una ola

Las olas me traen tu nombre

una tras la otra, doblándose para pasar

y dejarlo a la orilla donde se siembran

mis pies en la arena, esperándote.

Se alejan con la marea

y se llevan todo, agua, sal, nombre,

me dejan clavada

con poco más que espuma.

Como me dejas tú,

vacía,

hasta que regresas,

siempre regresas.

Salgamos a cazar vampiros

Mi papá no comía ajo. Nunca. Ni cebolla. Le hacía mal y le ofendía mi presencia cuando yo salía a comer y regresaba con el tufito característico de los restaurantes. Es que es un atajo para potenciar el sabor de cualquier cosa. Estamos tan acostumbrados, que no nos damos cuenta salvo cuando la ofensa pasa a injuria y no podemos ni hablar porque nuestro propio aliento nos desmaya.

Hay tantas cosas a las que nos acostumbramos que son así. Pequeñas actitudes ponzoñosas, tonitos de voz hirientes, desfases en nuestra coherencia. Y, como todos los tenemos, no nos damos cuenta y seguimos, aunque apestemos, pero sólo un poco. Incluso es más fácil identificar lo malo en los demás. Al fin y al cabo nosotros nos olemos todo el tiempo y sentimos que es normal. Pero basta con que alguien que huele diferente se siente al lado nuestro, que ya estamos como si fuéramos sabuesos, olfateando el aire. Todos, todos, todos apestamos. De alguna forma u otra. Sólo nos queda bañarnos y empezar de cero para que no sea tan malo el asunto.

Pero hoy comí comida coreana que sabía a gloria. Y estoy lista para salir a cazar vampiros hoy por la noche.

El eco por dentro

Me gustan los mitos. Específicamente los griegos. Las explicaciones sobrenaturales para fenómenos psicológicos resuenan en las historias de la humanidad. La cosmovisión de la época queda retratada en esas tradiciones y ponerse a revisarlas desde nuestra perspectiva es ilustrativo. El de Eco, la ninfa, es especialmente triste. Alguien que sólo puede repetir lo que le dicen está prácticamente anulado. Espera impulsos externos para poder sacar algo.

Pero nosotros mismos tenemos un poco de ecos. Las cosas que nos pasan rebotan en nuestras experiencias y muchas veces sólo devolvemos. Todas esas palabras que nos disparan recuerdos de la infancia y nos sitúan en un lugar indefenso, que nos hacen reaccionar de forma exagerada y que nos destruyen, nos dejan anulados como personas. Lamentablemente es un caso frecuente y lo repetimos, por algo gritar la misma palabra en una caverna siempre va a tener el mismo resultado.

Generalmente los ecos se forman en los vacíos. Siempre me imagino un lugar oscuro y desierto, cerrado por todas partes menos una pequeña apertura. Se acabaría esto si lo abriéramos. Si nos abriéramos. Iluminar eso que llevamos guardado, para darnos cuenta que ya no hay nada allí. Que todo el dolor que metimos se disolvió con el tiempo y que sólo quedan paredes en donde rebota el ruido exterior.

Eco se desapareció. Yo no quisiera que me pasara lo mismo.

Y un café

La niña sacó 100 en un examen de mate porque ya se aprendió la tabla de multiplicar. Eso merecía celebrar con lo mejor que se puede para esas ocasiones: un helado. Es la comida universal de lo bonito, lo alegre, de estar triste y consolarse. Una cosa deliciosa, fría, imposiblemente cremosa. Mi papá le pedía a mi mamá que le hiciera y alegaba cuando compartía. Yo siempre quiero uno. De limón.

Hay que pararse y celebrar. Un examen de niña que se ha esforzado, o aprender algo nuevo, hasta no pelear y ser insoportable un día es motivo de alegrarse. Creo. Me enfoco tanto en lo que hago mal que ahora mismo escribiendo esto no recuerdo la última vez que celebré por algo mío que yo haya hecho. Mi cumpleaños no cuenta, allí sólo tengo que existir. Pero hacer algo porque logré lo que quería… Puedo decir con lujo de detalles en dónde he fallado últimamente.

Es fácil darse cuenta de lo que hacemos mal. Porque nos marca, nos da vergüenza, nos hace sentir que nos falta o que faltamos. Nada como una conversación con gente cercana que le ilumina a uno dónde está el espacio, cómo es difícil uno, para reexaminar la vida bajo esa lupa. Complicado.

Fuimos a por el helado de la niña. Y yo me tomé un café. También lo celebro con ella.

La edad para hacer las cosas

Mi mamá era de esas señoras que se cortaba el pelo a los 40. Porque «ya no tenía edad para tenerlo largo». No me dejó maquillarme hasta  los 15, cosa que se lo agradezco ahora que no me maquillo ni porque me mire medio muerta. Por lo mismo. Muchas cosas que se hacen «a cierta edad», cosa que fluctúa dependiendo hasta del barrio en el que uno se crió.

Hay cosas para las que definitivamente hay un reloj biológico indicado. Tener hijos antes de cierta edad y después de otra, complica la vida de cualquiera. Estudiar, trabajar a cierto nivel, ponerse camisetas de caricaturas y vestidos cortos van más por el lado de lo que los demás opinan qué es lo correcto. Recuerdo ver algunos vestidos sofisticados a mis veintes, con el cuerpo de una veinteañera que no ha tenido hijos, y considerar que no tenía la edad correcta para usarlos. Ahora, a mis cuarentas, lo considero porque ya no tengo el cuerpo. Ridículo, lo sé.

Todo es cuestión de la decisión: quiero verme como yo quiero y que los demás me importen un carajo. O me quiero ver como los demás quieren que me vea y encajar.

No hay respuesta única. Lo escribo en calcetas de cómics, vestido corto y botas de hule amarillas. Sigo usando el pelo largo. Añoro el cuerpo que tenía. Y no sé en qué edad estoy para qué.

Espera

Te estaba esperando

sin que lo supieras

guardada en un pensamiento

sin apenas respirar.

Nunca llegaste

tardaste mucho en llegar

me confundí tanto con la sombra

que desaparecí.

Y tú nunca supiste.

Me tronaron como Lego

Tenía trabada la espalda. Fui al quiropráctico a ver si me alineaba. Me despegó la piel de los huesos y sentí como si la columna fuera una especie de líquido que truena. Raro. Aún no sé si rico. Puede que el shock del tratamiento me esconda lo trabada que estaba.

Si tan sólo fuera tan fácil enderezarse por dentro como es tronar un par de huesos. Que en verdad se alinearan los centros de energía para que uno pudiera fluir mejor, con más ánimo, menos trabas. Pero ese trabajo no es superficial ni se va con una crema que se calienta sola. Abrir en donde uno duele de sentimientos y mejorar es tan difícil como reencauzar un río. Y a veces las emociones quieren regresar a donde estaban antes. O el rebalse se rompe y lo inunda todo. Sumergirse en el interior líquido que ahoga es tan fácil como hacerlo en una tormenta en el océano.

Yo sé qué hace que me duela la cintura. Lo evito con ejercicio y dieta y a veces una tronada. Lo de adentro aún lo estoy trabajando porque es una corriente que regresa y me vuelve a arrastrar cuando menos lo pienso.

Soltar donde duele

Comí arroz a sabiendas que no me hace bien pero tenía antojo y le di dos bocados. Rico. Tenia elotitos. Pocas cosas tan nostálgicas como el arroz con elotitos que sólo se comía en ocasiones especiales.

Pienso que la vida se nos va llenando de cosas que nos gustan y que nos lastiman, pero que seguimos consumiendo porque en algún momento nos hicieron bien. Como tomarse una medicina demasiado tiempo. Aceptamos los efectos secundarios, aunque sobrepasen los beneficios, porque ya nos acostumbramos a lo malo y queremos seguir teniendo lo bueno. Así las relaciones. Así hasta los enojos, que nos queman por dentro pero que nos hacen sentir algo que ya conocemos y que en su momento nos sirvió.

Soltar es abrir y dejar que se vaya lo que tenemos aferrado. A nadie le gusta perder lo que tiene, aunque sea nocivo. Pero abrir también implica poder recibir algo nuevo. Yo entiendo que lo nuevo da miedo, que no sabemos lo que pueda ser, que estamos cómodos sentados en una silla llena de tachuelas, porque ya sabemos en dónde están y cómo duele.

Pero. Siempre hay un pero. No podemos vivir así sin deteriorarnos. La presión constante sobre la piel hace callo. Eso no sana fácil. La piel debe ser suave y flexible, aunque sea más fácil de abrir, porque se recupera mejor.

El arroz estaba rico. La próxima tal vez no como.

Las cosas sin contexto

Suelo meter la pata como si fuera posición de yoga y estuviera practicando. Puede ser que sea por ser socialmente tonta. Por tener expresiones faciales cruzadas. O porque digo las cosas fuera del contexto del que las pienso, como si los demás pudieran meterse en mi cerebro para entender de dónde viene el comentario. No sé qué hacer al final, porque no sé hablar de otra forma, por mucho que he aprendido a la empatía.

Tenemos claves sociales de cómo comportarnos y, generalmente, son fáciles de seguir, sobre todo en situaciones superficiales. Pero en las más delicadas y complejas, las reglas se vuelven menos útiles. Buscar la conexión con los demás implica dejar lo preconcebido por un lado, no tomarse las cosas personales y dar espacio para explicaciones cuando no entendemos. Saltar a conclusiones que tienen más qué ver con lo que nosotros sentimos y entendemos que con lo que nos están diciendo es fácil, pero hace que las comunicaciones se tiñan con suspicacia y desconfianza.

Entiendo que debo dar el contexto para mis comunicaciones. Por lo. menos para las que más me interesan. Para lo demás, esos pensamientos aleatorios que se me salen por los dedos como síndrome, está Tuiter. Y, si no se me entiende lo que escribo, me pueden preguntar.

Volvamos a ver Batman

Estamos viendo Batman, la primera de Nolan, por enésima vez y por primera con los niños. Es una película fácil de querer por buena, por bien ejecutada y por interesante. Suficientemente compleja como para que nos entretenga varias veces y suficientemente sencilla como para que nos entretenga varias veces.

Hacemos cosas que sabemos que nos gustan, releemos libros que no cambian el final con cada lectura, comemos la misma comida en los restaurantes de siempre. Buscamos consistencia como el más preciado de los bienes, porque nos es elusiva. Nada en nuestra vida es constante. Ni siquiera tenemos el mismo cuerpo cuando morimos porque cambiamos todas las células. Crecemos. Nos convertimos en otra cosa. Y buscamos regresar a lugares que conocemos para tener una sensación de seguridad. Ya sabemos cómo termina la película. Por eso la vemos. No sabemos cómo va a terminar el día, pero lo vivimos.

Los horarios y los ciclos y las celebraciones periódicas nos sitúan en esos lugares. No sabemos qué nos espera en realidad al salir de la cama, pero planificamos como si lo pudiéramos saber.

Y terminamos viendo Batman, comiendo poporopos como me los hacía mi mamá. Me da miedo la incertidumbre. Pero vivo con ella. No me queda otra opción. Espero que a mis hijos les guste tanto como a mí.