, niños, choferear, escribir… choferear. Cada una de esas cosas requiere algo diferente de mí. Como si me tuviera que convertir en una persona distinta.

Hemos escuchado que los hombres son más propensos a compartamentalizar sus vidas. Que pueden pasar de una actividad a otra y despojarse por completo de lo que traían. Últimamente han descubierto que esta habilidad no es esencialmente masculina. Es más, al parecer es una habilidad que toda persona debería tener para no acarrear los problemas de un área a otra de la vida.

Recuerdo que cuando murieron mis papás, mi jefe me (regañó) instó para que mi trabajo no sufriera por la tristeza que tenía. Aún ahora trato que las molestias del día no se filtren a otras actividades. Tal vez por eso es que me cae tan bien el momento de reflexión antes de comenzar las clases de karate: me ayuda a situarme en el momento.

Poder cambiarse uno el chip de lo que uno hace, conservando la esencia de lo que uno es, pareciera ser una de las metas de la vida. Para eso se necesita flexibilidad en lo externo y firmeza en el interior.

Y estar dispuesto a probar y probar. Porque a mí si me amarga la vida tanta chofereada.

Pausa

El mundo no va a anunciar que termina

con estruendos de trompetas

y caballos cabalgando.

El ruido del apocalipsis será

la pausa que se escucha entre un

«te quiero mucho»

y un «pero».

 

 

Y de fondo…

La música siempre me ha acompañado. Desde mi papá poniéndome audífonos muy pequeña para escuchar su colección de clásicos (Mozart, Bach, poco Beethoven, Shubert…), mi mamá cantando algo o yo con mi propio tocadiscos, dándole y dándole a mis canciones favoritas.

Entre todas las formas de comunicación que tenemos, tal vez la música sea de las más completas y complejas. Le dedicamos canciones al amor platónico que nos vuelve locos, sólo para detestarlas después porque precisamente nos recuerdan al sujeto de nuestros pesares. O quemamos una rola que nos fascinaba hasta poderla vomitar, como niños empachándose con dulces.

Asociamos pedazos de nuestras vidas con música especial. Hay melodías que nos ponen en un estado de ánimo particular. Buscamos cosas melancólicas para tristear a gusto.

Conmigo, la música es el camino más corto y seguro hacia mis emociones. Yo no lloro con películas tristes, pero sí se me ha salido más de alguna lágrima al escuchar una canción emotiva. Despierto con ganas de mover el esqueleto y pongo música estridente para preparar el desayuno. Incontable la cantidad de veces que me han sorprendido a media brincoteadera y casi boto lo que llevo en la mano.

Escribo también con algo de fondo. Y mis palabras reflejan el ritmo que escucho, como esa semana que me dio por sólo poner Led Zeppelin y todos los posts salieron un poco violentos.

De alguna forma, sí hay magia en el mundo. Se llama música y nos sirve para llevarnos al estado mental que querramos. Sólo tenemos qué escoger.